Perspectivas

Lafourcade y las flores de Caracas

23/08/2023

Fotografía de Naky Soto

La tristeza por desamor debe ser la responsable de un porcentaje inmenso del total de la creatividad artística. Toda separación necesita tiempo para ser asimilada, mientras le vas encontrando otro espacio a tus enseres, otro ritmo a tus rutinas y reeducas tu memoria emotiva para no decir en voz alta ese nombre, para no espetar al aire la idea que se te acaba de ocurrir, para que en esa rara urgencia de huir del dolor no vayas a ceder en la importancia que tiene dejar el cepillo de dientes donde le reclamaste por años que tenía que estar. Así opera la desesperación.

Ahora imagínate que en lugar de ceder ante el despecho, agarras toda esa energía triste, insegura y preocupada y le pones música, que la pules cada vez que la cantas, que amansas tu dolor en la medida que lo vas comprendiendo.

El dolor lo cantas peinándote la melena con una línea a la mitad, protagonista de un guion atemorizante que descubres distinto porque decides ser la Indiana Jones de esa tristeza que también es parte de ti, y por eso te ves en la emoción. No te ves a ti misma triste, sino que ves el dolor que te cubre y condiciona, como un vestidote negro, inmenso y pesado, un vestido que sabrá Dios cuándo vas a quitarte de encima, pero que para poder quitártelo necesitas sentir en todas sus dimensiones, porque nadie se zafa de lo que no enfrenta.

Natalia Lafourcade ensambló un ejercicio precioso para cruzar del dolor a la reconstitución poquito a poco. Esa llorona sentada a la que acompañaron muchos ruidos breves y bajitos, se va moviendo con respeto por la tristeza, con la ayuda de lo que va aprendiendo entre sus canciones, a veces de unas yerbateras, otras veces de un colibrí o de la tierra y el mar, con la resignación de haber venido a este mundo solita (y así tendrá que marcharse), con la guitarra como escudo provisional, discreta para la risa durante el dolor, porque la emoción fue todo en su performance en la concha acústica de Bello Monte.

Canción a canción, Natalia hizo el recorrido por unas flores que se obsequiaba a sí misma, y con ella, a cada persona que las cante. Tras una separación, por ejemplo, vas a necesitar oír muchas veces “Hasta la raíz”, para que te caiga la locha de cómo es posible mandar a alguien a lavarse el paltó con tanta dulzura; cómo es que puedes llegar a aceptar que estás triste, que hay circunstancias irreparables, y a pesar de eso, también puedes ser consciente de que una parte de ti jamás dejará de amar a quien ya no está en tu vida.

Fotografía de Naky Soto

Y es que el quid de “De Todas Las Flores” no está en el otro sino en ella misma, y en cada persona que cante con ella. No es un canto al amor romántico, es un canto al desamor que le abre paso al amor propio, ese que es capaz de romper el canon y decirte con indulgencia: “Perdona si lloré, lloré, lloré mientras bailaba, tenía dolores viejos que atender de aquel pasado”. Este es un concierto para aplaudir la densidad que todo ser humano contiene, porque somos lo que se espera que seamos, pero también somos esas dimensiones inesperadas que sólo descubrimos ante el dolor.

Natalia Lafourcade tiene virtudes nobles para ser la artista que es, pero esta apuesta por desdoblarse me asombra, porque su voz es el lazo perfecto para escuchar lo que quiera cantar, y eso hace más virtuoso que elija cantar sus penas. También cantó descubrimientos, consejos y posibilidades, fue como una amiga confesándonos que la pasó malísimo, que aún no está bien, pero que en eso de ir “ahí ahí”, se siente mejor en la naturaleza, entiende algunos consejos de abuelas y hasta la playa y un cerro le parecen distintos, porque tú comprenderás que después de que le sacudieron el alma, ella puede sacudir sus formas y su vida.

Por eso se quitó el faldón, y en una metamorfosis que ocurrió desde los gestos hasta el registro vocal, sin ese enorme peso encima hizo un baile, un ritual de “Hasta aquí te trajo el río”. Se lo bailó a su propia tristeza, porque la felicidad es también una decisión; pregúntaselo a personas que viven en dictadura.

Y se fue y regresó a escena emblanquecida y brillante, con los pelos recogidos y unos zarcillos también luminosos, para presentarnos a una voz conocida, Soledad Bravo, a quien acompañó tocando cuatro. ¿Cómo fue que Natalia entendió de qué va un canto de ordeño? Sin estridencias, solo constante, una idea por vez, a ver si de repetirla con calma y profundo, se la aprenden las propias vacas. Poco a poco cruzó del ordeño a su Veracruz, en la que se moja pan en un café con papelón, y confesó que Venezuela le recordaba a su tierra. Ya sabemos por qué.

Fotografía de Naky Soto

La última flor de ese concierto fue regresar un momentico a la escena para cantarnos la bossa nova más cuchi del mundo (Un Pato), después de confesar que tenía muchos años sin cantarla. Las dos horas y media fueron un regalo poderosísimo, que incluyó el dejo de esas cumbias de quien ya sabe qué espera del amor aunque aún no lo obtenga. Mis aplausos a la producción que previó enfocar esos rostros de la audiencia concentrados en cantar, inconscientes de la fama de las pantallas grandes, conectados con Natalia, su banda y sus palabras.

Ella es la amiga con la que tomas café aunque estés despeinada y no logres sacarte el pelo que se te metió en la boca mientras hablabas. Es la amiga con la que vas a reírte por el desafuero de quienes aplaudieron antes de tiempo cada canción dolorosa, porque sólo pasó con esas. Y te vas a reír porque ustedes saben que el dolor tiene un tempo, y pareciera que cuando lo respetamos, es más sencillo aprender a seguir, porque: “si lloro violento, soy río hasta el amanecer”

Regia, dulce, plena.

Maravillosa, Lafourcade y todas sus flores.


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