Literatura

Lea aquí un fragmento de “Preámbulo”, la más reciente novela de Antonio López Ortega

07/06/2021

Madre conduce el viejo Packard. Lo viene haciendo a empujones, hundiendo o soltando el embrague. Su pierna izquierda no llega con fuerza al pedal, se queda corta, y entonces el vehículo corcovea, como si fuera un caballo.

Vamos bailando, sin darnos cuenta, cuando todos deberíamos estar absortos. Con el bamboleo, los pechos se adelantan, las piernas se tensan. Allí está la cuesta, cada vez más empinada, mientras dejamos atrás La Guaira.

Hundido en el asiento trasero, intento ver más allá del parabrisas. Estoy buscando árboles, aves pasajeras, pero la inclinación del Packard solo me ofrece el cielo. Un cielo límpido, sin nubes, en pleno fragor del mediodía. Llego a creer que el cielo es enteramente mío, que me lo han reservado, pero en verdad es de todos, mientras guardamos silencio.

Al lado de Madre, en el asiento delantero, va mi tío Armando. Lleva corbata negra, delgada, casi una cinta arrugada que muere en el abdomen. Armando es trigueño, de cejas gruesas, con pómulos hundidos. Su brazo derecho va descansando sobre el marco de la portezuela, con el codo salido. Mueve la cabeza de un lado a otro, rozando la tela del techo, quizás porque su humanidad recrecida no le permite ceñirse al asiento. Usa brillantina en esos pelos crespos, movidos por el escaso viento. Sus ojos almendrados van más allá de la cuesta, cortan la visión con cuchilla de aluminio.

Detrás de Madre, casi en línea recta, va el tío Guillermo, para más señas médico de la familia. Su rostro es aceituno, redondo, con una risa afable cuyo origen todos desconocemos. Viene con ojeras, las de siempre, y una cierta inquietud no le permite posar las manos en las rodillas. Su cuerpo está embutido en un paltó cruzado, también negro, con dos hileras de botones. También ve el cielo, más allá del parabrisas, pero la imagen del costado, con matorrales que brotan al borde la cuesta, le va robando la atención. Hombro a hombro, y a veces tomándolo del brazo, va sosteniendo al abuelo Rafael, seguramente ebrio o dormido, bailoteando en el centro por los empujones. Es mejor que el tío Guillermo lo haga, porque si no se me vendría encima. Y sin embargo, dependiendo de las curvas, me toca aplicar los brazos como palanca y contener la masa inanimada. De más está decir que el abuelo viene impecablemente vestido, como siempre, con chaleco, corbatín y un bolsillo delantero para guardar el reloj de oro. Lástima que un hilo de saliva, desprendido de la comisura de los labios, caiga ahora sobre la flor que lleva en el ojal.

El Packard era de un gris oscuro, casi negro. Recuerdo los guardafangos anchos, las ruedas de atrás semicubiertas, los arabescos plateados que recubrían el radiador. Todavía creo ver las bandas blancas muy anchas de los cauchos, apenas salpicadas por gotas de barro reseco. Cómo Madre lograba conducir tal armatoste es una pregunta que todavía me hago. Para la ocasión en Catia La Mar, si se puede hablar de tal, llevaba un vestido florido, estampado con lirios morados y negros, guantes hasta las muñecas, el pelo recogido bajo un tocado. La carterita era un señuelo, pues de tan fina dudo mucho que una polvera o un lápiz labial cupieran. El cuerpo demasiado estrecho de Madre se hundía en el Packard, desaparecía ante el volante, y sin embargo iba domando a la bestia a punta de espolones, en un rodeo silencioso.

Por qué Armando se coloca al frente es algo que nunca entenderé. A menos que a un niño de ocho o nueve años, no lo sé, se le impidiera ir en el asiento delantero. Pero dejarme atrás, con el abuelo, es una imagen que todavía me estremece. Pasamos de la fiesta al dolor, en un santiamén, sin respiro alguno. ¿Qué habíamos ido a hacer a Catia La Mar? Poco importa, la verdad. Por la vestimenta que describo, supongo que sería una recepción, un agasajo, la invitación de unos clientes que le compraban sacos de chocolate a Madre. Pero llevar al abuelo, con sus ochenta años a cuestas, es un dato que no calza. Desde los tiempos de Zaraza, en medio del polvo que se levantaba en las calles, al hombre le gustaba el buen vestir, los licores finos, los bocados más variados. La mente quería abarcarlo todo, pero el cuerpo se quedaba atrás, rezagado. ¿Por qué entonces llevarlo al agasajo de Catia La Mar, tan cuidadosamente vestido, con la flor en el ojal, si el calor abrasaba por dentro y derretía la grasa de los poros? Rafael Flores ha debido de estar sentado en una silla estrecha, la mano apoyada en una mesa de mantel blanco, con una copa de brandy que sus labios morados sorbían, seguramente triturando chicharrón con los pocos molares que le quedaban. Y en un rapto minucioso, con imágenes que se le agolpan, se ve a sí mismo caer sobre el mosaico estrellado del piso para asombro de las damas que se entretienen con su trato glamoroso.

Vuelvo, sin embargo, a la cuesta que nos aleja del litoral. Se trata de la vieja carretera que va escalando el cerro desde La Guaira para llevarnos al otro costado de montaña, donde debe de aparecer, lentamente, el valle de Caracas. El Packard deja atrás las casas playeras, los comercios de las avenidas, los uveros en las aceras y los almendrones en los jardines, para bordear casas más pequeñas, por momentos rancherías, que se aferran al pie de monte, como sostenidas por los vientos. Por aquí hay un lupanar atestado de marineros, irrumpe Armando sin que yo entienda la palabra lupanar. Vienen directo de los muelles de La Guaira: suecos, noruegos, griegos, y pare usted de contar. Yo miro hacia un extremo, hacia donde él señala, pero no entiendo nada: apenas una fachada blanca, alargada, con ventanales pequeños más arriba, en hilera, sobre un portón de madera semiabierto, una de las hojas hundidas hacia un zaguán sombrío. La estampa es fugaz, imprecisa, y hoy cuenta más el recuerdo que la visión real. Cuenta por las palabras de Armando, que fueron las únicas que se pronunciaron en el camino, me atrevería a decir, hasta que al fin llegamos a San Bernardino con el abuelo bailoteando. El resto fue tan solo ascensión a los cielos, primero por la inclinación del Packard sobre la cuesta, pero luego y sobre todo por la variación del paisaje, que de muy reseco pasó a una humedad neblinosa en las alturas. Después de los últimos barrios de Maiquetía, comenzaba una vegetación xerófita, de cactos y tunas, de cujíes y pastizales amarillentos; luego veríamos los primeros árboles torcidos, algunos arbustos más verdes que pálidos; y hacia la cúspide, cuando las curvas y los breves pasos sobre quebradas se hacían interminables, la visión era boscosa, de verdor cerrado, con nubes que nos atravesaban creyendo que se trataba de simple neblina. Me pregunto si ese era el cielo que recibiría a mi abuelo Rafael, y me lo pregunto porque desde Catia La Mar venía muerto, sostenido por los hombros de Guillermo y por la insuficiente palanca de mis brazos. Por una de esas decisiones que nadie contrariaba, ni siquiera Guillermo como médico de la familia, quien para tomarle el pulso a su propio padre debió desatarse el nudo de la corbata, Madre ordenó no llamar a ambulancias ni curas. A Rafael, decía, se le hará el santo sepulcro en Caracas. Y con la sentencia, dicha en medio de la fiesta, entre todos subiríamos el cuerpo al viejo Packard y lo plantaríamos en el centro del asiento trasero, escoltado por Guillermo y por quien creía que el cuerpo desaparecería entre las nubes.

Dos o tres horas conviví con mi abuelo muerto, dos o tres horas que aún me sostienen. El cuerpo habrá llegado abatido a Caracas, pero el alma, estoy seguro, a merced del viento, quedó incrustada en uno de esos árboles de montaña, entre el verdor y la neblina. La muerte fue, si se quiere, elegante, pues más allá del hilo de saliva, lo que en verdad sobrevivía era la flor en el ojal, un clavel que parecía sembrado en su pecho, un clavel que nunca marchitó.

***

A mi abuelo Rafael lo conocí de cinco años. Veo a un hombre de baja estatura, henchido, con sombrero, bastón, la flor en el ojal, y Madre me dice: “Salude a su abuelo”. Habíamos llegado a Zaraza desde Caracas, en un trayecto que consumió todo un día: dos o tres vehículos levantando el polvo del camino. Eran los tiempos de la transición, cuando la familia se trasladaba por oleadas, lentamente, hacia Caracas: primero Madre, luego los hermanos y por último los padres, que al final no sé si hicieron vida común en la gran ciudad. La estampa del abuelo que recuerdo haber visto en Zaraza era la misma de Caracas: el paisaje cambiaba pero los hábitos seguían siendo los mismos. ¿De dónde la presunción, las vestimentas, las buenas maneras, la decencia en el trato? Siempre supuse que el abuelo era de Zaraza, pero en verdad había nacido en Aragua de Barcelona, pueblos interconectados por una ruta comercial sembrada de pensiones que bajaba hasta Angostura. En cada pueblo, recuerdo, había estanques, pequeñas represas, oasis donde los viajeros se detenían a quitarse el polvo de la cara.

Don Rafael, que así lo llamaban, heredó un negocio familiar. Se le conoció siempre como comerciante, y en Zaraza llegó a tener una pulpería que él mismo atendía. Sus orígenes se me pierden, pero fue un hombre autoinstruido, que salía todas las tardes a pasear y conversar. Ya en Caracas, seguía reservando sus horas vespertinas para la cháchara. Solo que en vez de salir a pie (las piernas ya le fallaban, el bastón dudaba), prefería recibir a la gente en el porche de la casa. La imagen de un semicírculo en la terracita de San Bernardino, con hombres trajeados de oscuro alrededor de su figura encogida, me acompañó hasta el día de su muerte. La galantería y el temperamento abierto, dispuesto a abordar cualquier tema, siempre lo diferenciaron de su esposa, la abuela Chacín, quien más bien resultó hacendosa, hogareña y de poco hablar. Si esta sembraba sus hábitos en los corredores y patios de su pensión zaraceña, aquel siempre fue hombre de plaza pública. Poco se sabe de la relación entre ellos, y con el paso de los años se les veía cada vez menos juntos, pero llegaron a tener veintitrés hijos en Zaraza, la mayoría de los cuales enfermaron jóvenes, unos de fiebre amarilla, otros de malaria y otros más de trastornos indescriptibles. De los veintitrés hijos, solo ocho sobrevivieron.

Dije antes que Guillermo se desató el nudo de la corbata para tomarle el pulso al abuelo, pero obviamente hizo mucho más. De los ocho hijos sobrevivientes, era el que más se le parecía. Igual en estatura, igual en el tono de piel, igual en la sonrisa. Solo lo diferenciaba, o lo acercaba más a la abuela Chacín, el silencio, o mejor la expectación con la que abordaba cualquier situación humana, por más radical que fuera. Don Rafael lo veneraba por ser su único hijo graduado, profesional universitario, médico internista que con el tiempo se convirtió en pediatra. En Guillermo, su semejante, veía una posibilidad de sí mismo, de pulpero a médico, de pensionario a sabio consultor. Le pasaba el brazo por los hombros e improvisaba una caminata: Guillermón, le decía, qué lejos has llegado. Y en la llegada, se veía con toga y birrete, llorando como también lo hizo en el acto de graduación de su hijo. Para la ceremonia se había puesto un paltó levita, más elegante que el que llevaba el día de su muerte, pero siempre con el clavel en el ojal.

No quisiera recordar ahora la escena porque aún no la entiendo, pero Guillermo golpea el pecho del abuelo con el puño cerrado, lo asiste llevándole aire boca a boca, le vuelve a tomar el pulso. Los labios tenían el color del brandy, su boca olía a chicharrón. Don Rafael agoniza entre los brazos de su hijo, médico para más señas, quien pese a todos los signos vitales, ciegamente, sigue golpeando el pecho. Guillermo se detiene de pronto, lo ve a los ojos, hace suyo el momento preciso en el que expira y luego lo alza para traerlo a su regazo. Lloraba el hijo como su padre lo hacía cuando en el acto de graduación se inclinaba ante las autoridades para recibir la medalla. La elegancia quieta del abuelo era ya la elegancia de la muerte, vestida para la ocasión, la misma elegancia que me acompañó a mis ocho años en forma de clavel sin saber que viajaba con un cadáver.


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