Perspectivas

Anotaciones sobre “Feroces: compilación de autoras jóvenes venezolanas”

27/12/2023

Acento proviene del latín accentus: «hacia el canto». Es el lugar donde se aloja el canto, hacia donde tiende la cadencia. De manera que, por más neutro que pretenda ser el acento, en algunas partes se las arregla para cantar más y por algún sitio se cuela el cantaíto característico que evidencia el origen del hablante.

Los cuentos compilados en Feroces: compilación de autoras jóvenes venezolanas (Sello Cultural, 2023) están escritos en venezolano, no solo por la nacionalidad de sus autoras o por el contexto –ya sea urbano o rural donde se desarrollan las historias–, sino por las formas de construir el relato, por esa manera tan abiertamente de nombrar las cosas. Mi padre decía que al final la gente se acababa disgustando en su idioma. Las autoras de Feroces se apasionan, pelan el colmillo y clavan la garra en venezolano. Y eso es una belleza y una delicia.

Son cuentos muy distintos entre sí los aquí compilados; cada uno de ellos con una identidad, con un estilo muy propio. Sin embargo, podría decirse que hay algunos elementos en común dignos de mención. Uno de ellos es la sensualidad, el erotismo, la construcción de una piel y una intimidad desde lo femenino. Otro aspecto podría ser la irrupción de lo fantástico en medio de una narración que pareciera recorrer los caminos de la cotidianidad, como si estuviéramos transitando por un cuadro de costumbres que de pronto se enrarece, donde el tejido de la realidad es tocado por el extrañamiento y las cosas dejan de funcionar como se supone deberían de operar en el relato mimético para acercarse más al universo de las literaturas de lo insólito. Estas muchachas feroces son insignes llevándonos de la mano, provocando que nos inventemos hipótesis de hacia dónde va el cuento y cuál será su desenlace, para luego darnos de bruces con la trampa que nos han tendido y en la que incautamente hemos caído. Creíamos saber hacia dónde iban los tiros, pero qué va, lo insólito se nos presenta con toda naturalidad. Y se nos precipita encima la tragedia aunque nos tome con una sonrisa.

Los hombros de Silvia brillaban en la oscuridad y los movía en círculos dejando entrever una sensualidad que no le conocía. Al mismo tiempo, había tomado con la punta de los dedos la falda de su vestido, subiéndolo poco a poco mientras contorneaba sus caderas. La imagen sugerente de su cuerpo, la forma en que se marcaban sus curvas en el vestido, hizo que se me calentara el aliento. Apareció un hormigueo en mis dedos, que se intensificó cuando estuvo el vestido sobre sus rodillas. Tragué hondo, torturado por la espera y la miré a los ojos implorándole que parara ya su juego maquiavélico. («La ninfa de Villa Ruselli», de Andrea Leal)

«La ninfa de Villa Ruselli» es un cuento tocado por el erotismo. Enmarcado en el contraste entre la Venezuela rural y la urbana de los años treinta del siglo XX aborda el tema del despertar sexual. La autora se introduce bajo la piel de un hombre que nos narra la historia de su iniciación sexual. En medio de toda esa sensualidad y el deseo por la carne se encienden las alarmas ante el temor inminente de la violencia, los celos, el anhelo desmedido por poseer a la mujer. Todo eso está allí, latiendo bajo la superficie del cuento, pero Andrea Leal logra eludir las fórmulas manidas, tiene la suficiente elegancia y sabiduría para llevarnos hasta el abismo, dejarnos un rato ahí al borde del acantilado con la respiración entrecortada por el vértigo y cuando juramos que nos vamos a despeñar ocurre el golpe de timón insospechado que nos conduce a otra parte, porque el barranco por el que nos van a lanzar es otro.

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Después de quitarse toda la ropa, los dos estaban acostados en la tierra. La dolorosa primera entrada de Pedro trajo a María de vuelta a la realidad un momento. Aguzó el oído: el silencio los rodeaba. Ya había oscurecido, la luna estaba grande y llena, era la única luz en el maizal. Ni una brisa que hiciera que las hojas se rozaran entre ellas. Pensó en qué podría pasar si su madre se asomara en alguno de los pasillos con los ojos más grandes que esa luna. Pero Pedro tenía razón: quién se metería al centro de los maizales tan tarde. («Maizales», de Verónica Flores)

«Maizales» está construido a partir del habla coloquial. Es un cuento que apela a las descripciones y las metáforas precisas. Las justas y necesarias. Por medio de esas calculadas pinceladas logra hacernos sentir allí, en esos maizales, sobre esa tierra, dentro de esa piel. Hace calor, los cuerpos sudan, se lubrican, brillan. El afuera es una manifestación del adentro. El deseo eleva la temperatura, lo mismo que el sol del trópico. Aquí la iniciación sexual está signada por el secreto, la culpa, lo que mejor se mantiene oculto. Pero ¡cuidado!: no hay pudor ni pacatería. A las cosas de la carne se les llama por su nombre, lo que ocurre es que ahora es una voz femenina la que construye ese universo de sensaciones y sensibilidades. «Maizales» es un cuento que nos invita a habitar la piel del otro para sentir, aprender e imaginar cómo es todo eso que hemos vivido de este lado, pero ahora desde el cuerpo de otra persona.

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Mi abuela me ayuda a arreglarme. «Mete este cuarzo pal muchacho y esta amatista pa que no te pases de tragos», me dice. Lo intento, de verdad: priorizo llaves y licencia y efectivo y celular, pero las supersticiones terminan no cabiendo en la cartera. No se lo digo para que no se ofenda. Le pido la bendición y me desea suerte, «no te vayas a dejar coger en un carro, mija, que estás muy bonita pa eso». Me río y me despido. («Las piedras», de Sofía G. Pereda)

«Las piedras» nos asoma a la posibilidad de abordar los temas del amor y la pasión (sobre todo cuando el objeto del deseo no nos corresponde) con humor. Es un cuento conmovedor y gracioso a partes iguales. Creemos estar ante la clásica historia de la chica que conoce al chico, entonces el amor se va edificando con la lógica de un accidente afortunado. Sin embargo, las cosas no salen como se esperaba, ni para la protagonista ni tampoco para los lectores. Hay un desfase entre las expectativas y lo que acaba ocurriendo. Y es allí en esa distancia entre lo que suponíamos debía suceder y lo que realmente pasa donde florece la narración. El buen cuento no es el que narra lo que nos inventamos ni tampoco lo que acontece, es el que se preocupa para intentar echar un lazo a ese espacio ambiguo y desconcertante que se ubica entre ambas instancias.

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Cuando entré me vi sofocada en un espacio minúsculo, rodeada de todos los objetos desterrados de la casa. Todos apretujados en una sola habitación. Y hacía calor, tanto que comencé a sudar debajo de las capas de ropa. Era el corazón de la bestia. Una casa en el centro de la casa.

Y sus únicas habitantes eran las muñecas. («Casa de muñecas», de Gabriela Vignati)

Este cuento de Gabriela Vignati tiene el perturbador espíritu de the uncanny (lo misterioso, lo extraño, lo siniestro). Hay algo malévolo que nos observa desde la naturaleza, pero también estando bajo techo ronda algo maligno en casa. Y como suele ocurrir con el terror bien construido nos topamos con la belleza que también yace en el horror fantástico. Ese miedo que se percibe está tocado por lo espeluznante y por lo fascinante a la vez. «Casa de muñecas» es un cuento que desborda en sensaciones físicas; se puede palpar la angustia, la ansiedad, la expectativa, la enfermedad. Es un cuento para leer con el estómago apretado, los dedos helados y dándote cuenta de que llevas varias páginas en las que se te ha olvidado respirar.

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No hay una sola madre: todas crían a las más chicas. Allí tampoco existe el concepto del amor de pareja. Las hermanas mayores están convencidas de que esas ideas fueron las que destruyeron al viejo mundo. Cuando te interesa más una persona sobre todas las demás, es imposible que tomes decisiones desinteresadas. El cariño intrafamiliar existe; el amor romántico, no. («Cambio de fase, o como (cor)romper a tu prima», de Verónica Albornoz)

James Ballard aseguraba que la mejor ciencia ficción es aquella que ocurre veinticinco minutos en el futuro. «Cambio de fase» es un buen ejemplo de ello y también de lo que Adolfo Bioy Casares llamaba «la imaginación razonada». Nos encontramos en una realidad enrarecida que no es la que nos rodea, pero podría serlo. El viejo orden ha desaparecido y ahora estamos en una distopía (o quizás en una ucronía) donde las mujeres han decidido refundar su sociedad apartadas de los hombres. Y allí, en medio del despertar sexual y la llegada del primer período, una joven deberá tomar una decisión que marcará el resto de su existencia, así como su rol de Prima o Hermana en ese particular matriarcado. Verónica Albornoz nos conduce con sabiduría hacia los interiores de una peculiar matrioska hasta dar con la femíncula que se oculta en su seno. Hay ecos de El cuento de la criada, de Margaret Atwood; también hay resonancias de esos fabulosos cuentos-mundo de Ursula K. Le Guin, así como de las reflexiones sobre el cuerpo en el cine de Agnès Varda.

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Se quedaron viéndose fijamente y, por un momento, Carolina tuvo la sensación de que él estaba pensando lo mismo que ella, de que el caracol podía entenderla a través de un lenguaje que solo los caracoles conocían. Ambos deseaban con todas sus fuerzas tener el superpoder de las serpientes: cambiar la piel rota, manchada y vieja por una nueva, inmaculada y lisa, cambiar la piel que no te sirve por cualquier otra. («No es un caracol gigante africano», de Clara De Lima)

En esta narración de Clara De Lima también nos adentramos en los territorios del cuerpo. Pero esta vez recorriendo una topografía irregular, incómoda, marcada por queloides. Somos extranjeros en este mundo desde el mismo momento en que nos hacen conscientes de que nuestro cuerpo es diferente. Esa extranjería forzada nos lleva a identificarnos con otras criaturas antes que con nuestros congéneres. Y esa criatura –en este caso un caracol africano– no debería estar allí, no pertenece, es peligroso, presagia fatalidades, debería ser exterminado. Como la joven que cuenta la historia. Como nosotros que acabamos siendo ella. Clara De Lima señala (en un gesto kafkiano) no tanto al molusco horripilante sino a la gente que con fachada de normalidad enmascara su naturaleza abominable. Hay un guiño en esta historia a la «nueva carne» de David Cronenberg. Algo que nos pasea por los linderos de lo pertubador, lo erótico y lo romántico; el aura de la cicatriz, ese extraño magnetismo de lo que es herida y sanación a la vez.

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Justo en ese momento vi a La Bruja regresar. Abrió la reja, miró hacia los lados y después entró con rapidez. Noté un bulto cerca de la puerta y estuve seguro de que se trataba de otro animal muerto. Dejó las cosas en la mesa y corrió las cortinas. Eran de una tela suave y pálida. Pasaron varios vecinos, niños, autos. Estuve a punto de irme, pero de pronto, contemplé con la boca abierta a varias sombras danzar con lentitud. Creí ver sus brazos en el aire, quizás ella también estaba bailando. Mientras la cortina se movía por el viento, se detuvo y miró en mi dirección. O al menos eso parecía. («La bruja», de Yoselin Goncalves)

Yoselin Goncalves narra desde la perspectiva de un hombre mayor. Es un anciano que ‒como aquel personaje de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock‒ está postrado (esta vez por razones de edad) desde su puesto de observación. Solemos olvidar que la vejez es también una instancia del otro social. Este cuento nos pone en la mirada del anciano que se obsesiona con cosas que no interesan a los demás, que se pone fastidioso, que se le metió una cosa en la cabeza que tiene que ver con la vecina y que esa vecina es bruja, y dale y dale con esa cantaleta. El anciano es entonces como un fantasma que se niega a abandonar este mundo que le queda tan grande y tan ajeno, como si no fuera capaz de asumir que su vida queda ya en otra parte. Sin embargo, algo está mirando ese señor en lo que nadie más se fija. Algo siniestro que está a punto de revelarse. Nadie lo quiere oír, pero él tiene razón. Lo que dice es válido, pero no tiene escuchas. Yoselin Goncalves con «La bruja» confirma su calidad como una de las voces más sólidas de la literatura de terror venezolana.

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Camina como mujer. Fíjate bien: contonea las caderas como si en cada costado cargaras un cuenco lleno de los ojos de todos los hombres del planeta, en especial los tuyos, y no pudieras dejar caer ni una pestaña. Un movimiento ondulado, una cachetada con el culo. No zarandees tanto los brazos. Baja la vista. Piensa que eres bonita. Míranos, idénticas. Si no fuera por ese cabello de Barbie que tienes y por el cachito infeliz que guardas entre las piernas, nadie notaría la diferencia. Anda, escóndetelo. Si haces caso, entraré a tu jaula. Yo sé lo que quieres. («Jaula para zorros», de Natasha Rangel)

Natasha Rangel nos ofrece lo que probablemente sea el cuento más experimental y fragmentario de esta antología. Una obra que se arriesga a jugar con las estructuras narrativas mientras indaga en las complejidades psicológicas de sus personajes. Para tender esta afortunada trampa, la autora se vale de ese universo a escala que son capaces de crear los gemelos desde el útero materno. La complicidad, la alianza, esa peculiar manera de sintonizar entre ambos que se va cultivando con la edad. En este caso la pareja está conformada por Julie y Julien. Se han construido una jaula donde cada vez que se internan pueden dar rienda suelta a ese código de zorros que solamente comparten ellos dos. Dentro de la jaula todo parece estar conformado por otra materia y tiene otra fluidez. Nosotros somos testigos, somos sus voyeurs. Nos asomamos a esa realidad y nos perdemos en sus juegos y metáforas, pero de pronto también salimos un rato del mundo-jaula y nos damos cuenta de que afuera está Los Palos Grandes o el Festival de Nuevas Bandas.

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Era evidente que detrás de una decisión como esa operaba el cansancio, el miedo, y el apuro por cumplir una tarea absurda; en el universo de los fastfoods un minuto es más que suficiente para preparar y empacar diez sándwiches con perfectas rodajas de tomate adentro. How do you know?, me pregunta. Porque he tenido demasiados trabajos de mierda, pensé, pero me limité a subir los hombros. Quizás si me hacía la bruta se iría más rápido, olvidando que, a los hombres les encanta explicarnos cosas». («Smart», de Ana Cristina Frías)

La historia se desarrolla en Miami, pero tiene referencias constantes a Buenos Aires, al tiempo que quien nos narra es venezolana. Una mujer migrante que trabaja en una barbería de Florida y allí atiende con cordialidad (es su trabajo) a un cliente pillo, patán y sin escrúpulos. Al tipo se le ha ocurrido que como ella es mujer y extranjera pues debe ser un poco tonta y fácil de engatusar. Él jura que ella no se entera de cómo son las cosas, así que hay que explicarle y sacarle provecho. En su soberbia el hombre no se entera de que está lidiando con alguien que le lleva mucho kilometraje en todo sentido. Ella es inteligente y está harta, combinación que la convierte en una criatura especialmente peligrosa. «Smart» es un cuento magníficamente narrado, con una tensión que se teje e incrementa frase por frase. A veces en inglés, otras en español, haciendo gala de un muy pertinente uso del code switching. Hay que tenerle cuidado a este cuento de Ana Cristina Frías, es una hojilla y también reparte filosas dentelladas.

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Estas son, pues, las nueve historias que integran Feroces: compilación de autoras jóvenes venezolanas, una antología que nos brinda la posibilidad de conocer universos disímiles que muestran cómo la narrativa vinculada con Venezuela o con su idiosincrasia amplia sus proyecciones en el ancho mundo.


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