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“¿Pertenezco yo a este mundo?” El conservadurismo estético de Roger Scruton

Roger Scruton en 1989. Fotografía de Nils Jorgensen | Rex | Shutterstock.

07/12/2020

Los ingleses tienen gustos particulares. Uno de ellos es la marmite, una suerte de mermelada hecha de consomé, entre ácida y dulce, que untan con pan en el desayuno. El filósofo Roger Scruton es como la marmite: o lo amas, o lo odias. No sorprende entonces que en el mundo de la relativización, de los puntos de vista, de las correcciones y de las censuras, es decir, en nuestro mundo, cuando Scruton afirma que hay cosas «bellas» y cosas «feas», que existe «la verdad» y no «verdades», y que el amor por la patria es el lazo más fuerte de la comunidad, sus enemigos preparan la guillotina, mientras que sus seguidores encuentran en sus palabras un bálsamo y un refugio.

Con la muerte de Sir Roger Scruton (1944-2020) se silenció una voz única de la filosofía política y de la estética, sus dos campos favoritos de investigación. Nacido en Inglaterra, Scruton fue filósofo, profesor universitario, esteta, musicólogo, compositor, conocedor de vinos, y amante de los zorros.

Se le reconoce como una de las voces más agudas del conservadurismo de nuestra era. Con más de 50 libros publicados, cabe mencionar el best-seller Conservadurismo, como también La belleza. Una breve introducción, Pensadores de la nueva izquierda, Bebo, luego existo, El peligro de la falsa esperanza, entre tantos otros. Fundó su propia universidad (la Universidad de Buckingham), y su propio campamento de verano, Scrutopia, para el que siempre había una larga lista de espera.

Su interés por las artes y, en particular, por la arquitectura, lo llevó a estar a cargo de la comisión del gobierno británico «Building Better, Building Beautiful» («Construir mejor, construir belleza»), cargo del que fue injustamente destituido por una polémica en la prensa. Compuso piezas de música, junto con su ya canónico estudio sobre Wagner, El anillo de verdad. La sabiduría de «El anillo del Nibelungo» de Richard Wagner.

Estas obras no navegan sola. Están ancladas en el carácter polémico de su autor, quien nunca se recató para decir lo que realmente pensaba en materia de política y en lo concerniente al arte contemporáneo. Con su apacible actitud de gentleman, cuando Scruton salía en la BBC o en cualquier medio internacional, salía armado, listo para atacar, pero también para defenderse.

En la revista conservadora The Spectator en Diciembre de 2019, con su característico humor agridulce, Scruton se hacía la pregunta que subyace en todos sus libros y apariciones: «¿Pertenezco yo a este mundo?»

No sabía Scruton cuando escribió esto que moriría 15 días después. Acosado en su propia patria por la izquierda laborista y por los propios conservadores, su impulso intelectual siempre encontró un hogar en los países de Europa del Este, previamente dominados por el comunismo soviético y, curiosamente, en Latinoamérica, específicamente en Brasil, donde lo admiran como a un jugador de futbol.

Si todavía persistiese una «cortina de hierro», habría que colocar a Scruton del lado de la tradición, de la noción de belleza y de su férrea convicción anticolectivista. Cabe recordar al filósofo escondiéndose de los servicios de seguridad soviética en Praga en los años 60, para leer libros prohibidos de filosofía con estudiantes, literalmente en sótanos secretos. Como dijo el periodista Douglas Murray de su maestro y amigo: «Si Roger y sus colegas hubiesen sido un grupo de intelectuales de izquierda, infiltrados en regímenes de ultraderecha para enseñar a Platón y a Aristóteles, ya habría varias películas de Hollywood sobre esta fascinante historia». Pero Scruton es de derecha, y un conservador.

Pero lo que más sorprende de su conservadurismo es cómo dicha posición ideológica permea de una manera tan coherente y consistente el resto de su pensamiento. Atrae específicamente el vínculo que existe entre su conservadurismo y su teoría estética. Conservador aquí no significa ser un defensor acrítico del status quo, ni admirar una casa de campo inglesa sólo porque nos evoca una época pasada donde todo era predecible, permanente, como sus muebles de cuero rotos. De Scruton se admira que para él hay cosas bellas y cosas feas, hay verdad en el liberalismo conservador y hay mentira en la utopía y el progresismo. Hay verdad en la idea de un «nosotros» dentro de los límites del Estado-nación, como hay mentira en el relativismo y en las ideologías colectivistas. Su pensamiento oscila entre la política y la estética, pues para este filósofo hay belleza en la política, y política en la belleza.

Sigámoslo entonces en su propia búsqueda: ¿a qué lugar de este mundo pertenece Roger Scruton? ¿Dónde podemos encontrar, en medio de la constelación de su pensamiento, un espacio de reposo? Sugiero que lo encontramos en las nociones que tanto defendió y que le costaron censuras, hostigamientos a él y a su familia, y hasta su puesto de trabajo como servidor público: comunidad, familia, pertenencia, vecino, patria, la idea de lo bello y de lo ideal. Aproximémonos primero las nociones políticas.

Un conservador Tory

Como toda tendencia ideológica, el conservadurismo tiene muchas versiones. Scruton no es sólo un conservador: es un conservador Tory. Ahora bien, ¿qué significa ser un Tory? Primero, es el nombre del Partido Conservador inglés, pero esta es una pregunta tan amplia como qué significa ser un socialista, pues personajes tan disímiles como Boris Johnson, Margaret Thatcher, Benjamin Disraeli y Winston Churchill lo fueron todos a su manera.

Nos atrevemos a especular que Scruton era un conservador Tory por instinto, no por ideología de manual. Una de sus obsesiones, y su tarea de vida, fue definir el conservadurismo, y ésta parece una de sus pistas más claras. Dice Scruton: «El conservadurismo es un instinto, no una idea, el instinto de aferrarnos a lo que amamos y de construir nuestra vida alrededor de eso». A diferencia de otras corrientes ideológicas, cuyos objetos de amor y de compromiso los define la ideología misma (la justicia social, la igualdad, la eliminación de clases), el conservadurismo conserva, preserva, asegura y protege diversos valores, dependiendo de donde nos encontremos: no hay conservadurismo, hay hombres y mujeres conservadores, que comparten un instinto humano de proteger lo que creemos que está en riesgo, lo que sentimos que está bajo amenaza. Para el filósofo viviendo en Londres en el 2020, varias cosas estaban claramente bajo amenaza, entre ellas la idea de patria o Estado-nación. No sorprende entonces su defensa del Brexit como un mecanismo de expresión de una sociedad que reconoció la necesidad de conservar su propia manera de regirse políticamente.

Como vemos, el conservadurismo de Scruton es un instinto, pero un instinto esencialmente escéptico. Al filósofo siempre le llamó la atención el éxito de los slogans de la izquierda, no sin una cierta envidia por su efectividad política. Admitía que el slogan de un conservador «sería algo tan improductivo y poco atractivo como ‘Duda!’ (‘Hesitate!’)». Dudó Scruton toda su vida del atractivo juvenil del utopismo. Pero también dudó del libre mercado, y del colectivismo en cualquiera de sus formas, de derecha o de izquierda.

Su sospecha estaba dirigida entonces a todo proyecto que pretende cambiar la realidad de un solo golpe. Por eso el conservadurismo tiene su origen en un sentimiento que todas las personas maduras están dispuestas a compartir: el sentimiento de que todas las cosas buenas son fáciles de destruir, pero difíciles de construir. Esto es especialmente cierto en el caso de las cosas buenas que llegan a nosotros como activos colectivos, la paz, la libertad, la ley, y la seguridad. Su escepticismo nunca estuvo libre de una cierta melancolía, como lo vimos en el slogan, el costo de este instinto por conservar es que le falta… sazón: su ideología «es verdadera, pero aburrida, mientras que la de nuestros adversarios es falsa pero emocionante».

Sin embargo, si lo vemos en las múltiples entrevistas que existen de él en YouTube o, como fue nuestro caso, se tiene el chance de hacerle una pregunta en una conferencia sobre el sentimiento de antireligiosidad tan extendido en la academia, es difícil imaginar a Scruton melancólico: lo que vemos es a un pensador siempre presto a ponerse unos guantes invisibles para luchar contra lo que llamó ese sentimiento de hostilidad tan común y penetrante que existe contra el conservadurismo. Pero como todo inglés –y Scruton es, sobre todas las cosas, profundamente inglés–, esos guantes invisibles los llevaba un Sir, un gentleman que jamás cedió a las intrigas, a las entrevistas que le hacían para colocar citas fuera de contexto, a las acusaciones en los periódicos y demás persecuciones que tuvo que vivir. Esta persecución debe resonar en los lectores que viven bajo regímenes explícitamente autoritarios. Lo revelador del caso es que nadie imaginaría que estas cosas suceden en países «civilizados» del «primer mundo».

Tres principios del conservadurismo Scrutoniano

Podemos ya indicar algunos principios de esta particular vertiente de conservadurismo Scrutoniano. Primero, para Scruton la «sociedad abierta» (como la llamó Karl Popper) no es la regla sino la excepción; la democracia y el estado de derecho son instituciones profundamente frágiles, expuestas a lo que Scruton vio durante las revueltas estudiantiles de Mayo del 1968, y que reconoció de nuevo en la actual generación woke, fenómenos que calificó como «el sentimentalismo de los odios». Segundo, para conservar los valores que nos definen como civilización, debemos volver a una idea de identidad colectiva, poder decir «este es mi vecino». Por supuesto, toda definición de un «nosotros», implica dejar a otros por fuera como «aquellos» o «los otros». Muchos criticaron la posición proBrexit de Scruton, al acusarlo de xenófobo y de nacionalista.

No discutiremos acá los argumentos de Scruton en este ámbito. Lo que queremos es mostrar que esta posición deriva de sus principios teóricos. Para Scruton, uno tiene el deber de reconocer al otro como una persona con talante moral, pero para que esto sea posible, ese «otro» tiene que compartir algo conmigo. Es imposible reconocer a toda la humanidad en lo abstracto: reconozco al otro en nuestro idioma común, en nuestras memorias colectivas, en nuestros anhelos compartidos. Por eso él habla del vecino, pues esa cercanía es para Scruton literalmente física.

Sus críticas más virulentas a la llamada «arquitectura de corte social» en su afán de construir edificios para fomentar la movilidad y el intercambio social en medio de las ciudades más urbanizadas, no se dan cuenta de que no diseñan patios centrales para que la gente se encuentre y literalmente se vea a la cara. Scruton detestaba esas ventanas demasiado pequeñas de los edificios sociales que miran al vacío e impiden la comunicación.

El tercer y último principio del conservadurismo scrutoniano nos recuerda que el libre mercado no es una solución a todos los problemas sociales. Como decía anteriormente, Scruton no es sólo un conservador sino un Tory, y mostrar escepticismo sobre la capacidad efectiva del libre mercado lo colocaba en los años 80 como un crítico de Margaret Thatcher y de lo que algunos llamaban el giro neoliberal. Scruton reconoció el valor histórico de la primera ministra Thatcher al combatir el socialismo radical y utópico de la época –¿o de todas las épocas?–, pero siempre procuró señalar los límites de las soluciones del mercado; las leyes, la educación, la cultura, pero sobre todo el arte, deben jugar un rol fundamental en sostener, defender y conservar los valores de la sociedad abierta. No se le puede dejar todo a las fuerzas invisibles del mercado.

Ahora bien, ¿por qué la generalizada hostilidad a estos principios conservadores básicos? Decía Scruton en una entrevista, «esta es la pregunta a la que he intentado dar respuesta toda mi vida». Un área en la que intentó buscar una respuesta fue en el arte pictórico, en la ópera y en la arquitectura. Consideramos que esta reacción anticonservadora que tanto preocupaba a Scruton, puede ser entendida como una hostilidad a la idea de que existen principios universales, de que existen cosas justas y cosas bellas ayer, hoy, y mañana. Este compromiso universalista de su pensamiento es la base de lo que vendrá a ser su crítica al relativismo estético, al everything goes del arte, sobre todo de la música y la arquitectura contemporánea.

La belleza, ante todo

Pensemos en un edificio estándar en una zona de alta densidad de una gran ciudad: una estructura cuadrada de cemento, fría, gris, pesada, ajena. Esta tendencia a la repetición del diseño de fórmula en la arquitectura refleja para Scruton la manera en que hemos olvidado que «construimos para pertenecer» y no sólo para sobrevivir. Esta tendencia a la repetición se manifiesta de nuevo en los beats de la música popular, sobre todo de la música pop (y hoy podríamos agregar en el trap). Construimos edificios idénticos y repetibles y música pegajosa, dice Scruton, «para hacer de este lugar un cualquier lugar y, por ende, un ningún lugar».

Sus valores estéticos se encuentran de manera más clara en su libro sobre Wagner y en su famoso ensayo La belleza. Una Introducción. Para Scruton, el arte nos abre un lugar de trascendencia para existir y comprendernos, y en esto sigue a Kant: el ser humano es un ser dual con un pie en este mundo –el mundo del poder, de la envidia, de los deseos y del placer–, y con un pie en otro mundo, el mundo de lo trascendente, donde encontramos un sentido a nuestra vida y un ideal según el cual regirnos. El arte se convierte así una experiencia radicalmente moral, pues nos permite reflexionar sobre nosotros mismos. No vamos al museo para distraernos, vamos para hacernos mejores personas.

Pero, ¿son todas las formas de expresión artística medios para la moralidad? Según Sir Roger, la repuesta es un no rotundo: las óperas de Wagner lo son, ciertos jardines de la campiña inglesa lo son, la música clásica lo es, pero otros objetos y tendencias quedarían fuera de la lista. Muchos han visto en esta apreciación estética una suerte de esnobismo conservador. Lo que nos parece importante, al menos desde el punto de vista de estas reflexiones, es cómo esta aproximación moral a la creación artística está anclada en Scruton en los mismos principios de pertenencia, identidad y comunidad que animan su filosofía política.

La música era su arte predilecto. La música pop, nos decía Scruton, tiene el efecto de rebajarnos moralmente por su carácter repetitivo y su incapacidad de llegar a una conclusión, a un cierre, a un apogeo. Dice que la música pop es igual «a una máquina locomotora, cuya repetición es su único medio». El éxito de esta música yace en las melodías «pegajosas», mejor ejemplificadas por la canción «Wannabe» de las Spice Girls (¡qué diría Scruton de Bad Bunny!) Desde su ángulo conservador, concluye el filósofo que «las melodías de los Beatles, por ejemplo, fueron siempre audaces, con ritmos internos y acercamientos a notas vecinas. Pero los Beatles pertenecen ya a otra era».

Quizás lo que más nos cuesta entender en Scruton es que exista, o existía hasta hace poco, alguien en el mundo dispuesto a decir «esto no es música», o «este edificio es bello y este otro horrible». Pero estos son sólo juicios estéticos, cuestión de gusto, podría justificarse. Hemos intentado argumentar que para Scruton no es cuestión de gusto o de opinión o de preferencia; es cuestión de diferencia entre verdad y mentira, entre lo bueno y lo malo, entre lo bello y lo feo. Este universalismo de principios puede sonar ajeno a nuestras tendencias postmodernas y relativistas. Pero algunos, al igual que Scruton, nos preguntamos: ¿pertenezco yo a este mundo? A casi un año de su partida, extrañamos abrir el periódico y encontrar su voz, la voz del sentido común.


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