El Triángulo de las Bermudas, o te voy a contar quién soy

10/07/2021

[Este cuento forma parte de Enero es el mes más largo (2021), el más reciente libro de Keila Vall de la Ville, publicado por Sudaquia Editores (Nueva York)]

Cuando llegué me dije: Llegué. Ya estoy en Madison. Es más económico que Manhattan, apenas a cuarenta y cinco minutos de viaje en tren, y tengo a Josefina. Jose llevaba apenas dos años en el pueblo y se mudó entonces gracias a que su hija, casada con un mexicano, la pidió. Esperó durante años. Al final le salieron los papeles y un buen día, agradecida con mis padres pero sin pensarlo dos veces, se despidió en el umbral de la reja azul de mi casa, nos dio abrazos salados, y se vino a los Estados Unidos. Como dice ella:

–Eso fue darle un abrazo a Belén, conocer a Justino, dejar la maleta en la sala y salir a buscar. Para luego es tarde. Cuando eres inmigrante no hay trabajo malo.

Así mismo como se despidió, me recibió frente a la puerta de madera de su casa. Me ayudó a arrastrar mi maleta, y me ofreció un jugo de tamarindo.

–Este es el plan– me dijo. Y me contó.

Ella limpia casas y oficinas, pasea y cuida mascotas, riega plantas, ha lavado platos y servido mesas y ha hecho catering para eventos de la iglesia pentecostal del pueblo. Ahora mismo trabaja como costurera en una lavandería y mantiene cinco o seis clientes privados. Les resuelve la vida, dice. Me lo imagino perfectamente, y entiendo ahora que eso era lo que ella hacía con nosotros en casa: resolvernos la vida. Jose se ha mudado nueve veces en estos dos años. Ahora vive en la planta baja de una casa, en un anexo de una habitación, sala comedor y lavandero, con Eleazar, que trabaja como vendedor en una tienda de fotografía, y dice que escribe poesía. Esto último no me consta.

Al día siguiente de darme la bienvenida, ofreciéndome una taza de café y una arepa de queso, pero también ya poniéndose un impermeable y con la cartera en la mano, me dijo:

–Voy saliendo.

–¿Te vas? ¿Y el plan?

–Si me quedo se me hace tarde. Te va a venir a buscar Sebastián.

–¿Sebastián?

No había terminado de hacer la pregunta cuando un colombiano más o menos de mi edad, de unos veintipocos años, se apareció en la puerta. Su saludo fue:

–Vamos. Al Triángulo de las Bermudas.

Sin preguntar me atraganté el café, di dos mordiscos a la arepa, la envolví y la metí en el bolsillo (no tenía idea de cuándo volvería a comer) y me fui tras él. En seguida me di cuenta de que tenía muchas ganas de hacer pipí. No dije nada.

–Este pueblo tú lo ves muy gringo, Beatriz. Pero quienes hacemos que camine y lo mantenemos así, tan clásico, tan histórico –y esto lo dijo con ironía, dibujando dos comillas en el aire a la palabra histórico–, somos nosotros. Acá nunca vas a estar sola. Y éste –dijo al llegar a la avenida principal, delineando en el aire con el índice un triángulo invisible: tres vectores incongruentes para mí, pero a juzgar por la precisión con las que los marcaba dibujando la nada, topos muy reales–, este es El Triángulo de las Bermudas. Llegamos.

Nos sentamos en un banquito.

–Theresa es un poco rara. Pero es buena gente. Creo que le vas a gustar.

Pronto supe que Theresa, como mi abuela pero con hache, es muy generosa con los inmigrantes. No sé qué la mueve, pero se toma nuestro destino muy a pecho. ¿Quiénes somos nosotros?, ¿cuál es nuestro destino y cómo es que hay uno compartido? Esas son las preguntas que te haces cuando no eres inmigrante. La respuesta la encuentras muy pronto cuando lo eres. Yo tengo más en común con los colombianos o mexicanos recién llegados y sin documentos, el miedo, este continuo buscar trabajo, el rebusque, el dinero que alcanza pero de broma, el queso blanco y el aguacate, el cilantro y el ají, y The Gin Mill, por decir algo, que con otras personas. No importa si esas otras personas son de tu mismo país. Si son legales y tienen trabajo fijo, son de otra raza. Qué de otra raza, son de otro planeta. Jose no, y Theresa tampoco. Y Sebastián, tampoco. Ellos son clase aparte. Son de los míos. Así le digo yo a mis papás cuando hablamos por teléfono: ellos son de los míos.

El Triángulo de las Bermudas. Nuestro lugar. A un lado (e)Studio Yoga, al otro la tienda de fotografía “de Ezequiel”, al otro la lavandería “de Jose”. A cada lado de la calle, dos banquitos.

–El de la izquierda me pertenece –dijo Sebastián apuntando hacia el asiento de la izquierda–. Pero está a la orden.

Pensé que la cosa se estaba poniendo rara, e interesante. También pensé que nada tenía verdadera importancia.

El (e)Studio Yoga es pequeño, está en un edificio histórico de cuatro pisos sin ascensor, de los cuales los tres primeros están destinados a oficinas. En el largo pasillo del tercer piso hay un consultorio de acupuntura, el bufete privado de una abogada, dos puertas que no sé qué ocultan, y la escuela. En la entrada, unos cajones para guardar zapatos con dos notas escritas en una fuente que imita el sánscrito, pero en inglés, claro: Right past this line, there’s nowhere else to go but in. La primera vez que me asomé me entraron unas ganas incontrolables de entrar, sí, pero a bailar salsa. ¡Es enorme! Al otro extremo del corredor están la recepción, la oficina de Theresa, y una pequeña tienda de ropa e implementos de yoga: colchonetas de grosor variado y distintos colores, bloques de madera y de goma espuma, cobijas de lana, cinturones de tela. Cuando me asomé, en quien pensé fue en Julia:

–¿No se supone que el yoga libera? Esto parece tortura. Muy sospechoso.

–Qué se yo –le respondía yo. Menos mal que a nosotras lo que nos gusta es bailar.

Ya no me reconozco en esos recuerdos. Y no porque haya cambiado de opinión o me convirtiera en yogini, nada que ver, sino porque cuando te vas de tu país sin un plan cierto, todas las ideas sobre quién eres y qué estarías dispuesta a hacer, cambian. Te aseguras de perder relevancia para poder existir.

Además de la dueña, en el (e)Studio Yoga trabajan Leila, una brasilera que también es profesora y con quien no hablo. No sé por qué. Y claro, Sebastián, ahijado de Jose, como supe después, y encargado de recibir, procesar, empaquetar y enviar las compras online. La verdad es que Sebastián tiene todos los trabajos: mover de lugar el auto de Theresa antes de que el estacionamiento caduque, lavarlo y ponerle gasolina; hacer depósitos en el banco (él se casó así que está legal, tiene documentos), pintar paredes, cambiar bombillos, ir al supermercado y claro, buscar almuerzos para la oficina.

– Cualquier amiga de Josefina es amiga de esta escuela. Ahora todo depende de ti –me dijo Theresa en un tono promisorio pero áspero. Ni que fuera el trabajo de mi vida, pensé, lo que necesito es ahorrar. No sabía si para llevarme el dinero de vuelta a Caracas, mudarme a New York, irme a Madrid. Lo único que tenía claro y eso no ha cambiado, era que no tenía plan. Plan A, B, C, me da igual. Lo mío es una sopa de letras, me dije, y hasta ahí llegó el asunto pues en el momento Theresa decía:

–Tienes cinco trabajos: uno, encargarte de ordenar la tienda. Dos, limpiar y ordenar el salón de yoga. Tres, coser las almohaditas de linaza para los ojos y los sacos grandes de arena (dos días a la semana). Y cuatro, ayudar a Sebastián en lo que necesite.

Con la sonrisa congelada y la mente en blanco dije:

–Okay.

Sebastián preguntó:

–¿Y el quinto?

–Ese lo vemos después –le respondió Theresa–. Ya veremos –dijo mirándome con cara de ¿qué esperas pues? aunque lo que dijo fue:

–No hay tiempo que perder.

–Pero yo no sé coser.

Durante los primeros cuatro meses vivía en la sala de la caja de zapatos de Jose y su esposo. Mi espacio privado: la cama tras un biombo que la separaba del resto de la casa, y tres gavetas libres del mueble. Lo que no cabía allí, lo tenía o bien guardado en mi equipaje bajo la cama, o en una caja plástica en el sótano, donde estaba el lavandero y dormía Ezequiel y a veces Jose también. ¿Cómo es eso? Ni idea. Yo no pregunto si no quiero que me expliquen.

Cada domingo ella preparaba una olla enorme de frijoles, otra de arroz, una de sopa de verduras. Aparte de trabajar, yo no hacía mucho. Perder tiempo. Acompañar a Sebas a hacer sus diligencias. Usualmente en esas vueltas íbamos callados. A veces compartíamos un tabaco. A veces. Casi siempre escuchamos hard rock, que es lo que le gusta a él, o salsa. Una noche de esas, después de ir a Target a comprar un ventilador, nos sentamos en su banquito de El Triángulo de las Bermudas y él comenzó a hacerme cariños en el muslo. Bajo la falda.

–¿Qué pasa, pues?

–¿No quieres? –preguntó.

–Bueno. Sí.

A partir de entonces en las tardes, después del trabajo o de pasear por ahí con él, me iba a su casa y ahí sí me sacaba el vestido, la falda y la camisa, o el pantalón y el suéter. Cuando llegó el invierno: el abrigo, los guantes, el sombrero, las medias de lana. Su casa era una habitación sin ventanas y sin calefacción, en el mismo edificio del (e)Studio Yoga. Si las oficinas a los lados no estaban alquiladas me dejaba las medias. Cuando estaban ocupadas, teníamos calefacción indirecta: el apartamento era un hornito.

Yo le decía:

–Tu casa parece uno de esos hornitos para las arepas.

–No –respondía él–: Es un hornito de bagels.

Si estaba por mi cuenta me sentaba en un banco del parque frente a la estación de tren y ahí me quedaba. Haciendo nada. Mirando las nubes o las ardillas pasar. Digamos que ese era el banquito que me pertenecía. El mío.

A veces iba a New York, y era como ir al Himalaya. Eso decía Sebas:

–Parece que vas a los Himalayas.

Me llevaba una mochila. Este es el asunto. Por ejemplo en Venezuela uno diría “morral”. Pero acá si dices “morral” nadie te entiende o te miran raro. Entonces dices “mochila” y todos felices mientras tú, misteriosamente, te vuelves una extraña de ti misma. Como “palomitas de maíz”. No es fácil aceptarlo, el orgullo nacional toma formas insospechadas. Pero la verdad es que nadie más en el mundo dice “cotufas”. Tienes que ser inmigrante para saber que algo que dabas por sentado, algo por lo que apostabas: las cotufas, por decir algo, no es viable. Palomitas. Llevaba un sánduche y una botella de agua, un suéter. Una muda de camisa. El cepillo de dientes. Todo en la mochila. Un mapa. Tomaba el tren de las 9 de la mañana y pasaba el día entero caminando, solo me paraba para comer. ¿Qué hacía? Lo mismo que en Madison. Nada.

Pronto dejé de ir a la ciudad. Me pareció que ir sin plan no tenía gracia. Y ya lo dije: yo planes no tenía intenciones de hacer. Así que me quedaba en nuestro pueblo. Pasaba horas vagando en el supermercado bajo las miradas de sospecha de los empleados. Me quedaba ahí viendo las marcas de pan, por ejemplo. Mis papás en plena crisis del país no encontraban allá ni un pancito, y acá: trescientos tipos. Gluten free, integral, con semillas, de harina blanca, de dieta. Una cosa loca. ¿Yogures? tres millones de tipos.

De resto, me sentaba en mi banco, o me iba con Sebas, o me acostaba con Sebas. Sebastián tiene en las costillas del lado izquierdo un tatuaje en tinta negra que se llama In Angel’s Care. Eso dice él, que es un ángel. Yo veo tres fantasmitas. Cuando se lo dije:

–Pero no parece un ángel, parecen tres fantasmitas.

Me respondió:

–Claro.

Ordenar la tienda es fácil. Los mats de yoga deben estar bien enrollados, cada artículo debe tener su etiqueta y su precio. Es necesario ordenar las pilas de ropa por tipo de prenda, modelo, talla y color. Cosas así. Cosas fáciles. Coser debe ser igual de sencillo, me dije en un arranque optimista el primer día. Las almohadas son rectangulares, pensé. Esto va a ser pan comido, que acá no se dice an eaten bread sino más bien un trozo de torta, a piece of cake.

¿Qué? La linaza de las famosas almohaditas para los ojos hay que meterla en el microondas para evitar que se la coman los animalitos una vez dentro del forro. Al calentarla lo suficiente huele a: palomitas de maíz. Si te pasas de cocción, huele a: palomitas de maíz chamuscadas. Ya no se puede usar y la oficina termina apestando a aceite tostado. Hay que estar pilas. Coses el rectángulo con la tela al revés. Dejas un huequito abierto. La volteas muy pendiente de las esquinas. Usas un lápiz para empujar cada una. La rellenas de semillas a través de un embudo. Si te pasas de relleno, queda muy apretada. No se ajusta a las curvas de los ojos.

No es fácil.

Si el forro de la almohada es de seda, ay. Pobre de ti. Se resbala.

La seda se resbala.

La fucking

seda

se

resbala. Las mías eran casi siempre almohadas paralelepípedo. Esa, descubrimos pronto, era mi especialidad. Beatriz, la costurera de almohadas paralelepípedo. La costurera de almohaditas Picasso. Eso decía Sebas.

Vi el tránsito hacia el otoño desde mi banquito. Comenzaba prestando atención a los trenes en su ir y venir, los pasajeros apresurados montándose o bajándose de los vagones torpemente arrastrando o empujando sus maletas, regañando a sus hijos. Jalándolos por los brazos. Siempre pienso que les van a dislocar un hombro. De resto, las semanas se me iban en coser, ordenar la tienda, hacer diligencias, bailar y acostarme con Sebastián. Perfecto.

Un día Jose me preguntó si quería trabajar más, si me hacía falta dinero. Siempre hace falta dinero, le quise responder. Me contó su plan. Tú no decides un día cualquiera dedicarte a limpiar oficinas o coser almohaditas parelelepípedo en un estudio de yoga. No decides hacer ventas por teléfono. No es algo que planeas, sencillamente ocurre, como quedarte calva, como caerte por una escalera, un minuto estás en el descanso de la escalera arriba, y al minuto siguiente estás en el de abajo. No te acuerdas de todos los escalones que pasaste hasta aterrizar donde estás. Como doblarte un tobillo. Estás caminando tranquilamente y metes la pata y listo. Como prender el agua de la ducha y que no salga agua caliente. Se entiende la idea: para esas cosas no hay plan. Sencillamente ocurren. Como enamorarte o terminar sintiendo algo especial por un banquito igual a todos los banquitos de una avenida pero para ti único, está plantado en la mitad de la nada pero para ti integra el triángulo invisible que te define. No lo planeas. Ocurre. Sobre todo, como doblarte un tobillo. Se entiende la idea. No lo planeas.

–¿Te hace falta dinero, Bea? –preguntó Jose. Y listo. ¿Cómo decir que no? Cinco horas tres días a la semana vendiendo planes de internet. Nada complicado, lo haces desde casa y ganas algo de dinero extra. Eres tu propia jefa y lo haces todo a tu manera. Te dan una lista y tu trabajo es cubrirla toda. Llamar a todos los teléfonos. Algo así me dijo Jose. No hay trabajo malo, entendí yo.

Te dan un entrenamiento, claro, y un guión que puedes seguir al pie de la letra si no tienes vena de vendedora. Yo repetía aquello como una oración a San Cayetano, obvio. Cero improvisación. Pero la verdad es una sola: no hay training posible para setenta noes al día. Lo verdaderamente difícil de trabajar en telemarketing son los rechazos. Sin importar cuántos teléfonos marcas cada día, cincuenta, doscientos, un millón, sabes que el noventa y ocho por ciento de esas voces al otro lado quiere verte desaparecer, si pudiera te borraría, ignición espontánea. Pssshhht. No más Beatriz. Por supuesto para tener éxito debes confiar en ti, es decir: debes ignorar esa certeza y manifestar esperanza, tal vez esta es la llamada del éxito, te dices, como para hipnotizarte. Y es como querer convencerte de que la gravedad no existe, como imaginar que lanzas la manzana al piso y no se golpea, sino que sale flotando como un globo. Para animarse también es útil imaginar que la persona al otro lado es un títere de tela. Un títere de esos que se hacen con medias. Te los imaginas tan tiernos sosteniendo el teléfono. ¿Cómo hará esta señora para hablar sosteniendo el teléfono en la boca? No puedes pensar que la persona al otro lado es una persona como tú, que tal vez tiene problemas, que tal vez está triste ese día en el que tú recitas tu cartilla sorda a todo lo demás. Según mi experiencia lo más efectivo es imaginarte el títere, la media y los ojitos plásticos adheridos con goma blanca, el auricular con dificultad sostenido, que no se resbale, cuidado con el auricular.

Si intentan colgarte el teléfono, cumples con tu papel de vendedora indeseada y llevas al cliente atrás, al guión, que no se despiste para así lograr decir todo lo que tienes que decir y de paso sí, le rezas a San Cayetano a ver si el deal se da. Te pones tus audífonos, te sientas frente a una computadora. Y listo, llamas como si de esa llamada dependiera la estabilidad del globo terráqueo. Cuando cuelgas la llamada, la computadora automáticamente llama a otra persona. Cero descanso. Cada día esperaba que llegara la inspiración, la iluminación. Sentir confianza en mí y en el resultado, en la razón de ser de aquel trabajo. Ninguno de estos mensajes divinos llegó.

–Hay algo trashy en todo esto –le decía a Sebas.

–Obvio –respondía.

Cuando la gente me preguntaba sobre mí, sobre mi trabajo, yo decía: soy vendedora. Y cuando me preguntaban de qué, decía que de instrumentos de tortura y sueños. Y de telecomunicaciones. Porque el yoga es una forma de telecomunicación también. ¿O no? Me quedaba viendo a la persona fijamente y decía: de tortura y sueños. Pero en concreto, de telecomunicaciones. Me devolvían la mirada con expresión confusa. Luego yo decía que era un chiste, y agregaba: tal vez todo es un chiste. En el fondo todo da igual. La situación se volvía más incómoda aún y no me preguntaban nada más. Debo parar, me advertía a mí misma. Debes parar. Esto no te beneficia.

Menos mal que teníamos El Triángulo de las Bermudas. Y sobre todo The Gin Mill. The Gin Mill es un pub irlandés que de martes a jueves a partir de las nueve de la noche pone sets de merengue, cumbia, salsa y reggaetón. Tiene una mesa de pool y un tiro al blanco. Por supuesto, está siempre a reventar. Reggaetón, merengue, salsa: you name it, que es como decir tú lo nombras, lo que sea. Te lo bailo. Cuando estábamos muy cansados o muy sudados Sebastián y yo nos sentábamos en una esquinita y nos metíamos mano hasta que yo le decía:

–Basta. A bailar.

En las mañanas nos duchábamos por separado y nos íbamos al Bagel Café. Yo me comía un muffin y él, claro, un bagel.

–Beatriz, lo que te dije ayer es en serio –dijo Sebas una mañana mientras se limpiaba la boca empegostada de queso crema pasándose la lengua por los labios y se chupaba los dedos.

–Gracias –respondí–. ¿Por qué hacen eso?

–Yo igual estoy solo. ¿Qué cosa?

–Tanto queso crema.

–Porque los bagels no saben a nada.

–¿Para qué los pides, pues?

Subió los hombros y dijo:

–Hmmm.

Mientras yo le agregaba una bolsita extra de azúcar al café, que tampoco sabía a nada, él siguió con lo otro.

–Estaría bien bacán. Ya conoces todo. El apartamento y al dueño. ¿No te vas a comer eso? –dijo señalando lo que quedaba de mi muffin.

Se devoró lo que quedaba de mi desayuno en dos mordiscos.

–Uff. La rumba sí da hambre.

Josefina se puso contentísima cuando le dije que me mudaba con Sebastián. Me dijo que podía seguir yendo los domingos a su casa a cocinar y comer de su comida toda la semana. Eso hice. Nos sentábamos, Sebastián y yo, en uno de los dos banquitos de El Triángulo y ahí almorzábamos si no hacía frío. Si no hacía calor.

Un día de noviembre Theresa con hache me habló de la quinta misión.

–Mi sobrina Robin llega mañana. Necesita compañía. Se quedará aquí quince días. Tal vez le puedes enseñar a hablar español.

Por supuesto que nadie aprende a hablar español en quince días. Pero mi respuesta fue:

–Bien. ¿A qué hora la busco?

A las tres de la tarde del día siguiente llegué a la puerta de la casa de Theresa, toqué el timbre, y abrió una muchacha flaquita, blanquísima, de cabello negro y largo, con brazos de fósforo y piernas de gancho, en shorts de bluyín cortos y camisa a cuadros. En la nariz un piercing y los ojos súper maquillados. Kajal. Bien. Vamos bien.

Todo lo que ocurrió, ocurrió en inglés.

–¿Estás lista?

–Umjú.

–Yo soy Beatriz. Vamos a El Triángulo de las Bermudas.

Se me quedó mirando con expresión incierta y desabrida. Es decir: no sé qué quería decir con aquella cara. Igual la llevé. Llegamos al lugar. Entonces descubrí que El Triángulo de las Bermudas no siempre se ve. Es increíble. Nos sentamos en mi banquito. Le dibujé el triángulo en el aire, tal como me había enseñado Sebastián, y su respuesta fue:

–¿Dónde queda la oficina de correos?

Increíble. Vamos mal, me dije. Esto va a ser como el telemarketing. Insistió:

–El correo. ¿Dónde está?

–En la calle de abajo.

–Vamos, pues.

Tenía que enviarle una postal a su novio. Antes tenía que comprar la postal y luego mandar la postal al novio. Fuimos a la tienda de Ezequiel, que quedaba en la vía. Lo encontramos de pie junto a la caja registradora e inclinado ante un papelito, con un pequeño lápiz en la mano. Estaba escribiendo un poema. Eso dijo orgulloso al vernos entrar:

–Estoy escribiendo un poema. Con este llevo ochenta y siete.

Bien.

Robin eligió una tarjeta con un gato peludísimo. Aseguró que era una raza asiática que había sobrevivido a la bomba de Hiroshima. Ni idea. Su novio jugaba fútbol americano y era muy celoso. Su mamá estaba enferma, de una enfermedad sobre la que lo único que supe fue:

–Yo vine a despejarme. El padecimiento de mi madre: lo único de lo que no hablaré.

A ella no le escribió ninguna postal.

Supe luego que Theresa la había mandado a buscar. Tienes que despejar la mente, le había dicho. Sal y despeja tu mente, le había dicho. Y Robin le hizo caso. Cumplió con su palabra. Se dedicó a salir y despejar la mente, es decir que paseó todo el día y no habló de su mamá ni le escribió postales. Se echó en la grama a hablar inglés. Admitiré que mi desenvolvimiento en todo lo referente a la responsabilidad número cinco dejó mucho qué desear.

–Mejor te enseño yo a ti –me dijo Robin el segundo día. –No tendremos clases de español. Yo vine fue a despejarme. Cuéntame todo.

Nos acostamos en la grama del parque frente a la estación a ver las nubes.

–¿Todo?

–Sí. Todo –respondió sentándose y sacando de su bolso un esmalte de uñas negro. Se pintó las uñas de los pies.

No es fácil contar veintitantos años así como así. Pero por algún lado tenía que comenzar.

–Pásame tus pies–. Y me pintó a mí también las uñas.

Pronto tomé una decisión. Si vamos a hacer esto, hay que hacerlo bien. ¿Qué era “esto”? No sé. Solo sé que tomé una decisión: hacerlo bien, y al día siguiente dije a Robin:

–Voy a grabarte historias. Te voy a contar quién soy.

Y eso hice.

Durante esas dos semanas casi no vi a Sebas. No durante el día. Me encontraba con él solo al final de la jornada o en el trabajo. Las diligencias las hacía solo. Yo tenía mi misión: la quinta. Una misión que como ya dije, no cumplí, o no cabalmente.

Cuando no has vivido en un sitio desde siempre, cuando aterrizas así de manera forzosa, la persona que eres es un personaje secundario. La protagonista de esa historia que es la tuya es una extraña, vive una vida paralela que a la vez te pertenece. Es complicado. Si te desconoces a ti misma, si borras parte de tu pasado para no entristecer o para hacerte la vida más fácil, que en este caso son la misma cosa, ¿cómo puedes decirle a los demás quién eres? De paso, ya no eres adolescente, no tienes todo el tiempo del mundo para compartir. Pongamos Andreína y yo, por ejemplo. Pasábamos cuatro y cinco horas pegadas al teléfono conversando sobre cualquier estupidez después de estar todo el día juntas en el colegio. Eso ya no vuelve a pasar. Me escucho diciendo que eso ya no vuelve a pasar y me digo: Bea, te convertiste en una adulta contemporánea. La adultez contemporánea no es una edad, es una manera de ver el mundo. Qué pavosa, Bea. Hay adultas contemporáneas de ocho, quince años. Bea: te veo mal.

Así que cada noche durante las siguientes noches me senté en la cama y me dediqué a contar. Cada grabación debía tener un título. Robin: te voy a hacer una grabación contándote quién soy, claro, fue la primera. Le siguió: Este fue mi primer novio, ya va que enciendo un cigarrillo. Robin: te voy a contar ahora cuándo fumé mi primer cigarrillo y cuándo fumé mi primer tabaco. Los españoles le dicen porro. Creo. Otras: Te voy a contar cómo fue que terminé con mi primer novio y por qué. Te voy a contar por qué no deberías tener un novio beisbolista: nunca tengas un novio beisbolista. Tampoco tengas un novio surfista: insolación segura. Esta es la historia de cuando yo quería un perro y me robaba el de los vecinos. Un día me mordió y salió corriendo y no lo pude rescatar.

–Ahora Robin y yo somos muy amigas –dije a Sebastián un día sentados en mi banquito mientras él armaba un cubo mágico a la velocidad del rayo y yo tomaba un moccaccino de Starbucks.

–¿Y de qué te sirve? Si ya se fue.

Me arrimó hacia él abrazando mi cadera con una mano. Empezamos a besarnos. Posé mi moccaccino a un lado en el banquito y le metí la mano bajo la camisa. Esa noche fuimos al hornito de arepas y luego a The Gin Mill. Al día siguiente nos bañamos juntos. Fuimos al Bagel Café y desayunamos lo de siempre. De Robin, no supe nada más.


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