Artes

Diario literario 2019, julio (parte 1)

06/07/2019

Astor Piazzolla, (1989). Fotografía de Susana Mulé | Flickr

Milán, lunes 1 de julio de 2019

Piazzolla en Clos de Vougeot

La semana pasada, en los legendarios espacio de Clos Vougeot, en Borgoña, se realizó el doble concierto Vivaldi-Piazzolla, a partir de las versiones de las “Estaciones” de ambos maestros. De I quattro stagioni vivaldianas se encargaron solistas de la Ópera Metropolitana de Nueva York en número de siete, de acuerdo con la disposición de Vivaldi, quienes ofrecieron una fina interpretación, más cerca de la nueva manera defendida por intérpretes contemporáneos como Fabio Biondi, que la del más convencional Félix Ayo y sus conocidos I musici. Con esta lectura se sintió más actual y cercana la espléndida música del veneciano; y, de esta manera, más ajustada al diálogo con las Estaciones porteñas de Piazzolla interpretadas por el Quinteto del mismo nombre.

Por primera vez, en los cincuenta años que llevo escuchando al argentino, sentí que su música, como todo el tango, es la dilatada partitura de un alma en el exilio escrita por un Ulises que nunca regresaría a Ítaca. Tal vez esto no sea más que una de esas proyecciones de los psicólogos, y el exiliado sea yo; pero toda la nocturnidad y soledad urbana, toda la imaginería de la mítica Buenos Aires, en las horas pequeñas de la mañana que hablan de destierro, de la nostalgia del exilio sin fin, todo eso, y más, se cuenta y canta en estas Estaciones porteñas. Se trata de una vieja experiencia, un sentimiento que Piazzolla hace nuevo con sus percusiones y disonancias, continuando el desgarramiento fundador de otros “desterrados”: “El Polaco” Goyeneche y “El Italiano” Troilo (todos, sin embargo, nacidos en la gran urbe). Una connotación que es igualmente intensa en otras composiciones como Adiós Nonino, su amorosa despedida ante la muerte del abuelo italiano. El Quinteto Piazzolla fue claro en su exposición de la esencia de la música del maestro; ese élego del alma en destierro que, no obstante, como en los compases finales de la cuarta de las «Noches porteñas», encuentra que la vida es lo más cerca al paraíso, que está permitido conocer y qué deberíamos entender como divino consuelo para nuestra existencia de reiterados cambalaches.

Juan Sánchez Peláez

Milán, martes 2 de julio de 2019

Juan Sánchez Peláez en Italia

Siempre he asociado el nombre del gran poeta venezolano con la ciudad de Génova. Será porque en una ocasión, mientras pasaba unos días en la Valencia venezolana, hacia 1968, entre sorbos de escocés y la humareda de cigarrillos sinfín, Juan me habló con nostalgia de su breve paso por la ciudad Ligure. De aquellas, todavía hoy, mágicas callejuelas portuarias con sus aromas a alcohol marinero y a casas con linternas rojas. Me reveló que había sido el locus favorito de Dino Campana, el alucinado poeta que escribió estremecidas líneas sobre la ciudad:

Poi che la nube si fermò nei cieli
Lontano sulla tacita infinita
Marina chiusa nei lontani veli,

E ritornava l’anima partita.

 

Para ese entonces, desconocía yo los detalles de la desgarrada existencia de Campana, y solo después entendí el tono de empático dolor con el cual Juan se expresaba. Hablaba del cómo de un amigo infortunado, uno de esos seres a los cuales Dios enloquece para luego destruir. No tengo aquí las poesías de Juan, pero recuerdo que en uno de sus textos recuerda a Campana, para siempre uno de sus poetas preferidos. No fue la única ciudad italiana que conoció el venezolano (“No me gusta Roma, hay demasiados curas y monjas”), pero es la que asocio con su existencia errabunda (Santiago de Chile, Bogotá, París, Nueva York, Madrid). Para nada Milán, por lo menos hasta ayer, cuando adquirí la última entrega de Poesia. Mensile internazionale di cultura poetica, una de las publicaciones especializadas más distinguidas de Europa, siempre generosa con los poetas extranjeros poco conocidos, o desconocidos del todo, para el lector italiano. En este número, dos de los poetas seleccionados son la polaca Ewa Lipska y Juan. El joven poeta suizo Jordi Valenteni es el autor de la selección y versiones, casi siempre ajustadas y, como es natural en toda traducción, alejadas de la musicalidad original. En este caso es especialmente lamentable, tratándose de la melopeia más exquisita escrita alguna vez en Venezuela. Esta es la versión que realizó de “Profundidad del amor”, escrito hace casi setenta años y todavía tan vivo como cuando lo recogió en Elena y los elementos de 1951:

Le lettere damore che scrissi nella mia infanzia erano
memoria
Di un futuro paradiso perduto. La rotta incerta della mia
Speranza stava segnata sulle colline musicali del mio
Paese natale. Quello che io inseguivo era la cevca fragile, il levriero,
Effimero, la bellezza della pietra che si transforma in angelo.

 

Non muoio più di fronte al mare affogato dei baci.
All’incontro delle città:
Per guida le caviglie di un’immaginata architettura
Per alimento la furia del figlio prodigo
Per antenati, i parchi che sognano nella neve, gli
Alberi che incitano la più grande malinconia, le porte
Di ossigeno che fa tremare la bruma calda del sud, la donna
Fatale la cui schiena si inclina dolcemente nelle riviere
ombrose
.

 

Io amo la perla magica che si nasconde negli occhi dei
Silenziosi, il pugnale amaro dei taciturni.
Il mio cuore si fece barca della notte e custodia degli oppresssi.

 

La mia fronte e largilla tragica, la candela mortale dei cadutti,
La campana delle sere dautunno, il velame diretto verso il porto meno venturoso
O al piu defraudato dalle raffiche della tempesta.
Io mi vedo faccia al sole, di fronte alle baie mediterranee, voce
Che fluisce da un prato di ucelli.

 

Le mie lettere damore non erano lettere damore bensi viscere di solitudine.

 

Le mie lettere damore furono sequestrati dal falchi
Oltre marini che attraversano gli specchi dellinfanzia.
Le mie lettere damore sono offerte di un paradiso dei corteggiane.

 

Che accadra piu tardi, per no dire domani? mormora il
Vecchio decrepito. Forse la morte sibila, di fronte ai suoi occhi
Incantati, la piu bella ballata damore.

 

En su introducción, Valentini, con un fino sentido crítico que lo lleva a ocuparse más de la forma que de lo que supuestamente dice el poeta, supo intuir el antecedente del poema en prosa de Ramos Sucre en la sintaxis de Juan:

Los versos de Sánchez Peláez, en ocasiones larguísimos, se aproximan
a la prosa poética, tienden a una musicalidad basada en repeticiones,
evocaciones continuas de una imagen obsesiva que ata la poesía a su
núcleo. Con frecuencia, este núcleo llega a expresarse en líneas más breves,
que después se despliegan con formas de expresión más amplias que
aspiran a abrazar una dimensión totalizante.

Aunque Dino Campana murió en 1931, me gusta imaginármelo caminando al lado del joven Juan Sánchez Peláez; deambulando por las callejuelas oscuras y perfumadas del puerto de Génova, en pos de una damisela fugaz que, en la noche Ligure, entrega al otario más dispendioso el riesgo de sus furtivos besos.

Sean Scully. Fotografía de konradfiedler | Flickr

Milán, jueves 4 de julio de 2019

Sean Scully en Villa Panza

Hace un par de décadas, Sean Scully, para mí el más interesante de los artistas norteamericanos en actividad, declaró que “la emoción y no los sentimientos era el objetivo de sus búsquedas”. Algo que ha podido decir hace cincuenta años o apenas unos días. Incluso en su periodo “geométrico”, no mi preferido, la emoción se manifestaba en los lienzos de manera muy discreta, disimulada, bajo la apariencia de diminutas e inquietantes manchas que cuestionaban la simetría en la cual se fundamenta ese modo expresivo. Se trataba de una velada forma de transgresión, uno de los atributos sostenidos a lo largo de su dilatada iconografía. Incluso en Back and Front, uno de sus trabajos más reconocidos y emblemáticos, donde, de la manera menos hermética, se siente el sentido profundo de su escritura; es evidente esta voluntad de cuestionar las llamadas ideas recibidas.

En sus seis metros por tres se integran, de la manera más disonante, once telas que se critican entre ellas; nada hay que las complemente o las integre; una calculada disociación evita cualquier forma de unidad convencional. No obstante, como decían los Schlegel de Shakespeare, hay una sostenida emocionalidad que les otorga una distinta y menos tradicional unidad. La suya es una plástica en permanente movimiento, como son nuestras emociones. Al final, son once maneras de representar, en una síntesis superior, el dramatismo, la orfandad, la soledad y el destierro del alma moderna: en su intenso dramatismo la pieza es de una abrumadora belleza. “Me costó convencerme de que pinturas tan bellas fueran grandes obras de arte”, expresó no hace demasiado unos de los mejores especialistas en la obra del maestro, “pero ahora siento su grandeza por todas partes”.

Scully es un hombre del ’68 (nació en 1945) que vivió con intensidad acrítica la experiencia de su generación. Del optimismo utópico y libertario, a la amargura del desengaño convertida en tragedia con la muerte de su hijo de diecinueve anos. Scully se ha encargado en mantener viva la gloriosa tradición norteamericana del arte abstracto. Una tendencia no favorecida por el actual mercado, fanático de cualquier figurativismo y que, sin embargo, ha producido dos de los más reveladores artistas contemporáneos: Gerhard Richter y Sean Scully. Como Como Mark Rothko, uno de sus recocidos antecedentes, Scully insiste en explorar las infinitas posibilidades del color, ya no como estímulo de una operación puramente retiniana, sino como instrumento para expresar el oscuro y brillante universo de la psique profunda. Lo que exige y consigue de la escala cromática es una expresión controlada, clásica de la compleja emocionalidad en toda su trágica esencia. No son muchos los que lo han logrado. Van Gogh y Rothko son dos de ellos; Sean Scully es otro. Sus ochenta piezas, desplegadas en los nobles espacios de Villa Panza (Varese) no hacen más que confirmarlo.

Platón y la tiranía

El gran griego quien, de acuerdo a André Glucksmann, entendió la filosofía como la “ciencia de los hombres libres” conoció de tiranías y casi fue una de sus víctimas, escribió en una de sus cartas:

La tiranía no es un bien ni para el que la ejerce
Ni para el que la padece; no lo es ni para los hijos
Ni para los descendientes de los hijos: al contrario,
Se trata de una experiencia de la absoluta ruina.


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