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A lo mejor nunca han visto ni escuchado sobre una película llamada Roar (El gran rugido, 1981). No hay problema, tampoco es que sea una obra cinematográfica fundamental; la verdad es que como película es fallida y poco recomendable. Lo que sí es increíble es la historia detrás de ella. Una cosa que involucra a toda una familia junto con ciento cincuenta grandes felinos y un elefante africano. Once largos años duró su producción en los que ninguno de los animales involucrados resultó herido. En cambio, setenta de los miembros del reparto y del equipo de producción sí. El gran rugido está considerado el rodaje más peligroso de la historia del cine.
Esta locura alcanza (o incluso supera) los delirios ocurridos tras cámaras en otras películas más famosas al estilo de La isla del Doctor Moreau (1996), Apocalypse Now (1979) y Aguirre, la ira de Dios (1972). Por cierto, Werner Herzog, director de esta última, al enterarse de las vicisitudes acontecidas durante la tortuosa filmación de Apocalypse Now (dirigida por Francis Ford Coppola) la consideró «un día de campo comparado con lo que tuvimos que atravesar nosotros durante Aguirre, la ira de Dios». Ah, por cierto también, el mismo Ford Coppola ha vuelto a los fueros con otro rodaje infernal actualmente en desarrollo (o en continua interrupción, según se mire) donde le ha renunciado prácticamente todo el equipo de producción en medio de una filmación homérica donde incluso ha tenido que vender parte de sus viñedos para poder costearla: Megalópolis, así se llama. Ya veremos si el producto final está al nivel de la odisea padecida tras cámaras.
Pero volvamos a Roar. Todo comienza en Mozambique, 1969, cuando la actriz Tippi Hedren (protagonista de aquella mítica película de Alfred Hitchcock: Los pájaros) se encontraba en una filmación africana junto con su esposo Noel Marshall. Cerca de la locación había una vieja casona abandonada ahora ocupada por una manada de leones. A Hedren y a su marido, ambos afectos a los animales y activistas en pro de los derechos de las especies silvestres, les pareció una imagen poderosa; todo un símbolo de cómo la naturaleza se las arreglaba para reclamar sus espacios arrebatados por el hombre. Una cosa digna de guion para una película. Tippi Hedren se encargaría de levantar el dinero, su esposo de la escritura de ese libreto. En un principio quisieron filmar en Tanzania, ahí mismo en medio de una reserva natural, pero las condiciones eran inviables para un equipo de filmación hollywoodense en plena sabana africana. Demasiado difícil y costoso. Optaron entonces por una idea fenomenal (vayan anotándolas que son todas para hacerles la ola): lo harían en su propia casa, una mansión con jardín amplio en las afueras de Los Ángeles.
Resulta que los Marshall-Hedren tenían ya unos cuantos cachorros de león en casa y, con ayuda de un entrenador, los felinos iban creciendo fuertes, sanos, simpáticos y se portaban de mil maravillas. Se las ingeniaron para que algunas instituciones les donaran otros leones (sesenta), pero también cuarenta tigres de bengala, un par de tigres siberianos, varios jaguares, una decena de leopardos, cinco panteras, un puma y hasta un elefantito de nombre Timbo. También les ofrecieron un hipopótamo, pero qué va, porque se trataba de un animal peligroso. Varios entrenadores les advirtieron que tener juntos a tantos grandes felinos, aunque ahora mismo fueran cachorros, era un asunto delicado. La situación podía salirse de control en cualquier instante. La pareja de Noel y Tippi buscó segundas opiniones hasta dar con un especialista que les dijo que hasta con cuarenta animalitos no debería haber problemas (ya a partir de cuarenta y uno la cosa se podía complicar). Pero que sí, que con una socialización supervisada y progresiva aquello era como mezclar camadas de gatos persas con siameses junto con otros callejeros; solo que estos felinos crecían más y comían más carne. Ah, y que además era conveniente mezclar los cachorros humanos de la familia con los felinos (ahora domésticos) porque así crecerían todos reconociéndose como miembros de la misma manada. Esto incluía a los dos hijos que Marshall tenía de su matrimonio anterior y a una hija que Hedren había tenido con su ex esposo: esa hermosa jovencita rubia llamada Melanie Griffith (sí, esa misma, la actriz que fuera pareja de Antonio Banderas y que es madre de la también actriz Dakota Johnson).
Los Marshall-Hedren se pasaron nada más por sesenta felinos de la suma aconsejada por el entrenador (cuando comenzaron a rodar eran ya cien los animales), aunque en algún momento de la producción llegaron a ser ciento cincuenta. Había que tomar una decisión: la película no podía ser filmada en el jardín, mejor buscar una locación más amplia y que se pareciera más a África. La encontraron en el valle californiano de Soledad Canyon, a pocas horas de casa.
Ya tenían el guion, los animales, el lugar para recrear la sabana africana, contaban con un presupuesto que había conseguido levantar Tippi Hedren gracias a sus contactos, y hasta tenían al director que sería el mismo Noel Marshall. Solo faltaban los actores. Pero los actores no querían involucrarse, sobre todo porque la mayoría estaba interesada en hacer una carrera en Hollywood para lo cual era fundamental mantenerse con vida, y el guion que se habían leído los alejaba de ese horizonte. No había tampoco un director de fotografía en la industria que estuviera dispuesto a arriesgar el pellejo en semejante comedia familiar de aventuras, aunque fuera solamente por los seis meses que tenían estipulado duraría la producción. Apareció finalmente un director de fotografía importado, un holandés de nombre Jan de Bont: sería su primera película en Hollywood. Una vez cerrado el fichaje del neerlandés quedaba solamente el escollo de los actores, y aquí surgió una más de las buenas ideas: pues que actúen los muchachos de la familia, nuestros hijos que al final son parte de la manada. Listo. Así fue.
Los laberintos de la mente son asunto complejo e inexpugnable. Sería caer en una discusión bizantina ponerse a indagar en si Hitchcock volvió loca a la joven Tippi Hedren durante el rodaje de Los pájaros o fue precisamente el tornillo previamente suelto de Hedren lo que sedujo y convenció al director inglés de elegirla como protagonista para su película. El hecho es que aquí hay una especie de bucle, de siniestra repetición, un reflejo temible entre lo que le ocurrió a Hedren durante la filmación de Los pájaros y el martirio al que sometería ella a su propia hija, Melanie (de dieciséis años), durante las escenas de Roar. Resulta que Hedren, en la película de Hitchcock, tenía que hacer aquella escena memorable donde era atacada en su habitación por una multitud de pájaros. Durante cinco días ensayaron una y otra vez la escena con un mecanismo de pájaros artificiales. Las aves en bandada le picoteaban el cuerpo y la cara, ella se resistía pero al final era abatida. Cuenta Tippi que el director se puso especialmente “raro” durante aquellos días. La acosaba, la intimidaba, no solamente como lo haría un abusador conocedor de su poder sobre una actriz principiante, sino también de una manera siniestra, incluso perturbadora, la tenía francamente aterrorizada. El día en que finalmente se filmaría la secuencia le dijeron que los pájaros mecánicos con los que se haría la escena se habían dañado, que había que hacerla pero con aves reales. Y para sorpresa de la actriz han sacado unas ropas que traían atados o cosidos a unos pájaros vivos. La vistieron con eso, dieron la voz de acción, agitaron a los pájaros que comenzaron a dar nerviosos aleteos y picotazos intentando liberarse de sus ataduras. A Hedren, de verdad, la estaba atacando una bandada de pájaros enfurecidos. Aquella escena duró una eternidad. Tippi no tuvo que actuar porque literalmente estaba en estado de pánico. Un picotazo casi le alcanza un ojo. Hitchcock nada que gritaba la orden de corten. Prolongó aquel suplicio hasta obtener todo lo que necesitaba, hasta que la verdad se entremezclara con el arte. Hasta que la actriz se desplomó. Cuando volvió en sí dijo: “No puedo más”, y abandonó la filmación. Una década más tarde era Hedren la que le decía a Melanie: “Claro que puedes hacerlo, cariño, todo sea por la película”. Y así fue como la hija acabó en el hospital luego de ser atacada en el rostro por uno de los leones. La joven tuvo que someterse a varias cirugías reconstructivas y estéticas. Y también, como lo hiciera su madre en el set de Hitchcock, decidió no participar más en la filmación ni en la promoción ni en nada que tuviera que ver con la fulana Roar.
Para sumar un eslabón más a la cadena de ideas ganadoras, a Noel Marshall se le ocurrió una propuesta autoral como realizador: la mayoría de las escenas debían ser filmadas como si se tratara de un documental; es decir: provocar a la realidad para que se manifestara frente a la cámara, lo que quería decir provocar a los animales para que actuaran de la manera más espontánea y capturar así su esencia más natural, la más salvaje. La instrucción a actores y entrenadores era: actúen como si realmente los estuvieran atacando y ustedes están despavoridos. Bueno, los felinos al ver que la gente corría y gritaba por sus vidas se asumieron en toda su esencia de depredadores y comenzaron a hacer lo que milenariamente han hecho con sus presas: atacar. De manera que, mientras Melanie estaba reconstruyéndose el rostro, otro de los leones le mordía la cabeza a su hermanastro, John Marshall: lo tuvo atrapado entre sus fauces durante veinticinco minutos, y solo gracias a la ayuda de seis miembros del equipo lograron zafarlo. El joven acabó con fractura de cráneo. Por fortuna, los colmillos no llegaron hasta la masa encefálica. Menos suerte tuvo el pobre holandés director de fotografía a quien otro felino le arrancó de tajo el cuero cabelludo. Lo tuvieron que llevar a emergencias con la cabeza en carne viva. Durante horas de suplicio recibió ciento veinte puntos de sutura (algunas fuentes hablan de doscientas puntadas). Pero bueno, el hombre sobrevivió y unos años más tarde sería el director de fotografía de Bajos instintos, así que aquella mítica escena de Sharon Stone cruzando las piernas durante el interrogatorio policial fue fotografiada por Jan de Bont.
El asistente de dirección también sería víctima de un zarpazo en el cuello que lo fulminó y lo mantuvo fuera de circulación durante semanas. Afortunadamente el animal no sacó las garras al momento de asestarle el golpe o le hubiera cortado la yugular. E incluso el mismo director de la película, Noel Marshall, fue atacado tantas veces a lo largo del rodaje que resultan evidentes sus vendajes cada vez más aparatosos y sanguinolentos que quedaron registrados en el corte final de la película. Eso sí, el tipo sufrió callado. No dijo nada. No quería preocupar a la familia ni mucho menos ahuyentar a los pocos y valientes miembros restantes del crew. Fue después de culminada la filmación cuando tuvo que pasarse seis meses internado en el hospital recuperándose de una gangrena. Otra que resultó herida –pero por Timbo, el elefante– fue la propia Tippi Hedren. Heridas que luego se le infectaron y la llevaron a postrarse por semanas en una cama clínica.
Ah, y cuando piensas que ya no le cabe a esta historia una calamidad más resulta que dos incendios forestales, de esos que azotan California cada verano, se desataron simultáneamente y atacaron por dos flancos a la vez al valle de Soledad Canyon donde habitaban los animales. Luego también, como si se tratara de un castigo bíblico, cuando llegaron las lluvias se desbordaron las aguas de una represa ante la crecida de los ríos y se les inundó la locación. Algunos animales escaparon a las tragedias del fuego y del agua, y más tarde serían recuperados. Aunque algunos medios sostienen que la guardia forestal acabó reduciendo a dos machos fuera de control.
En total, setenta heridos. Una producción que tenía que durar seis meses y se prolongó durante once años. Un presupuesto que era de tres millones de dólares y acabó costando diecisiete. Y cuando finalmente la película estuvo lista, resulta que en Hollywood ya no la querían, se habían cansado de esperarla. No se pudo estrenar en Estados Unidos. Se logró presentar en 1981 en Australia y Nueva Zelanda, luego en algunos países europeos. Recaudó apenas en taquilla dos millones de dólares. Un fracaso estrepitoso que no solamente quedó a deber quince millones de los invertidos, sino que acabó también con el matrimonio de Noel y Tippi (se divorciaron en 1982). Ninguno de los protagonistas, excepto uno de los hijos de Marshall, aceptó promocionarla cuando los derechos fueron adquiridos por una distribuidora para teatros y streaming en 2015. Ahí fue cuando por fin se pudo ver Roar, aunque tampoco entonces provocó mayor interés.
En 2016 Tippi Hedren declaró en una entrevista: «No tengo idea de cómo sobrevivimos a Roar… ha sido el rodaje más peligroso de la historia del cine». En el momento en que se escriben estas líneas la actriz tiene noventa y tres años y conserva, pese a todo, su impoluto amor por los animales.
Un detalle curioso, dos de los leones que fueron especialmente voluntariosos, espontáneos y creativos a la hora de soltarse ante cámaras –y provocaron así escenas maravillosas y cargadas de verdad concentrada que no estaban escritas en ningún guion– aparecen en los créditos de Roar como miembros del equipo de guionistas.
José Urriola
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