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Diario literario 2024, diciembre (parte III): Simenon, Julio César de Shakespeare, Leo Perutz, las nieves de Villon

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21/12/2024

Estatua de Georges Simenon en Lieja, Bélgica

Milán, lunes 16 de diciembre de 2024

Simenon

No es la primera vez que me refiero a Georges Simenon en estos cuadernos. Hará una decena de años le dediqué unos comentarios a propósito de la lectura de su estupenda autobiografía, una recomendación de su admirador, mi amigo y librero Andrés Boersner. Y, en fecha más reciente, incluí una reseña de una de sus novelas. Siempre me ha impresionado la sinceridad de su prosa. Un atributo que no fue el más conspicuo entre sus colegas del siglo XX, obsesionados casi siempre por un formalismo que llegaría a hacerlos ilegibles. Pero, ser entendido puede ser una marca del genio. Simenon, a pesar de ser respetado por Gide o Camus, no pasó de ser considerado como un buen escritor de policíacos. En una época, cuando joven, participé de este dislate. Con el tiempo fue superando lo que considero una alienación y me adapté a los cambios de sensibilidad de los nuevos tiempos, que “descubrían” dormidos ingenios como los de Joseph Roth, Sándor Márai o Georges Simenon. El azar esta vez me ha presentado dos de sus setenta y seis novelas dedicadas al inspector Maigret. Una feliz ocasión que coincide con el estreno, en Inglaterra, de una nueva serie para televisión. Lo bueno de Simenon es que uno siempre descubre una novela que no ha leído. Esta vez la suerte vino por partida doble.

Muerte de Brutus. Ilustración de «Julio César» de William Shakespeare, Acto V, Escena V. Henry Fuseli. 1783

Milán, martes 17 de diciembre de 2024

El Julio César de Shakespeare (1)

A pesar del éxito de público, Shakespeare no alcanzó a ver publicada su Julio César. La pieza fue estrenada en 1599, y sólo sería impresa como parte de sus obras completas en la preciosa edición in folio de 1623. Eran tiempos de ansiedad en Inglaterra. La reina no tenía descendencia y se negaba tercamente a escoger sucesor. Nadie había olvidado que una situación parecida estuvo en el origen de la costosa guerra civil, la Guerra de las Rosas, que había enfrentado a los Lancaster contra los York a lo largo de varias décadas. En esta oportunidad, la política no era disociable de la religión, y protestantes y católicos se creían con derecho al trono. Los últimos se sabían disminuidos después de la muerte de María Estuardo, y los protestantes no estaban dispuestos a ceder el cetro conquistado y asegurado gracias a la voluntad de Isabel. La ansiedad generalizada se agravaría en este mismo 1599 con la tragedia de Robert Devereux. En efecto, este favorito de la corona, el poderoso conde de Essex, desoyó, o no conoció, la advertencia del poeta hispano que había escrito:

Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y al más astuto salen canas.

No tenía canas la cabeza de Essex cuando rodó en el patio de la Torre de Londres después de haber sido condenado a muerte por la misma Isabel que lo había llenado de prendas. Todavía le quedaban cuatro años de reinado a la hija de Enrique VIII, y el futuro era inseguro. Los Tudor, la dinastía fundada por Owen Tudor que, en un giro dialéctico de la historia, había desplazado a los Lancaster y los York, y que tuvo en Enrique VIII a un digno sucesor, había llegado a su fin. El fantasma de la guerra civil una vez más recorría las húmedas callejuelas de la capital británica.

En el continente, en especial España y Francia, el absolutismo seguía siendo el modelo político más idóneo para mantenerse en el poder durante el turbulento período de las guerras religiosas. No obstante, el desarrollo de ambos países no podía ser más asimétrico. Mientras el talento político de Enrique IV había pacificado el país favoreciendo el crecimiento económico, en España el poder absoluto había propiciado una decadencia que se mantendría durante siglos. Los españoles en su arrogancia (la expresión es de Cervantes) se negaban a reconocer que menos difícil es tener un imperio que administrarlo. Después de la muerte de Felipe II, cuya amarga herencia fue una deuda impagable, Felipe III, desoyó las voces de los “arbitristas”, quienes insistían en la necesidad de una modernización de las finanzas. El monarca no pudo limitar la injerencia de la iglesia en la toma de decisiones. La decadencia imperial, que se había vislumbrado a finales del largo reinado de Felipe II, se convirtió en una fatalidad. Felipe III fue el primer monarca de la Decadencia oficial, la cual, habida cuenta de las dimensiones colosales del imperio, se prolongaría durante los próximos trescientos años. Paradójicamente, son los tiempos del Siglo de Oro, cuyos dramaturgos produjeron una obra que es lo único, con la pintura, que se mantuvo al nivel de la literatura que se escribía en la Francia de Molière y Racine, y en la Inglaterra de Marlowe, Shakespeare y Donne.

Ilustración de «Julio César» de William Shakespeare. Edición de Robert Reikes, S. XIX

Cuando, en 1599, Shakespeare estrena su Julio César, la situación del teatro en Inglaterra sólo puede ser emulada con la del teatro ático en tiempos de Pericles. Como en Grecia, la experiencia teatral inglesa involucraba el interés de la corona, de las clases medias emergentes y de todo el que pudiera costearse el ingreso. Por primera vez en la historia, autores y comediantes podían vivir con los ingresos producidos por el espectáculo. Las salas públicas compartían con las privadas un público cuya avidez no ha sido emulada. En 1598 se inaugura El Globo, apenas el más reciente de los teatros públicos cuya capacidad era mayor que la de cualquier sala contemporánea. Las funciones eran diarias y la producción de los dramaturgos era la más activa. Solamente Shakespeare estrenaba dos piezas al año. A Londres, como hoy a las grandes casas de ópera en todo el mundo, se viajaba para asistir a alguna de las funciones de sus famosas salas. Este es el recuento de uno de esos viajeros, un médico suizo, después de asistir, precisamente, a una función de Julio César:

Después de almuerzo, el 21 de septiembre (de 1599) cerca de las dos de la tarde, cruce el Támesis con mis acompañantes, y en la casa con techo de paja (El Globo) vimos una excelente representación de la tragedia del primer Emperador Julio César con más de quince actores. Después de la obra, como es su costumbre, presentaron una elegante y curiosa danza, dos vestidos con trajes de hombre y dos con trajes de mujer.

Milán, miércoles 18 de diciembre de 2024

Adiós otoño

También el otoño, en estos países del norte, como la primavera y el verano, ha llegado a su fin. Y lo ha hecho de una manera brutal y desconsiderada. En dos días será solsticio y los días seguirán siendo más breves. Todo ha ocurrido con una rapidez alucinante. Y me deja confundido y desolado, como siempre. Me siento, más que nunca en esta fecha, como Vladimir o Estragón, esperando a Godot, esperando que el otoño comience otra vez para estar más atento al paso de los días, para seguir más de cerca la advertencia de Horacio y carpe diem. Comenzó la estación el 21 de septiembre, un día sábado que aproveché para visitar la gran retrospectiva dedicada a Valerio Adami en Palazzo Reale. Por alguna razón, no escribí nada en este diario, pero los días anteriores se los dediqué a homenajear a la desaparecida Patrizia Cavalli con una serie de traducciones de su poesía. Comenzó bien, entonces, el otoño. Ahora, quisiera terminar el de este 2024 con algún otro poeta. Con la poesía todo va bien, incluso el amargo paso indetenible del tiempo.

Nachtmusik

Me consuelo escuchando una de mis piezas favoritas de Mozart que, en una época, hace mucho, cuando vivíamos en Nueva York, escuchaba casi a diario en una versión olvidada: su Serenata para vientos K. 388, para 2 oboes, 2 fagots, 2 cuernos y 2 clarinetes, escrita entre 1781 y 1783. Alguien la llamó Nachtmusik (Música nocturna), pero no siento ninguna “nocturnidad”. Lo contrario, su primer movimiento, el allegro, me parece de lo más luminoso. La que escucho es una versión que, y es imperdonable, no conocía, dirigida por Nikolas Harnoncourt, que no estaba grabada en aquellos años- Sólo él podía encontrar tanta dulzura en la fría superficie de los bronces. Todas las estaciones del año parecen alternarse en esta partitura, desde el tibio verano de su Salzburgo natal, hasta el elegante frío de aquella Viena que al final lo dejó mortalmente solo.

Primera página de «Julio César» de William Shakespeare (second folio). 1632

Julio César (2)

Nadie está seguro de las razones de la escogencia de Julio César por parte de Shakespeare. Nada nuevo. Ni siquiera sabemos si fue quien escribió los 38 inmortales dramas del canon. Me acojo, como siempre, a una tesis contextual que quiere que lo hizo animado por las dificultades políticas de su tiempo. El envejecimiento de Elizabeth, el fantasma de la guerra civil, la caída de Essex. Siempre fue un buen súbdito el poeta de Stratford. Y a la historia de su país dedicó su irregular serie de piezas históricas. El genio de Shakespeare como empresario no era menos a sus dotes de poeta. Había invertido su fortuna en la construcción de The Globe y el asunto de la taquilla no estaba fuera de sus preocupaciones. Julio César era el tema ideal para obtener buenas entradas. El problema de la sucesión había sumado actualidad a uno de los personajes más actuales de la historia de Occidente. La profesora Maria Wyke ha sido sólo la última en ocuparse de este asunto, el de la permanencia de la figura del general romano en el imaginario europeo durante la Edad Media y el Renacimiento. Para la concepción monárquica del poder, que fue dominante durante un milenio, la figura del rey, santificada por el derecho divino, era imprescindible. La aspiración a la corona por parte de Julio César era legítima y necesaria. Haberlo asesinado por la más virtuosa de las aspiraciones se consideró un magnicidio no demasiado distinto al martirio de Cristo. La incorporación de la figura de Julo César a la leyenda cristiana ha sido escrupulosamente precisada por la profesora Wyke:

En la literatura medioeval muchos rasgos de las antiguas biografías de César  fueron objeto de una caballeresca transformación. Las circunstancias únicas que rodearon la muerte de Césa no escaparon a sus cronistas de la Edad Media ni a los poetas…  De acuerdo con viejas tradiciones, por ejemplo, algunos caballos que César  había ofrendado a los dioses no pastaban, sino que lloraban copiosamente; un toro que César estaba sacrificando no tenía corazón… de noche, grandes luces fueron vistas en el cielo y horribles sonidos fueron escuchados… Algunos de estos prodigios recuerdan los que, según las sagradas escrituras, marcaron la crucifixión de Cristo, anunciando al Segunda Llegada. Generando una conexión más explícita entre César y Jesucristo, los asesinos de César -Brutus y Casio-, fueron condenados en la Edad Media por haber traicionado la más alta autoridad sobre la tierra, la propia contraparte de Dios. Para terminar, las reliquias de César se convirtieron en objeto de veneración. Las guías medioevales llamaban la atención de los peregrinos hacia un obelisco de granito rojo frente a la catedral de San Pedro, donde según la tradición, en la punta se encontraba una esfera de bronce con los restos cremados de Julio César”.

Globe Teather. Grabado anónimo. 1612

Para 1599, cuando en The Globe se estrena la tragedia de Shakespeare, el otoño de la Edad Media no había pasado del todo. No estamos en algunas de la repúblicas italianas del XV, donde la racionalidad se había impuesto desde tiempos de Maquiavelo. El Renacimiento en Inglaterra fue tardío e incompleto. El Julio César del imaginario de los ciudadanos de Londres que asistieron a las representaciones, estaba más cerca de la leyenda que de la realidad histórica. Una leyenda que emparentaba al fundador de la ciudad, de origen troyano, con Julio César, descendiente de Eneas. Y aunque es improbable que conocieran la Divina Comedia, les habría gustado saber que Dante en el último círculo de su Inferno a los dos traidores que más daño han causado a la humanidad: Bruto por haber traicionado a Julio César, y Judas por haberlo hecho con Cristo. Por lo demás, no era la primera ocasión en la que la historia del “primer emperador” era llevada al escenario. Casi todas perdidas, o conservadas fragmentariamente, desde 1581, dieciocho años antes de la de Shakespeare, se registraron piezas que trataban el tema. Nunca sabremos cuántas de ellas conoció Shakespeare. No obstante, es seguro que The Mirror for Magistrates, una colección de poemas sobre la vida hombres ilustres del pasado, siguiendo el modelo de Boccaccio, fue uno de los textos que tuvo el Bardo en cuenta cuando escribió, y no publicó, una de sus piezas más difundidas.

Leo Perutz

Milán, jueves 19 de diciembre de 2024

Leo Perutz

Regreso de la biblioteca con tres libros prestados. Uno es la preciosa, mi preferida, edición Arden del Julio César en inglés. La Arden es una de las más respetadas versiones modernas del canon shakesperiano. Fue iniciada después de la Gran Guerra por eruditos profesores británicos buscando una salida a la hegemonía del Cambridge Shakespeare a cargo del infatigable J. Dover Wilson. Entre otras virtudes, la de Arden es un proyecto que se renueva cada dos o tres décadas con el concurso de nuevos especialistas. Para los que nos hemos ocupado del Bardo en el aula es, no hay que decirlo, inevitable. Mi colección completa se quedó en Venezuela por lo que me produjo no poca alegría encontrar el dedicado a Julio César en la Biblioteca de Milán. El mejor atributo, las bibliotecas, con sus museos y parques, de las grandes ciudades.

Los otros dos libros son novelas de Leo Perutz, en las cuidadas traducciones de la editorial Adelphi, que dirigiera desde su fundación el lamentado Roberto Calasso. Se trata de El maestro del juicio universal y El caballero sueco, la última de sus ficciones. Hoy menos conocido de lo que merece, durante un tiempo fue un consentido de escritores como Jorge Luis Borges, quien fue su amigo y admirador, y a quien debemos las primeras publicaciones de Perutz en castellano. Hace unos cuantos años publiqué una reseña de otra de sus novelas, ¿A dónde vas manzanita?, una historia que parece escrita con la asistencia de Dostoievsky y la supervisión de Conrad, sobre uno de los más implacables vengadores desde los tiempos de las “Revenge Plays” isabelinas. Dos buenas lecturas para lo poco que queda de esta Navidad 2024.

“Balada de las damas del tiempo pasado”. Manuscrito de Estocolmo.

Milán, viernes 20 de diciembre de 2024

Ballade des dames du temps jadis

La “Balada de las damas del tiempo pasado” es uno de los poemas más queridos de la tradición occidental. Escrita en octosílabos con un “envoi” final de cuatro versos, el último de los cuales retoma el refrán “Mais où sont les neiges d’antan”, una versión del clásico ubi sunt de los latinos. Su sentida nostalgia; su melancolía por todo lo que es humano; la queja del alma desamparada; la “adagiosa” musicalidad de su francés; su fatalidad, en fin. Fue escrita por François Villon hacia 1461 e incluida en su póstumo Testamento. No recuerdo, ni lo tengo a mano, como no tengo el resto de los libros de mi biblioteca, exiliada de mí en Venezuela, lo que dice del poema Johan Huizinga en su inevitable El otoño de la Edad Media, pero fue Villon una de las fuentes de su inspiración. Escribió el sabio holandés que los últimos tiempos del moribundo medioevo produjeron, en la sensibilidad europea, un sentimiento de tristeza, de incertidumbre, que es posible sentir en la iconografía y literatura pre-renacimental. Algo no muy distinto a la confusión sentimental que nos tocó vivir a finales del pasado milenio. La balada está escrita en típico francés medioeval, todavía ajeno a la sofisticación del idioma de los vates del Renacimiento, como Du Bellay. Sin embargo, su musicalidad es de las más admirables de la lírica francesa, como la de Ronsard o Verlaine. Aquí, en el original, seguido de un borrador de mi versión en verso libre al castellano:

 

Dites-moi, n’en quel pays,
Est Flora la belle Romaine,
Archipiadé, ne Thaïs,
Qui fut sa cousine germaine,
Or Écho, parlant quant bruit on mène
Dessus rivière ou sus étang,
Qui beauté ot trop plus qu’humaine?
Mais où sont les neige d’antan?

Où est la très sage Hélöis,
Pour qui châtré fut et plus moine
Pierre Esbaillart à Saint-Denis?
Pour son amour ot cette essoine.
Semblablmenet, où est la roine
Qui commanda que Buridan
Fût jeté en un sac en Seine?
Mais où sont les neiges d’antan?

La roine Blanche comme lis
Qui chantoit à voix seraine,
Berthe au grand pied, Biétrix, Alis,
Harenburgis qui tint le Maine,
Et Jeanne, la bonne Lorraine
Qu’Anglois brûlerent a Rouen:
Où sont-ils, où Vierge souvraine?
Mais où sont les neiges d’antan?

Prince, n’enquerez de semaine
Où elles sont, ni de cet an,
Quà ce refrain ne vous remaine:
Mais où sont les neiges d’antan?

 

BALADA DE LAS BELLAS MUJERES DE ANTAÑO

 

Díme, ¿en qué país
vive Flora, la bella romana,
Arquipíades y Thais,
su prima hermana?
¿O Eco, que replicaba cuando, lejanos,
llegaban sonidos sobre mares y ríos,
y cuya belleza era más que humana.
Dime ¿dónde están las nieves del año pasado?

¿Dónde está la sabia Eloísa,
por la cual, antes de ser ordenado,
Abelardo fue en Saint Denis castrado?
Por amor tuvo este destino.
¿Y dónde está la reina
que ordenó que al Sena
fuese en un saco Buridán arrojado?
Dime ¿dónde están las nieves del año pasado?

Y, como el lirio, Blanca, la reina,
que cantaba con voz de sirena,
y Alicia y Beatriz y de bello pie Berta,
y Herenburgis, señora del Mena,
y Juana, doncella de Lorena,
por los ingleses en Ruan quemada,
¿dónde están, dónde, oh Virgen soberana?
Dime, ¿dónde están las nieves del año pasado?

Príncipe, no preguntes esta semana
dónde fueron, ni todo el año,
que este dicho te será siempre recordado,
¿dónde están las nieves del año pasado?


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