Perspectivas

Abstraccionismo y política

11/05/2019

Portrait of an Artist (Pool with Two Figures) (1972), de David Hockney

A estas alturas para nadie es una incógnita el rol de los grandes capitales en la aparición y mengua de los estilos artísticos en las sociedades modernas; incluyendo, desde hace un par de décadas, las de Asia y el Lejano Oriente. Las galerías y casas de subasta son sociedades apátridas, hipertrofiadas desde los inicios de la llamada globalización. Como los modistos de las grandes firmas, los curadores al servicio de estas empresas deciden, con la vista puesta en Wall Street, cómo será la ropa que vamos a usar en los próximos meses y cuáles eran los artistas objetos de nuestra admiración. No importa una eventual indiferencia inicial, a la postre haremos los que nos digan. No importa si al principio sentimos rechazo, pongamos por caso, las figuras adiposas y chocantes de una iconografía determinada; más temprano que tarde terminaremos aceptándolas como manifestaciones de gran arte, especialmente después de enterarnos, uno siempre ignorante, que estas grotescas deformaciones de la anatomía humana habían sido prefiguradas por maestros como Palma Vecchio o el mismísimo Durero.

Caso parecido cuando, a comienzos de los sesenta, se nos reveló, desde una galería de Saint-Germain, que todo lo que se moviera en el espacio pictórico era arte del más relevante. Independientemente de que, para lograrlo, el artista tuviera que acudir a motores en miniatura, la fuerza del agua o el viento. Lo importante era el movimiento o su ilusión. El antecedente más obvio era, como siempre, Duchamp quien venía a legitimizar la tendencia. El mercado de arte es, ante todo, eso, un mercado. Las leyes de la oferta y la demanda operan con el mismo rigor para los tomates que para los dibujos de David Hockney, por ejemplo. Sus diferencias existen sin embargo; es menos difícil manipular los diseños del artista británico que el fruto, condenado a una efímera existencia. El producto del talento de Hockney puede esperar. Y durante décadas esperó hasta convertirse en el artista más cotizado de nuestros días, dejando en el camino a los que en su tiempo ostentaron tal distinción. Ya no es Basquiat ni, como antes lo fueron, Pollock, Rothko o Richter, el artista más buscado por museos y coleccionistas. El nuevo héroe es Hockney y, después de la última subasta, descubrimos que estábamos equivocados al considerarlo un extraordinario dibujante y no mucho más. Nuestra falta de información nos impidió verlo como lo que realmente es, si nos guiamos por el criterio de los críticos de las galerías y los precios en las casas de subasta, como el más grande artista del siglo XXI. El mercado no siempre es tan generoso como lo ha sido con Hockney. Lo contrario, no tiene piedad con la miseria. Ni siquiera con la muerte. Como ocurrió con la de Mark Rothko, cuyo cadáver todavía tibio tuvo que esperar, para ser levantado, a que un empleado de la Marlborough Gallery, quien había descubierto el cuerpo suicidado, telefoneara a sus oficinas para que procedieran al traslado de cantidad de obras al depósito. Después de lo cual, con la visión horrible del artista desangrado en su bañera, procedió piadosamente a llamar al 911.

La economía de mercado es el fundamento de las democracias modernas. Es la sublimación de los anhelos de la industria privada. Y el arte tal vez sea el más privado de los mercados y por ello el menos predecible. Los precios de las obras suben y bajan y, por lo mismo, la consideración de los artistas. Los mismos comerciantes que encumbraron a Bernard Buffet como el artista francés más importante, con Braque, del siglo XX, pocos años después lo condenaron al olvido cuando el mercado se vio saturado. Nuevos “grandes” artistas ocuparon el espacio de Buffet y el mercado reorientó sus ofertas. Sin embargo, otros intereses suelen aparecer en ocasiones para imponer un estilo o artista. Uno de esos factores es la política.

Uno de los casos más conspicuos fue el del arte alemán de la posguerra. En su brillante estudio Anselm Kiefer and the Philosophy of Martin Heidegger (Cambridge U.P.), el profesor Matthew Biro se detiene a considerar el asunto y exponerlo con una lucidez bendita. De acuerdo con su tesis, el desarrollo del arte alemán que surgió de los escombros de la Alemania pos-Hitler estuvo condicionado no tanto por el incipiente mercado, sino por los servicios de inteligencia de los países aliados (leáse Estados Unidos) a cargo de la ocupación. Uno de los favorecidos por esta intervención fue el grupo ZEN 49, animado por el veterano del abstraccionismo Willi Baumeister.

En el verano de 1949, en Múnich, el gobierno militar norteamericano organizó la primera muestra de arte alemán de la posguerra con un nombre inquietante: “La producción de arte en Alemania”. Después de eso, el ZEN 49 seguiría funcionando gracias a los aportes de la Fundación Guggenheim. Para los ideólogos de los servicios de inteligencia, el arte figurativo, propiamente germano, podía ser instrumento de la ideología enemiga, la del cada vez más temible y temido comunismo de la URSS. Un arte menos arriesgado que no fuera expresión de eventuales cuestionamientos parecía más saludable. No es obvio un abstraccionismo de izquierda, ni siquiera en manos de Tatlin o Malévich. Escribe Biro:

“La administración cultural aliada entendió que el arte abstracto era el mejor antídoto para el malestar espiritual o psicológico de una población condicionada por la propaganda nazi y el terror”.

Era irrelevante si esto significaba una fractura con las tradiciones más arraigadas de la pintura del país ocupado. La idea era, precisamente, erradicar esa tradición y aproximar a los artistas alemanes al “Oeste”, especialmente a lo que se estaba haciendo o comenzando a hacer en Francia y los Estados Unidos. Y el resultado lo conocemos: nunca el arte alemán fue menos alemán que durante esos años, a pesar del genio de Baumeister y el talento de sus seguidores en el abstraccionismo. Las autoridades culturales de la ocupación conocían el contenido marcadamente radical de artistas como Dix o Grosz, su crítica feroz de la desigualdad social y su implacable cuestionamiento de la organización capitalista. En esos momentos de ruptura con la URSS y de creación de la República Federal, lo más conveniente era un arte “neutro”, como el abstraccionismo, que una deriva radical como la de los viejos expresionistas.

Es por lo menos lamentable la tesis, que parece irrefutable, del profesor Biro. La gran tradición expresionista de la pintura germana (Alemania y Austria) fue prácticamente eliminada durante esos primeros años de la posguerra; y el público alemán, orientado por los críticos al servicio de los más oscuros intereses, fue convencido de que esa tradición, fundamentalmente figurativa, había perdido vigencia. En realidad, como señalaría el gran Georges Baselitz, el figurativismo lo que hizo fue mudarse a Inglaterra donde pintores como Auerbach, Freud y Kossoff retomarían la torturada iconografía del expresionismo alemán. Dice Baselitz:

“Lo que Frank Auerbach, Lucian Freud y Leon Kossoff hicieron era lo que se hacía en Berlín durante los años ’30. Lo mismo. Lo que Auerbach hace para nada es inglés. La llaman Escuela de Londres porque es en esa ciudad donde lo hacen. Eso está bien, pero esencialmente es arte alemán”.

Lo que las galería y casas de subasta terminarían imponiendo al mercado como neoexpresionismo fue en realidad el más viejo de los expresionismos alemanes.

Mucho me temo que lo que el profesor Biro señala para el arte alemán de la posguerra es aplicable al abstraccionismo que se impuso, o impusieron, durante los años cincuenta en la ciudad de Nueva York. En aquel momento no le pareció oportuno a la administración Eisenhower, enfrentada a la URSS por la hegemonía planetaria, una actualización del estupendo realismo norteamericano de los treinta y cuarenta. En la iconografía de maestros como Edward Hopper, John French Sloan, Thomas Hart Benton, Gran Wood o Ben Shahn, no era difícil adivinar un reiterado cuestionamiento de la democracia capitalista promovida por Washington. El estímulo apoyo y difusión de una tendencia tan poco obvia como el expresionismo abstracto en aquel país tan poco cosmopolita y sofisticado como los Estados Unidos, se convirtió en una necesidad política. Y jóvenes artistas de genio, como Pollock, Gorky, Rothko o Krasner, que habían representado una evolución orgánica del poderosos realismo de los mayores, terminaron convertidos en exponentes de un arte no representativo que no sería bien recibido por los norteamericanos más allá de las procelosas aguas del río Hudson. Y sería más allá de esta agua, en la muy estadounidense Chicago, donde la figuración encontraría una maravillosa continuidad en un realismo renovado que, por incómodo y contestatario no contaría con el apoyo de las políticas culturales del estado, más interesado en un “neutro” abstraccionismo que en un arte que se detuviera a expresar los conflictos sociales.

El triunfo del abstraccionismo neoyorkino es, de manera inquietante, contemporáneo a las distintas cazas de brujas organizadas por el congreso. El mercado no encontró reparos en esta decisión política y, con éxito admirable, terminó imponiendo la tendencia escogida por la política de manera poco menos que admirable. Tal vez no sea casual que en Venezuela la confirmación del cinetismo como arte “oficial” del Estado se produjera en medio de un proceso de “pacificación” durante el cual un arte “neutro”, sin el carácter cuestionador de una neofiguración igualmente brillante, resultaba el más conveniente para el proyecto político de la administración central.


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