Perspectivas

En Chambers Street: un encuentro con Ricardo Armas

09/11/2019
Fotografía de Ricardo Armas por Keila Vall De la Ville.

Fotografía de Ricardo Armas por Keila Vall de la Ville.

Lo conocí hace casi quince años. Lector ávido y curioso observador. Es un ser de dos tiempos, anclado en la tradición venezolana del siglo XX, y neoyorquino hasta la médula, integrante de una familia de pensadores empecinados en el rescate de la memoria y en el acá, en el ahora. Una familia de científicos, inventores, pintores, narradores, poetas y, claro, fotógrafos que buscan maneras particulares de decir.

A inicios del siglo XX su tío abuelo, en Clarines, coleccionaba rarezas y misterios, restos del pasado y rastros míticos hallados en botellitas de vidrio.

En Caracas su padre coleccionaba envases, cajas de fósforos, latas, fósiles y, por supuesto, libros ordenados de acuerdo con la lógica transversal de su celador en estantes abarrotados del piso al techo; un paisaje estremecedor del que fui testigo alguna vez. Una habitación de aquella casa en Colinas de Bello Monte estaba destinada a guardar ejemplares de periódicos, inmensas torres amarillentas de diarios.

Ricardo Armas es fruto de esta urgencia por recolectar y conservar, por nombrar lo visto para que otros puedan mirar también. Él fotografía para apropiarse lo que ve y le habla. Su tío abuelo conservaba helio del cometa Halley. Su padre, restos arqueológicos de una Venezuela desaparecida. Él, imágenes de un país que fue y ya no es, un país que se quedó sin nombre y sin escudo, y que como él reconoce, habrá de reconstruirse. Hay una misión inseparable de aquel legado.

La participación de Ricardo Armas en la conformación de un clima cultural y la fundación de una manera de mirar Venezuela ha sido fundamental. No en vano es Premio Nacional de Fotografía (1997). En la época en que en Venezuela no existían espacios formativos para fotógrafos fundó, junto a otros ojos pertinaces, El Grupo, una instancia preocupada por el alcance de la mirada documental, de la imagen como herramienta de denuncia y cambio. Fue fotógrafo de la Galería de Arte Nacional y del Museo de Arte Contemporáneo, y del Ballet Internacional de Caracas. Fue, asimismo, fundador de la influyente escuela de fotografía Manoa. De manera que su trabajo conforma un cuerpo sólido. Es un legado en sí mismo.

Ricardo me ha enseñado que fotografiar es saber qué mirar: desde dónde, hasta dónde. Esto revela una particular percepción de la sustancia tras lo aparente. Si tomar fotos es saber mirar y llegar a la médula de las cosas, un buen fotógrafo debe tener un extraordinario poder: el de mirar de manera especial la vida y sus circunstancias. La intención, me digo, también es fundamental.

Varias a veces al año nos encontramos o intentamos hacerlo, y aunque no siempre lo logramos, ese interés es una manera de acercamiento. Nos vimos hace una semana intencional y circunstancialmente, en ocasión de un par de proyectos comunes.

Ricardo eligió el lugar, un mínimo restaurante cerca de la estación de Chambers, muy cercana a One World Trade Center, en Lower Manhattan. Hablamos, claro, sobre Caracas y el presente, y lo que vendrá en nuestro país. Conversamos sobre la existencia en la naturaleza. Yo recordé mis estancias esporádicas en una hacienda en Acarigua que pertenecía a la prima de mi abuela. Hablamos sobre las cachapas y el queso de mano casero, sobre nuestra aproximación a la vida rural acá, en este país del norte.

Y así, sin proponérnoslo, caímos en uno de sus temas, el contraste y la continuidad entre Venezuela y New York. Caímos sin necesidad de nombrarlo en ese habitual encuentro y enfrentamiento: la fotografía de unos troncos, en palabras del mismo Armas “pelados”, reflejando la aridez de Coro, en el estado Falcón venezolano, en diálogo con la fotografía de unas ramas desnudas en Riverside Park, el otoño en New York. Nos encontramos sin mencionarlo siquiera ante la serie el Señor Misterioso: José Gregorio Hernández, el venerable venezolano, en conversación con un José Gregorio Hernández made in China brillando en la oscuridad en algún lugar de Chinatown. Caímos en ese espectro. La obra de Armas en frecuente tránsito entre acá y allá, entre allá y acá, sugiere una obcecación. Un click –apenas circunstancial, intencional– establece la prolongación.

Si como dice Ricardo la fotografía es una manera de apropiarse de la realidad, su obra no solo es registro de un lugar o un tiempo pasado, o protección de un acervo con miradas hacia el futuro, sino una llave para acceder a un paisaje hasta ahora inexistente. Porque aquella Venezuela ya no será, ¿y cómo será la que sí? Hay que preguntárselo.

Así mismo, sus imágenes dialogantes, sus imágenes y la fisura que sobrepasan, fundan un territorio propio que hoy más que nunca se hace urgente y define a los “venezolanos de la diáspora”. Quizá la intención, la de conservar, la de dialogar, la de hacerse de un territorio que le explicara su propia existencia, nunca me imaginé a mí misma como referencia colectiva dadas las circunstancias actuales.

A través de sus imágenes tan venezolanas, de sus fotos tan neoyorquinas, Armas se instala en un vacío superior a lo geográfico y lo anatómico (se siente en el pecho), pero tan ligada a ambas circunstancias: al lugar, al sentimiento. Se instala en esa bisagra, y al hacerlo le ofrece un territorio. Nos entrega un lente a través del cual mirar. Pienso en Saussure, no el lingüista sino el padre del alpinismo y la meteorología moderna que a finales del siglo XVIII inventó el cianómetro, un artefacto circular con cincuenta y dos tonos de azul teñidos por él mismo en trozos pequeños de papel y que va del blanco al negro. El azul más oscuro que registró su precioso aparato fue de 39 grados, en la cima del Montblanc. Años más tarde, al llegar a Venezuela por Cumaná, Humboldt midió nuestro cielo con la misma carta. Y poco después, desde la cima del Chimborazo en Los Andes, registró con ella 46 grados de azul.

La obra de Ricardo se instala en un vacío y lo nombra. Ese es uno de sus grandes legados: admite una imposibilidad, jamás nos iremos de un todo, ofrece una posibilidad: puedes vivir así, puedes construir tu mundo y acá este mapa, acá este territorio, acá esta manera de mirar los colores del azul.

Esa tarde hablamos también sobre las fotografías que se ven y se toman en el subway. Comentó que así como el metro es una vitrina de disfraces (las palabras son mías pero la idea suya) se sale a la calle ocultando una identidad, las verdaderas urgencias, y mostrando apenas una parte, la digerible y poco problemática. Es un juego a las escondidas.

Salimos de aquel pequeño lugar. Caminamos, ahora juntos, hasta la estación. Él eligió el tren local en un gesto que entendí y agradecí como la intención de alargar un poco la circunstancia, la conversación que terminaría en la 42, en Times Square, donde él tomaría un tren y yo otro, cada quien a su casa. Nos despedimos fotográfica y brevemente, ante el inminente cierre de unas puertas automáticas. Click. Yo seguí. Al descender tropiezo con esto: un hombre vestido de jeans y franela negros, con un bolso de mensajero atravesado en el torso, lleva un gran tridente rojo en la mano. Me pregunto cuál es el disfraz, si su ropa cotidiana, si el tridente. Tomo una foto, claro, para mi serie Hide and Seek, que es como acá llaman a las escondidas. Sonrío agradeciendo la reciente conversación preformativa. Sigo hacia mi casa. Pensando en Ricardo, en mi suerte, en nuestras tareas conjuntas. En nuestras cartas de azul.


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