Diario literario

Diario literario 2020, julio (parte III): cuerpo en exilio, Meyer Schapiro, Oliveros, Olga y Agota, Rothko y Feldman, John Ford y el neorrealismo

Ilustración de Gabriel Pascalini

25/07/2020

Caracas, domingo 18 de julio de 2020

Cuerpo en exilio

Nada claro todavía –por la misma razón según la cual en una sociedad totalitaria la oscuridad es lo que signa la suerte de los habitantes– sobre los viajes al exterior. Mi cuerpo se siente extrañado y extraño por la larga estadía de meses en Venezuela, después de haberlo acostumbrado, durante los últimos cinco o seis años, a traslados a Milán, donde residía por meses a cargo de mi nieto y en la compañía de mi hija.

Aunque no es hombre de grandes exigencias, formado en sus no siempre asimiladas lecturas estoicas, más de una vez lo he escuchado (a mi cuerpo, claro está) cuando se dirige a mí diciendo: “Alejo (le gusta llamarme así), ¿hasta cuándo vamos a estar aquí?” Y, lleno de resignación schopenhaueriana, le respondo: “No sé, no sé”. Y regresa a un silencio que siento cada vez más incómodo. Lo conozco desde hace tiempo y puedo imaginar cómo se siente. También él escucha las noticias por la radio (nunca ha sido muy televisivo) y le abruman las informaciones sobre un eventual contraataque del coronavirus.

Ayer pude acercarle un poco de alegría con los progresos que se reportan en la elaboración de una vacuna. Sabe que mi fuente es seria, al fin y al cabo la hija es ejecutiva de la empresa encargada de producirlas. “No cantemos victoria, con los virus nunca se sabe”, y hace ajustes con la seguridad de que todavía le quedan meses en este exilio. “A lo único que aspiro es a pasar las Navidades allá”. Dios te oiga, le respondo, pero ya estaba muy lejos para escucharme.

Caracas, lunes 20 de julio de 2020

Conmovido por la serena belleza, nada de la terribilità rilkiana, de este “Cantabile” del Cuarteto para Cuerdas Op. 9 No. 2 de Haydn. Una experiencia que no vivía desde hace muchos años, casualmente (no tiene nada de casual) también con Haydn, cuando tuve la oportunidad de escuchar uno de los cuartetos de su Op. 76 (no recuerdo ahora cuál de ellos), interpretado por un joven conjunto italiano en los iluminados salones del palacio de Capodimonte napolitano. El “Cantabile” del Op. 9 No. 2 es de una belleza envolvente; física y sedosa, como el abrazo de la mujer amada.

Der: Agota Kristof. Izq: Olga Tokarczuk.

Agota y Olga

Algunas de las mejores experiencias que como lector he tenido en los últimos dos años se las debo a un par de estupendas novelistas de la siempre sorprendente mitteleuropa. Hablo de la húngara Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935 – Neuchâtel, 2011) y de la polaca, tal vez más conocida, Olga Tokarczuk (Sulechów, Polonia, 1962). De la primera, en versiones al italiano, he leído varias novelas y toda su acerada poesía, sobre la cual escribí unas notas en este cuaderno que luego publicaría en Prodavinci. A la Tokarczuc la he leído menos, apenas su novela Un lugar llamado Antaño y Los errantes que apenas he comenzado a leer. El azar ha querido que aparecieran reunidas en mi vida de lector. De un buen amigo que me abastece con escogidos títulos en su versión digital, recibí los libros de Olga y, por la misma vía, un par de semanas después, los de Agota en su versión castellana. Si bien es cierto que pertenecen a dos generaciones dramáticamente distintas (Agota sobrevivió a los horrores de la guerra para terminar víctima de la invasión rusa a Hungría, en 1956, que la obligaría a un exilio del cual nunca se superó, como reitera en cada una de las páginas y poemas de su tensa escritura), también es verdad que las dos se han esmerado en una dicción a salvo de las oscuridades estilísticas de la escritura ficcional de la modernidad. Agota porque se mantuvo al margen en su Suiza adoptiva (el país de Dürrenmatt y Max Frisch, dos Premios Nobel sin el premio) y Olga porque pertenece a los tiempos posmodernos. La experiencia de Haydn sirve para recordarnos que una vez la vida era mejor, y la de estas dos distinguidas escritoras para confirmar que, aun en los momentos más indigentes, como el que vivimos hace veinte años, somos de expresar nuestros dones y miserias a través del arte y la literatura. Suficiente para justificar nuestra presencia en este mundo hecho por los inmortales.

Meyer Schapiro. Fotografía de Manny Warman

Caracas, martes 21 de julio de 2020

Meyer Schapiro

Meyer Schapiro (1904-1996) fue uno de los más distinguidos historiadores y críticos de arte del siglo XX. Como sus colegas, Erwin Panofsky o Ernst Gombrich, sus áreas de interés no siempre eran las más obvias. Con la misma envidiable lucidez y fáustica admiración, se encargaban de Apeles, el abad Suger y Poussin y, con no menos penetración, el rococó, las manzanas de Cezanne, “Las señoritas de Aviñón” o la naturaleza del arte abstracto. Sin embargo, a diferencia de cantidad de sus contemporáneos que se formaron a la sombra inestable, pero brillante en su oscuridad, de Aby Warburg (Panofsky, Wind, Wittkower, Kaplansky, Gombrich, Being y, más recientes, Ginzburg, Penny, Baxandall, Kemp, Barkan), Schapiro se acogió a las metodologías marxianas de Lukács o Hauser. Perteneció al influyente grupo de Partisan Review con Harold Rosenberg, Arendt o Clement Greenberg. Con los cambios históricos, las posiciones de Schapiro se fueron abriendo y publicaría importantes investigaciones en el exigente Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, órgano de los herederos del gran y malogrado Aby. Tuve el privilegio de asistir, a principios de los ochenta, a uno de sus cursos en la Universidad de Columbia. Y la suerte de encontrármelo, el primer día de clases, a bordo del subway que lo traía desde su lejano apartamento en el Village. Un hombre tan diminuto como grato, contento de contar con un venezolano entre sus alumnos (eran los días de la gran proyección de Venezuela en el exterior). Como siempre, lo acompañaba la no menos legendaria Dra. Lillian Migran, su esposa de toda la vida. Como bien puede y suele suceder con estas personas, su magra constitución se multiplicaba por lo menos el doble o triple apenas subía a la tarima, dejándonos la impresión de que el que hablaba no era un ser humano, sino una biblioteca, una biblioteca parlante con forma de hombre. Cuando se refería a Cezanne, uno podía estar seguro de que había compartido con el artista muchas botellas de vino rosado provenzal escanciado por el común amigo Emile Zola. Lo mismo con Picasso, con el que daba la impresión de haber compartido un oscuro taller (el maestro Schapiro era, asimismo, un excelente artista plástico) en Bateau Lavoir. De esta manera trataba Schapiro a sus artistas, con la más natural familiaridad. Una relación especial que le permitía hablar sobre ellos en un tono particularmente revelador. Sus eruditos comentarios sobre la “Señoritas de Aviñón” partían de la premisa de los desarreglos de la experiencia artística del pintor, y uno escuchaba convencido de que la fuente de información había sido el mismo Picasso, quien se lo había contado personalmente mientras bajaban una botella de peligroso ajenjo en una mesa destartalada del Lapin Agile. Mi subterráneo encuentro con el profesor Schapiro fue la pura casualidad, así como ha sido casual recibir, por correo electrónico, un largo artículo sobre el volumen que recogen sus ensayos sobre el arte del XIX y del XX, y, al día siguiente, de la manera menos esperada, la versión digital del libro Meyer Schapiro: Modern Art. 19th and 20th Centuries. Selected Papers. La portada es la misma del original que, también de la manera más azarosa, encontré, hacia 1975, en una papelería de Valencia (Venezuela). Releer a Schapiro en momentos de crisis global lo reconcilia a uno con el mundo. Nos recuerda que el arte no es una ciencia sino un placer, uno de los más grandes con el sexo y el vino; y que es hechura del hombre, la única que nos coloca al mismo nivel de los inmortales.

Caracas, miércoles 22 de julio de 2020

Música y abstraccionismo

Aunque no creo que existe una música programática del expresionismo abstracto de EE. UU. -que sí la hubo con el futurismo y el expresionismo austro-alemán-, compositores y artistas plásticos partidarios de la abstracción coincidieron en tiempo, lugar y aspiraciones. Desde el remoto Black Mountain College, donde John Cage, el más visionario de los compositores de su tiempo,  ponía música a los experimentos de Cunningham y Rauschenberg, hasta la misma Manhattan, donde los artistas plásticos y los compositores de aquellos años cincuenta dieron vida una de las vanguardias más influyentes del novecientos. Compositores como Philip Glass y Steve Reich respiraban un aire de aventura que se extendía por aquella Nueva York que, de pronto, se había convertido en capital del siglo XX, como París lo había sido del XIX. Para los músicos se trataba de hacer nuevas las proposiciones de Edgar Varèse, quien a su vez había hecho nuevas las de Russolo o Pratella. Para los plásticos, la idea era radicalizar los abstraccionismos heredados desde Kandinsky. Búsquedas paralelas que se encontraban en el propósito sagrado de ser radicalmente nuevos. A pesar de las convergencias, no fueron muchos los compositores que escribieron pensando en la obra  de los jóvenes maestros del arte abstracto norteamericano. El único que recuerdo es Morton Feldman, autor de una inquietante, y siempre muy hermosa, partitura de más de cuatro horas sin interrupciones en homenaje a Philip Guston. Pero, sobre todo, en la música que escribió para la Capilla Rothko en Houston, Texas.

Caracas, jueves 23 de julio de 2020

Mi buen amigo y exalumno de la Escuela de Letras, el psiquiatra Javier Guevara, publicó hace un par de semanas uno de los mejores análisis que conozco sobre las consecuencias a nivel psíquico de la cuarentena. Nadie se escapa de las consecuencias, a menudo devastadoras, de la pandemia. No se refiere Javier a todos los síntomas, naturalmente, ni lo pretende. No todas las reacciones alcanzan lo colectivo y muchas son experiencias meramente individuales, personales, idiosincráticas, como diría el maestro Pepe López en su cátedra en la Facultad de Medicina de la Universidad de Carabobo. Cada quien vive el tiempo de manera personal, de la misma manera que es personal como vive el mundo de los sueños. Aunque estoy seguro de no ser el único, no ha sido una sola la ocasión en la que me he sentido como un diminuto pez flotando, no en el agua, que ya me gustaría, sino en el tiempo, suspendido en una dimensión abstracta como la música de Feldman. Nunca me había ocurrido, y ojalá deje de sucederme en lo sucesivo. Una incómoda situación, fugaz, por fortuna, de casi no existir, de ser el único en un planeta que se limita a las habitaciones de mi apartamento. Una experiencia irrelevante por lo breve, segundos apenas, pero que cuestiona el ser en lo más profundo, no en el sentido de vivir o no, sino de existir o no.

Rothko y Feldman

Mi primer encuentro con Rothko no tuvo nada de inesperado. Cuando se me presentó la oportunidad, en diciembre de 1969, de visitar la gran exposición de arte contemporáneo EE. UU. en el Museo Metropolitano, organizada por el poderoso curador Henry Goldzahler  sabía que por lo menos una tela del gran artista iba a encontrar en la exposición, y así fue. Al lado de los, para mí, más conocidos Gorky Pollock, Kline y De Kooning, aparecían los silencios flotantes del artista lituano quien, apenas unos meses después, habría de suicidarse en su taller del East Side. Mi segundo encuentro tendría que ver con esta nefanda experiencia. Se trataba de una terrible ilustración, en la cual el autor imagina a Rothko en su estudio, de pie, con las venas abiertas y una navaja barbera en su mano izquierda (todavía hoy, casi cincuenta años después, me estremezco al contemplar el dibujo), que acompañaba el ensayo de Lee

Seldes publicado por Esquire en aquel noviembre de 1974 cuando, en una fuente de soda de Valencia, compré la revista. El autor revelaba el cinismo de Mr. Lloyd (un apellido que pretendía esconder su origen judío), propietario de la poderosa Galería Maborough, quien dio órdenes al empleado de la galería que encontró el cadáver de Rothko para que, antes de llamar al #911, trasladara al depósito de la galería todas las obras importantes del artista que se encontraban en el estudio. El espeluznante ensayo de Seldes formó parte de su leído The Legacy of Mark Rothko, publicado cuatro años después.

Desde entonces, Rothko, se podría decir, forma parte de mis fantasmas amistosos. Lo imité en una serie de telas que pinté a principios de los setenta; conocí los secretos de su arte con las imitaciones que un notable artista venezolano, Wladimir Zabaleta, realizó en mi apartamento de Nueva York hacia 1979. Le dediqué una larga elegía y escribí sobre su pintura un ensayo acaso menos lamentable. Una gran frustración, sin embargo, ha signado, por lo menos hasta hoy, esta relación “à senso unico”, como dicen los italianos. Y ha sido la falta de oportunidades para viajar a Houston, Texas, para visitar la Capilla Rothko, terminada en 1970, con los generosos auspicios de la generosa familia De Ménil. Un contratiempo que no haría sino agudizarse cuando, también por azar, encontré la grabación de la música que compuso Morton Feldman en homenaje a ese sitio de culto universal. Feldman perteneció a las décadas doradas del arte y la literatura norteamericana de los años cincuenta y sesenta. En esos años todo lo que pasaba de interesante, pasaba por Nueva York. Feldman fue uno de los protagonistas de aquella escena donde la creación genial era tan frecuente como un puesto de hot dogs. Conoció bien a  Frank O´Hara, influyente curador del MoMA y, probablemente, el poeta más interesante de su generación, para el cual escribió una difundida partitura. Para el inquietante pintor Philip Guston escribió su onírico y encantatorio Solo para piano, de cuatro horas de duración sin interrupciones. Aunque sería para otro de sus queridos amigos, Mark Rothko, para quien escribiría una de sus más dramáticas y permanentes composiciones. El artista no llegó a conocer la pieza que sólo fue estrenada en la Capilla en 1971. Se trata de un luminoso y oscuro arreglo de 28’ para voz de contralto, coro mixto, viola, celesta y percusión. Imagino que mi vinculación con  el artista lituano-norteamericano, que comenzaría en el diciembre de mis veintiún años, en diciembre de 1969, debe haber gravitado sobre mí para que la considere una de las composiciones más hermosas escritas en las últimas décadas de XX. Mucho me temo que no soy el único en mantener este criterio.

Fotograma de The Searchers. 1956. John Ford

Caracas, viernes 24 de julio de 2020

El mejor director de todos los tiempos y el neorrealismo

Pareciera que mientras mayor sea la concentración de paradojas, más genial es el individuo. La torpeza política de Platón, por ejemplo. O la inestabilidad afectiva del estable Goethe. O la superficialidad de la personalidad de Mozart, y así. Cosa parecida, para muchos ha ocurrido con John Ford, el formidable director de cine norteamericano, a quien le debemos glorias como El caballo de hierro, su épica muda de 1924, o Tobacco Road  (1941) sobre la cruda novela de Caldwell. Considerado por la mayoría como el mejor director de cine de todos los tiempos, “paradójicamente” ninguna de sus producciones aparecía en las tontas listas de las mejores películas de todos los tiempos, para la elaboración de las cuales los sesudos editores de Sight & Sound o Cahiers du Cinema, dedicaban su precioso tiempo. ¿Cómo puede ser que el mejor director nunca haya dirigido una gran película? Una contradicción que nuevas listas, como las del irrefutable Martin Scorsese -quien incluye The Searchers de Ford entre sus doce  mejores-, han venido a corregir el dislate. Como quiera que sea, la historia del cine sería otra y menos apasionante si John Ford no hubiese incursionado tempranamente en la industria colaborando de manera definitiva, como Chaplin, a convertir en arte lo que había comenzado como negocio y luego industria. La influencia de Ford se siente por todas partes a lo largo de la historia del cine. Una de las manifestaciones del cine europeo sobre el cual gravitaron las producciones de Ford fue el neorrealismo italiano, cuyos jóvenes directores tomaron de Jean Renoir y del Ford de Tobacco Road o Viñas de la ira, la insistencia en un realismo crudo y sin treguas ni adjetivos. Después de presentar sus ciclos de homenaje a Renoir y Ford, el Luxor Cine-Club ha programado para este fin de semana un breve ciclo, “Tres versiones del neorrealismo italiano”, que incluye Roma, ciudad abierta, de Rossellini; Los inútiles, de Fellini; Milagro en Milán, de De Sica y La tierra tiembla, de Visconti.


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