Diario literario

Diario literario 2021, enero (parte II): Schnittke; el diario de Zweig; Gerhard Richter: la vida de otro

16/01/2021

Fotografía de Alfred Schnittke por Ewa Rudling.

Milán, sábado 9 de enero de 2021

Schnittke: Quinteto para piano

Alfred Schnittke (1934-1998) no es uno de los músicos contemporáneos más populares. No ha conocido la popularidad de Arvo Pärt, Steve Reich o Philip Glass; sin embargo, su producción, al menos parte de ella, debe contarse entre las más permanentes de la segunda mitad del novecientos. No lo sedujo del todo el canto de sirenas del minimalismo, atonalismo, serialismo y otros istmos. Incursionó fugazmente en algunos de estos métodos de composición para regresar a la escritura tradicional. Escribió extensamente para cine (más de sesenta bandas sonoras que desconozco) en su adoptiva Rusia, pero  lo que me interesa ahora es su Quinteto para piano, que escucho en esta mañana de enero excepcionalmente clara en la versión del legendario Cuarteto Borodin con Elisso Virssaladze al piano. Fue escrito entre 1976 y 1977 y es una expresión de aquellos tiempos de ansiedad que siguieron al fin de la guerra de Vietnam y que señaló el colapso de la utopía sesentista. El capitalismo occidental saldría robustecido de la crisis y listo para nuevas guerras y explotaciones, mientras el “socialismo real” abundaba en fracturas y fisuras que lo llevaría a su desaparición una década más tarde. Es inevitable asociar el dramatismo de esta partitura con la música de Shostakóvich, uno de los modelos de Schnittke y a quien dedicaría su breve e intenso “Preludio a la memoria de Dimitri Shostakóvich”. No se trata este Quinteto de una “música para el fin de los tiempos”, pero sí de un apasionado e intenso fresco del mundo emocional que marcó a mi generación desengañada. Los sueños de 1968, sueños eran. Schnittke, contemplando el agrietado tejido de la sociedad soviética, en la cual había vivido más de cuarenta años, escribió esta intensa partitura que parece la más apropiada para nuestros inquietantes tiempos de pandemia.

Milán, domingo 10 de enero de 2021

Las confesiones de Gerhard Richter

En 1967, el artista alemán Gerhard Richter, nacido en Dresde en 1932, presentó uno de sus trabajos más inquietantes. “Ema” fue como lo llamó y presenta a una joven mujer desnuda bajando una escalera. A nadie, en la muestra 16 Neuer deutsche Maler, organizada por la Haus am Waldsee de Berlín a comienzos de ese año, escapó la intención del autor de homenajear a Marcel Duchamp, quien,  en 1912, había pintado su famoso cubista-futurista, “Desnudo descendiendo una escalera”. Los más avisados entendieron que había algo más aparte del homenaje al visionario fundador del arte del siglo XX. En efecto, era la primera vez que Richter introducía el color en la serie de “foto-pinturas”, como se conoció a la dilatada iconografía de Richter modelada en un álbum familiar de fotos en blanco y negro. Richter se había inscrito en una larga ilustre tradición de pintores que, desde el impresionismo, habían puesto la técnica fotográfica al servicio de su pintura. Una diferencia, sin embargo. Degas, por ejemplo, pintó muchas de sus bañistas a partir de fotografías que utilizaba como modelos para sus pinturas. Richter no se basaba en las fotos, sencillamente las copiaba tal cual, modificando apenas el tamaño. Sin embargo, para superar la tentación hiperrealista, las intervenía para que la imagen se presentara borrosa, como en el recuerdo o el sueño. “Ema” era el primero de estos trabajos a todo color, como la fotografía original. Los pocos que conocían la vida privada de Richter, y que sabían que era así como llamaba a su esposa Marianne, se dieron cuenta de que se trataba de su retrato. Más tarde se supo, por boca del mismo Richter, que, poco antes de tomarle la foto, Ema le confesó que estaba embarazada de tres meses. Una circunstancia largamente anhelada después de varias pérdidas.

Richter es conocido por muchas cosas. Entre otras, por su proteico genio, por su maníaca entrega al trabajo y su insistente privacidad. No obstante, en una oportunidad llegó a decir que algunos sectores de su existencia, como los huevos del pájaro cucú, se encontraban dispersos en sus pinturas. Un ejemplo es “Tía Marianne”, de 1965, en la cual, a partir de una foto familiar, vemos a una jovencita de catorce años cargando en sus brazos a un bebé de tres meses. Solo después de muchos años nos enteraríamos de que la chica era la hermana de su madre y el niño el mismo Gerhard Richter. Como bien puede y suele suceder, la tía Marianne tempranamente presentó trastornos mentales compatibles con la esquizofrenia, “ebefrenia”, como también se le conoció aparte del clásico y acertado de “demencia precoz”. En esta condición, la desdichada criatura fue seleccionada para el programa de esterilización masiva adelantado por los nazis para preservar la pureza de la raza aria. Su suerte sería la más trágica: abandonada en algún sucio rincón de un manicomio hasta morir probablemente de inanición en 1945, una más de las 250.000 sacrificadas en uno de los tantos holocaustos ordenados por Hitler. “Tía Marianne” es uno de esos huevos de cucú, fragmentos confesionales en medio de una escritura obstinadamente hermética.

Gerhard Richter, 1970. Fotografía de Lothar Wolleh

Milán, lunes 11 de enero de 2021

Una dulce claridad alpina se abre paso a través de la niebla y se extiende por esta parte de la llanura padana. La música de las cumbres llega a mis oídos como un bálsamo en estos tiempos de indigencia. Todo indica que esta luz bendita se prodigará durante varios días en esta ciudad mientras otras, como Madrid, amanecieron sepultadas por la nieve.

La vida de otro

El alemán Florian Henckel no es el más confiable de los realizadores cinematográficos de su generación. A su talento le debemos la ajustada La vida de los otros y, a su descuido, la imperdonable El turista. Seis años después de su incursión hollywoodense, en 2018, estrenó la inquietante Werke ohne Autor (“Obra sin autor” o “No dejes de mirarme”, dependiendo del país). Se trata de un “bildungsfilm”, que cuenta la vida y formación de un pintor alemán nacido en Dresde a principios de los años treinta. Después de destacarse en el realismo socialista oficial decidió huir a Occidente en 1961, pocas semanas antes de la construcción del muro. Formó parte del brillante grupo reunido alrededor del chamánico Joseph Beuys en Düsseldorf, donde se encontraría con Sigmar Polke. Después de intentar adscribirse a alguna de las tendencias de la vanguardia occidental (abstraccionismo, conceptualismo, arte povera…), un día decidió, siguiendo el ejemplo de Warhol, pintar fotografías, especialmente las familiares, que se trajo en su maleta. Antes de abandonar Alemania Oriental, se había casado con la hija de un eminente ginecólogo asociado estrechamente con la SS. Sus foto-pinturas serían bien recibidas por el mercado y se dedicaría a ellas durante los próximos cinco años, cuando decide incursionar en la abstracción. Es probable que la última de estas obras haya sido la de su esposa en la escalera. La narrativa del film de Henckel se detiene allí, a mediados de los años sesenta. No se puede argumentar que cualquier parecido sea pura coincidencia. Se trata, en efecto, de la vida de Gerhard Richter, que Henckel pretende presentar como la vida de otro. La película tiene una primera parte notable y una segunda donde sentimos la ausencia de un buen amigo con unas tijeras. Para su guion, el realizador alemán se sirvió de la biografía no autorizada del pintor escrita por el  periodista Jürgen Schreiber: Ein Maler aus Deutschland. Gerhard Richter. Das Drama eine Famille (Pendo Verlag 2005).

Milán, miércoles 13 de enero de 2021

Luz y plumas

Una mañana espléndida con su luz que quiero que me recuerde las de Caracas o Valencia en esta época del año. Aquí, tal vez más clara y sin la salina sensualidad del Caribe. En esta ciudad, por el contrario, siento el llamado de las montañas blancamente heladas que parecen al alcance de la mano. A causa de las cuarentenas este año no hemos pasado, como en los últimos diez años, una breve temporada al pie de los Alpes. Respiro en esas ocasiones el dulce aire de las cumbres, camino a la sombra de los altos pinos y me siento más ligero, casi flotante en la euforia de un sol transparente y una luz líquida. Si tuviera que escoger, sería un muñeco de nieve en lugar de un castillo de arena.

No sé si por el frío o el confinamiento o una forma leve del corona, como la que me afectó en octubre pasado, pero mis plumas han adoptado un comportamiento extraño, una conducta errática. De las cinco plumas con las que viajo, dos Delta, dos Waterman y una Lamy, sólo la última, alemana al fin y al cabo, ha seguido cumpliendo con su deber. Por fortuna, mi estupendo cuaderno Oxford (hecho en Francia, como su nombre indica) se siente bien con el trazado del instrumento. Y ha sido siempre así en las relaciones franco-alemanas. La pluma escribe y el cuaderno copia.

Caracas-Milán

Cumplo tres meses de confinamiento en esta ciudad, que prolonga los siete de Caracas. En dos meses será un año, y contando. No es probable que la pandemia sea erradicada en lo inmediato, y cálculos no especialmente pesimistas dilatan hasta otoño el estado de vida parcial en el que vivimos. Pero que, parcial y todo, sigue siendo vida.

Los diarios de Zweig

Me precisa desde Caracas Andrés Boersner, especialista en Zweig en particular, y en los diarios, en general, que, a pesar de sus capacidades poligráficas, el difundido escritor austríaco no sintió la pulsión diarística de contemporáneos como Musil o Kafka. Tampoco la tuvo su colega y amigo, el genial Joseph Roth. De acuerdo con Andrés, autor de un estudio sobre los formidables diarios del venezolano Rufino Blanco Fombona, lo que se conserva de Zweig es lo que publicó Fischer Verlag. El Tagebücher de 659 páginas, un tercio de las cuales corresponden a la introducción y notas del editor. No conozco ninguna publicación en castellano, mientras que la francesa que tengo entre mis libros se trata de una selección. Estamos de acuerdo en que no fue Zweig uno de los grandes diaristas del siglo XX (Bloy, Léautaud, Pozzi, Gide, Woolf, Jünger, Mann, Kafka, Flaiano, Musil, Pessoa…), y tendríamos que acudir a su formidable correspondencia para conocer los detalles de su acontecida existencia. Termina Andrés encomendándose a sus dioses para que en Francópolis (es como se refiere a la capital española), los eventuales traductores del breve pero interesante diario de Zweig se eximan de los chocantes madrilismos que con frecuencia distorsionan sus traducciones.

Stefan Zweig, 1931. Fotografía de Trude Fleischmann (DP)

Milán, jueves 14 de enero de 2021

Pasado sin fin

El pasado reciente de Alemania no termina de pasar. La resistencia a enfrentar seriamente lo ocurrido en el país, por lo menos desde 1914 hasta 1989, ha sometido a la población tudesca, primero de un país dividido y luego reunificado, a una ignorancia que tiene tanto de culpa como de negligencia. Para los alemanes no hay sorpresa que asombre. Cada nueva revelación de lo ocurrido es asumida con resignación y vergüenza. Fassbinder dedicó lo mejor de su producción a actualizar la culpa y el olvido. No fue el único. También Schlöndorff y von Trotta, y ahora Christian Petzold y Florian Henckel, entre otros. En literatura, muchos lo hicieron, Christa Wolf, Böll y Grass son apenas los más conocidos. A pesar de que es mucho lo que se sabe, no es menos lo que no se sabe. Ni se quiere saber, por lo que parece. En 2005, el influyente periodista alemán (autor de un libro sobre Che Guevara) Jürgen Schreiber publicó una biografía de Gerhard Richter, uno de los artistas más cotizados por galerías y casas de subasta. Schreiber contó, en principio, con la colaboración del biografiado, quien, a lo largo del 2004, concedió una serie de entrevistas que le sorprendieron por su tono confesional, algo nada obvio en un hombre tan secretista como el pintor de Dresde. Escribe Schreiber al comienzo de su documentado estudio biográfico:

Como le ocurre al restaurador, el original emerge poco a poco bajo el barniz. El sufrimiento, la fatalidad y el desespero exceden lo que hasta ahora él recordaba. Los detalles familiares se producen con una profusión inquietante. No lo había considerado, ahora será necesario abrirse a la realidad. Fueron entrevistas que profundizaban sobre el ayer y el hoy, sobre el pasado en el presente… 

Apenas publicada, un año más tarde, Richter la desautorizó públicamente, acusando al escritor de empeñarse en encontrar referencias biográficas donde no las había. En realidad, lo que había hecho el sorprendido Schreiber era acogerse a la ambigua teoría de los huevos de  cucú propuesta por artistas. Por el contrario, Richter ha debido expresar su agradecimiento al biógrafo. En efecto, a sus revelaciones, Richter, en apariencia, debe el conocimiento, si no la confirmación, de una dolorosa sospecha. De acuerdo con la cual su suegro, el profesor Heinrich Eufinger, eminente ginecólogo y destacado miembro de la SS, había autorizado la esterilización de la joven tía Emmanuelle lo que equivalía a una condena a muerte. No obstante, las relaciones entre ambos nunca dejaron, ni pasaron, de ser cordiales, al menos es lo que se desprende del tratamiento que Herr Eufinger recibió del artista en las diversas foto-pinturas que le dedicó.

Milán, viernes 15 de enero de 2021

Vuelven los días grises al valle del Po, pero sigo agradeciéndole a los dioses los tres días iluminados que nos concedieron a principios de semana.

El drama de una familia

La obsesiva “voluntad de orden” de los nazis se expresó incluso en el registro del macabro programa de esterilización y eliminación de los enfermos mentales. Algún distraído lector de Platón habría percibido la naturaleza religiosa de aquella actividad homicida. En efecto, en alguna línea de su Timeo había considerado el griego la “voluntad de orden” como una de las pruebas de la existencia de Dios: “Efectivamente, Dios, en su deseo de que todas las cosas fueran buenas y que nada, en la medida de lo posible, fuera malo, contemplando cuanto era visible y que permanecía en movimiento, y se movía de manera confusa y desordenada, introdujo el orden en aquel desorden, considerando que esto era lo mejor” (Tim, 29E-31A). Es escalofriante la lectura del detallado capítulo donde Schreiber, con profusión de detalles, da cuenta de la pulcritud, de la obsesiva racionalidad con la cual eran llevados los registros. Creo recordar que Hannah Arendt advertía este compromiso de la razón en las irracionales actividades del lager. Antes, es probable que Adorno y Horkheimer tomaran como ejemplo de “razón instrumental” esto que llamo voluntad de orden. Más que una biografía del artista Gerhard Richter, que sólo en parte lo es, el libro de Jürgen Schreiber es una crónica abundosa en detallismos y tal vez reiteraciones, del drama, en realidad tragedia, de una familia alemana de la cual el más conocido de sus miembros es Gerhard Richter.


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