Diario de Milán

Diario de Milán: diciembre de 2018 (parte IX)

Fotografía de BEN STANSALL / AFP

29/12/2018

Milán, Lunes 17 de diciembre de 2018

Pax in hominibus bonae voluntatis

Un fin de semana animado por la visita de Fernando y Polina Maíllo. Fernando es productor de estupendos vinos en las afuera de Salamanca. Este año la revista Vinum, en lengua alemana, ha destacado su Rufete entre los mejores tintos de mundo, y no les falta razón. Se trata de un vino verdaderamente artesanal, producido con plantas de más de cien años, cultivadas en la lejana Sierra de Francia; el cual, a las virtudes de los vinos españoles, su cuerpo y luminosidad, suma una elegancia y brillo particulares. Además de productor de grandes etiquetas, Fernando es un reiterado lector de poesía, y a su entusiasmo debo la presentación, hace dos años, de mi Poemas del cuerpo en una de las mejores librerías de la ciudad de Fray Luis y Unamuno. Este sábado los llevé a la Fundación Prada a disfrutar los dos Caravaggio, en préstamo de la galería Borghese, como parte de la exposición sobre el Barroco organizada por el belga Luc Huysman, que incluye un extraordinario documental del venezolano Javier Téllez. Y, ayer domingo, le tocó a él llevarme a un Concierto de Navidad en iglesia de San Fedele, en el centro mismo de Milán. San Fedele es la iglesia jesuita más importante de la ciudad y, como tantas obras, aquí y en otras partes del mundo, incluyendo la isla de Margarita en Venezuela, su construcción fue iniciada por San Carlos Borromeo en el siglo XVI.

El Concerto di Natale estuvo a cargo del muy ajustado Coro Cívico de la Escuela de Música Claudio Abbado, bajo la dirección de Mario Valsecchi, de una exquisita, cristalina sonoridad, con sus cincuenta o más voces, que parecían una sola en los amplios e inmodestos, como todo lo jesuita, espacios de San Fedele; un santo que, antes ser martirizado, se caracterizó por su prédica de la pobreza y la solidaridad en la fría y protestante Suiza donde fuera asesinado en 1622. Con el coro de la Escuela Claudio Abbado, extraordinarios solistas, en especial la soprano Chiara Pederzani y la alto Nam Sooji, inolvidable en su versión de “Ad Fonten Amoris” (Ad fontem amoris affectus volate), de Giuseppe Sarti. El riguroso programa, alejado de la música navideña tradicional (Bach, Scarlatti, Haydn, Saint-Saens) estuvo consagrado a compositores de ópera, todos italianos, que fueron convocados por la iglesia a escribir música religiosa. Desde el inevitable Monteverdi, mejor conocido por sus óperas mitológicas, hasta el profano y más cercano Domenico Cimarosa (1749-1801). Con ellos, los menos obvios Giovanni Legrenzi (1626-1690), Antonio Caldara (1670-1736), Niccolo Jommelli (1714-1774) y Giuseppe Sarti (1729-1802). La programación fue también una apretada síntesis de la evolución de la música occidental durante los últimos quinientos años. Con el predominio inicial de la palabra sobre la melodía (“L’Horatione signora dell’Armonia”), “aprovechando las posibilidades de la palabra para trasmitir contenidos y doctrinarios y despertar emociones y sentimientos”. Una deriva que se ajustaba a los propósitos de la orden jesuita (precursora de todos los totalitarismos), de acuerdo con la cual il tutto debe estar al servicio de una ideología, en este caso la fe cristiana. Con el tiempo, este desequilibrio se irá corrigiendo hasta que, en el siglo XIX, la palabra sea completamente subordinada a la melodía, al punto que Mendelsohn pudiera escribir y publicar la que tal vez sea la más permanente de sus composiciones: las Lieder ohne Worte (“Canciones sin palabras”). Sobre el tema de Prima la parola dopo la musica o Prima la musica dopo la parola, Richard Strauss escribió su exquisita Capriccio, una de sus óperas menos presentadas, por desgracia. Sin embargo, sobre toda consideración teorética, anoche, en San Fedele, se impuso la experiencia de la religiosidad más pura, sin compromisos ideológicos ni convicciones apriorísticas. El coro y los solistas de la Claudio Abbado nos hicieron sentir durante sesenta minutos esa experiencia memorable e improbable que es la paz; esa desde hace tiempo acosada pax in hominibus bonae voluntatis.

Bligny-Les Beaune, miércoles 19 de diciembre de 2018

Aromas cazadores

Nunca he practicado la caza, pero me he sentido atraído desde niño por ésta, la primera función del hombre en el planeta. Mucho, mucho antes de que aprendiéramos a cultivar la tierra, ya éramos cazadores. Y la primera imagen artística que conservamos es la de un grupo de antepasados cavernícolas en la faena de cazar. Nacimos cazadores, se podría decir. No porque nos gustara especialmente, sobre todo en esos tiempos difíciles, sino porque, el que nos puso aquí, no nos proporcionó otro medio para subsistir. Salimos al mundo a cazar. Nada de paraísos terrestres con árboles de manzana, peras o mangos. Aromas cazadores es el título de uno de los libros mas leídos de René Char. No tiene nada que ver con esto, pero se me vino a la memoria mientras escribo estas líneas provocadas por la conversación con un amigo cazador. Me decía Eric que, después de la Revolución de 1789, los cotos de caza pasaron al dominio público (en España donde no ha habido ninguna revolución, en su mayoría siguen siendo privados, y fue una de las actividades intelectuales preferidas del hombrecillo que la gobernó durante casi todo el siglo XX). La reglamentación, sin embargo, es estricta, aunque se ha liberado en los últimos años gracias a la reproducción protegida de las especie de pelo y pluma. Eric está cazando desde sus diez años, ahora debe tener cerca de cincuenta, cuando le regalaron su primer rifle. Su dedicación a la actividad cazadora tiene algo de religioso. Conoce a las piezas desde hace varias generaciones, y espera durante años viendo como el jabalí o el venado se desarrollan hasta alcanzar la edad justa para ser beneficiados. Me asegura que la muerte los alcanza sin sufrimiento o stress, lo cual es la muerte ideal. Simplemente, el proyectil los sorprende un buen día en medio del bosque. El animal sabe que está en el mundo para ser cazado, y Eric hace todo lo posible para garantizar que será él mismo y no otro el que le dará caza.

Mucho se ha escrito sobre la actividad cazadora, pero nada más permanente, por sus implicaciones filosóficas y metafísicas, que el épico relato El oso, de Faulkner, que no pude menos que recordar mientras hablaba con Eric. Como se recuerda, en el cuento del norteamericano una partida de cazadores se reúne todos los años para dar caza a un oso legendario, que por años, sino décadas, ha escapado a las intenciones de los cazadores. Al final, dan con el gigantesco animal y le dan muerte. En sus últimas páginas, el autor, en esta gran alegoría norteamericana, nos hace ver en la muerte del oso la desaparición de la vieja cultura agrícola del sur desplazada por la segunda invasión norteña que fue la de la detestada industrialización. El oso de la historia es desmesurado y sus piezas repartidas para su consumo entre los satisfechos cazadores. En mi caso, el amigo Eric materializa su narrativa con una pierna congelada de un jabalí cazado por el hace algún tiempo.

Milán, viernes 21 de diciembre de 2018

Philip Johnson y los Nazi

Paul Goldberger ha sido el crítico de arquitectura del New York Times desde que tengo memoria. Algunos de sus libros fueron de consulta obligatoria mientras yo escribía en la ciudad gringa un estudio sobre poesía norteamericana a finales de los setenta. Es un observador sensato, penetrante y con una prosa impecable, que transmite a la perfección lo que piensa y lo hace así más interesante. Una de sus reseñas más recientes la ha dedicado a Philip Johnson, uno de los arquitectos más notorios, que no más grandes, del siglo pasado. Sus obras se distribuyen por los cinco continentes, incluyendo Caracas donde dejó el vistoso y tal vez decepcionante Cubo Negro. Pero Johnson fue más conocido por ser el curador de arquitectura del Museo de Arte Moderno de Nueva York y autor de la antigua sede del museo, una más humana, cordial y hasta poética que el arrogante despliegue actual de riquismo y excesos que puede llegar al mal gusto, precisamente por eso, por exceso. A su cuidado estuvo la muy influyente exposición “International Style” de 1932. Es probable que nada de esto sea suficiente para ingresarlo al canon de la arquitectura moderna, en el cual se encuentra gracias a su obra menos moderna y “reaccionaria”. Me refiero al emblemático edificio de la AT & T en Madison Avenue. Todavía recuerdo, porque estaba allí, el escándalo que produjo cuando se presentó la maqueta del edificio. ¿Dónde estaban las enseñanzas de su maestro, el austero Mies? ¿Dónde las acabadas, frías e impecables líneas del restaurant Four Seasons, que supuestamente iba a ser decorado con enormes lienzos de Rothko, y dónde servían el mejor souffle de chocolate blanco del planeta? Con el edificio de Madison, Johnson actualizaba la herencia fascista de artistas como el genial Giuseppe Terragni, por un tiempo constructor oficial de Mussolini. En aquel momento lo ignoraba, pero es que, toda su vida Johnson había sentido la fascinación del totalitarismo, el cual había conocido y admirado durante su estadía en la Alemania de los años treinta. Lo que me revela Goldberger es que, buscando los orígenes de la arquitectura moderna en el Berlín de Hitler, Johnson había encontrado una ideología afín a sus convicciones, y el modelo de belleza masculina adaptado a su homosexualidad aria. No es de balde que en los tiempos en los que Trump comenzó a construir su imperio inmobiliario, Johnson fue uno de los especialistas convocados por el actual mandatario norteamericano. A medida que nos alejamos del siglo XX, vemos mejor la cantidad de artistas e intelectuales que se adhirieron a las utopías de Mussolini y Hitler. Durante un tiempo pero ya no, la sociedad occidental se contentó con los chivos expiatorios de Ezra Pound y Heidegger. Ahora no parece suficiente y los nuevos investigadores, más objetivos, seguirán presentándonos lamentables casos de los que fue la oscura fascinación que el totalitarismo ejerció en los intelectuales de todos los credos y tendencias. Que sea negro el Cubo de Caracas no parece una casualidad, al fin y al cabo era el color de las tropas asalto de Hitler.

Milán, martes 25 de diciembre de 2018

Anoche, para la cena, una solitaria pero brillante hallaca de mi hermana Sandra, y luego platos de la comida navideña lombarda, con vinos regalados por productores amigos. Con Alessandro, todos a la cama después de media noche. En la mañana sus regalos después de cerciorarse de que Babbo Natale había dado cuenta de las galletas y la leche que le había dejado anoche, según es costumbre. Desde hace unos días con estas líneas de un protopoema en la cabeza:

Navidad en Milán 2018

Mientras se aproxima
la Navidad en Milán,
pienso en todo
lo que he dejado atrás.
Varias ciudades con sus ríos
y sus cielos rosados,
sus altas claridades
y los cielos demorados.
Algún reino perdido
con islas y sus brumas,
los jardines de orquídeas
y los mares con su espuma.
Tantos rostros queridos,
que ahora la memoria,
que es una historia de olvidos,
a pesar de mis esfuerzos
quiere tener escondidos.
Esta noche flotarán
las luces del árbol,
como siempre en estos años;
en el aire un Oratorio
y en el suelo los regalos.
Todo lo perdido lo reencuentro
en el rostro iluminado
de mi nieto Alessandro.

Milán, miércoles 26 de diciembre. Día de Santo Stefano.

San Ambrogio

Aunque San Ambrogio (Ambrosio) no tiene nada que ver con Santo Stefano (Esteban), cuyo día se celebra hoy, salimos a visitar la iglesia del venerado obispo de Milán y uno de sus patrones. La basílica es un imponente edificio que se comenzó a construir hacia el siglo IV, con reformas en el VIII y XI, en un típico estilo románico lombardo. Su imponente y armónico atrio conserva columnas originales decoradas con imágenes de un inquietante paganismo. No obstante, lo mas atractivo es su ábside, decorado con un brillante mosaico bizantino, con la figura de Cristo en pleno dominio de la situación, una imagen que, hacia finales de la Edad Media, será sustituida por la de la Virgen en “maestà”. La visita alcanza su momento más emocionante al descender a la cripta, donde se encuentra la tumba de Ambrogio, el santo y sabio sacerdote a quien le correspondió el honor de bautizar nada menos que a San Agustín. Pero no todo fue ciencia y teoría para el gran obispo de la ciudad. Todavía, en las afuera del templo, se conserva la columna de romano mármol que presenció el enfrentamiento entre Satanás y Ambrogio, y en cuya superficie se pueden observar los profundos agujeros donde el maligno incrusto sus cuernos en el fallido intento de ultimar al santo. Con atención y debida imaginación, se pueden escuchar los gritos de los condenados cuando acercamos la oreja a la blanca superficie de la columna. Lo que no pude sentir, al menos en esta oportunidad, es el olor a azufre que aseguran se puede distinguir al agudizar el olfato. Otra vez será.

El pintor más cotizado del mundo

Hace justo cuarenta y nueve años, tenía yo veintiuno y una estrella en la mano. Me enfrentaba por primera vez a la monumental escalinata que lleva al primer piso del Museo Metropolitano de Nueva York. Al final del ascenso un gran anuncio con la bandera norteamericana y el nombre de la exposición: New York. Painting and Sculpture 1940-1970. La primera obra, una escultura en metal de David Smith antes de ingresar a las muchas salas dedicadas a la muestra. Era mi primer y esperado encuentro con los artistas cuyas obras había admirado en irregulares reproducciones de los libros y revistas de los que disponía en mi Valencia de Venezuela. A uno de ellos, Arshile Gorky, lo había conocido gracias al mejor poeta surrealista de habla hispana, el venezolano Juan Sánchez Peláez. De Gorky, sin embargo lo que mas lo había impresionado era una pintura temprana, el autorretrato donde aparece el artista a sus diez años al lado de su madre, inmigrantes ambos, y sobrevivientes del holocausto armenio. Juan, entendí más tarde, se identificaba con aquel muchacho de padre ausente y madre melancólica. Más adelante Gorky se convertiría en el más notable heredero de Matta y Miró. Con Gorky, una cantidad de pintores poco conocidos, para mí, al menos (Krasner, Frankenthaler, Guston, Olitzky) y todos los demás, desde Motherwell a Johns y desde Newman a Pollock, héroe absoluto de mi museo imaginario. El histórico evento significó el reconocimiento oficial, la consagración, del arte abstracto estadounidense, al permanecer durante un par de meses en la residencia neoyorkina de los grandes maestros: Durero, Velázquez, Goya, Rembrandt, Bronzino, Piero, Vermeer y tantos otros. El abstraccionismo había alcanzado, de acuerdo a las autoridades del museo, el estatus de otras tendencias como el impresionismo.

Durante ese acontecido 1969, de guerra en Vietnam y protestas en todo el mundo “libre”, un joven artista británico, que había llegado a los Estados Unidos para quedarse, David Hockney, pintaba el retrato del organizador de la gran muestra del MET. No otro que el poderoso Henry Geldzahler, encargado del recién creado departamento del arte moderno del museo. Paradójicamente, la pintura de Hockney era la negación de todo lo que yo había admirado con mis asombrados ojos de estudiante de Medicina quien, a esa edad, como respetados críticos de la influencia de Gillo Dorfles, pensaba que con el arte abstracto se superaban para siempre las posibilidades del arte figurativo. En el retrato, aparecía el arrogante Geldzahler sentado en un diván de su apartamento de la Séptima Avenida y a su lado, de pie, hierático como una escultura egipcia, su amigo íntimo Christopher Scott. Nada más alejado que esta pintura de la modernidad que el mismo Geldzahler, con reiterados esfuerzos, había ayudado a triunfar. No obstante, buen ojo como era, al reconocido curador, no se le escapaba la trascendencia del gesto de Hockney: “En esta pintura David finalmente ha abandonado el proyecto de ser un artista moderno, y decidido a convertirse en el mejor artista que puede ser”. Para el 6 de marzo de 2019, Christies, en su sede londinense, ha programado la subasta de la pintura. Todo asegura que el acontecimiento servía para reforzar lo que sabemos desde el 15 de noviembre de este año, que Hockney es el artista más cotizado del planeta. Y que el retrato de Henry Geldzahler será la pintura más costosa alguna vez puesta en venta.

Milán, jueves 27 de diciembre de 2018

Como a tanto otros, siempre me ha resultado incómoda esta tranquilidad de los días que siguen al 25 de diciembre. En Inglaterra es peor con la costumbre inexplicable del “Boxing day”, que condena a mantener cerrados a todos las oficinas públicas y privadas, comercios, restaurantes y hasta los bares. El más muerto de los días del año.

Gerda Taro

Constanza me ha regalado La ragazza con la Leica, la novela de Helena Janeczek que le valiera a la autora el Premio Strega, el máximo reconocimiento que en Italia se entrega a sus narradores, un equivalente al más publicitado Man Booker Prize de los británicos. Además de la distinción, Janeczek ha sido favorecida por el favor del público que ya ha agotado dieciséis ediciones. La Taro, como se debería recordar, fue la genial y fascinante compañera de Robert Cappa. El trabajo fotográfico de la Taro no es menos importante, aunque por desgracia sí más escaso, que el de Cappa. Su vida inquieta y arriesgada es como la de Hemingway y sus amigos, en aquellos años en los cuales París era una fiesta. Su vida quedó en los campos de batalla de la Guerra Civil Española, donde murió estúpidamente atropellada. Me he prometido que será mi primera lectura del 2019 pero, “por el camino que voy”, sera la última de este 2018. ¡Viva Gerda!

Banksy

La exposición del misterioso artista británico, organizada por el MUDEC (Museo De la Cultura) de esta ciudad, no podía ser más oportuna. Hace poco, Banksy sorprendió -y este es su mejor atributo, la sorpresa- al mercado del arte cuando una de sus obras más emblemáticas y poéticas -aquella en la cual aparece una niña que con infinita tristeza observa cómo se escapa su globo de intenso rojo-, después de ser vendida por más de un millón de euros, se autodestruyó segundos después de ser subastada. La acción del anónimo artista es un cuestionamiento lleno de “sound and fury” a una actividad mercantil que es la que domina el gusto y las tendencias artísticas. No puede uno dejar de pensar en los precios que ha alcanzado Hockney y en la inmoralidad de este comercio, no menos productivo que el de las drogas o la trata de blancas. Gestos como el de Banksy se han reiterado desde Duchamp (una rueda de bicicleta) o Manzoni (una lata de sus excrementos) sin que los efectos sean los esperados. El dólar no tiene alma y algunos galeristas tampoco. En todo caso, no la tenía aquel siniestro Mr. Lloyd (un apellido ficticio para ocultar sus orígenes hebreos), dueño de la poderosa Malborough Gallery, quien, cuando uno de sus empleados le comunicó haber encontrado a Rothko muerto en su estudio, le ordenó que, antes de llamar a una ambulancia, recogiera las obras más importantes del malogrado artista y se la llevara a los depósitos de la galería. Por fortuna, no son muchos los Lloyd en el negocio, y, por desgracia, las acciones de Banksy no van a alterar la irracionalidad del mercado. No obstante, es verdaderamente emocionante recorrer las salas del MUDEC, colmada de obras y videos del elusivo artífice; literalmente invadidas por los jóvenes que se identifican con la rebeldía y el agresivo humor del, o los artistas, que se escudan en el inquietante nombre de Banksy.


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