Entrevista

La señora Evelia no quiere empezar de nuevo, pero sus nietos sí

Fotografía de Roberto Mata | RMTF

17/01/2022

Aunque inédita, esta entrevista fue realizada para el tercer episodio de «Generaciones: dos tiempos, una historia», una serie de podcasts producidos por La vida de nos y el Goethe-Institut en 2021 que buscan reflexionar sobre algunos retos de la Venezuela de hoy, desde las voces de diferentes épocas.

La pastelería Danubio abrió sus puertas en marzo de 1970, hace más de 50 años. Entonces, Venezuela estaba a punto de vivir un gran derroche de petrodólares producto de la Guerra del Yom Kipur, que devino en una resaca económica con resultados todavía presentes. Pero, dentro de esa borrachera, hubo gente preocupada por el futuro. Venezolanos y extranjeros que sembraron el petróleo. Entre ellos, Evelia y Pal, un matrimonio húngaro-venezolano que, pensando en el bienestar de sus hijos, crearon un negocio.

*

—Tengo entendido que usted es de los Andes.

—Claro, yo soy venezolana, soy gocha.

—¿Y cuándo se vino a Caracas?

—Llegué a Caracas en el 45, tenía 16 años, porque nací el 10 de agosto de 1929. Estaba gobernando el general Juan Vicente Gómez, pero yo ni enterada porque soy del campo.

—Gómez también era gocho.

—Gochísimo.

—¿Y usted es de San Cristóbal?

—De una aldea de San Cristóbal, de Capacho.

—Llegó a Caracas entre los 15 o 16, ¿recuerda la fecha exacta?

—Fue un sábado, en la octavita de Carnaval de 1945.

—Y llegó en un momento culminante, porque meses después se produce el golpe de Estado contra Isaías Medina Angarita.

—Claro, en octubre.

—Eso fue importante, en esos años se les otorgó el voto a las mujeres.

—Sí, yo fui parte de esa primera generación de mujeres que votó en 1947, pero uno no se ocupaba de política, eso era algo muy distante para nosotras. Tampoco había tantos medios de comunicación como ahora, yo sólo escuchaba radio. No teníamos ese interés por la política que hay ahorita.

—¿Y qué hizo acá? ¿Vino a continuar sus estudios?

—No, yo no estudié en ninguna parte. Soy, como quien dice, autodidacta. Vine fue a trabajar. Vivía con unas tías en San Bernardino que se dedicaban al servicio doméstico. Mi mamá y mi papá se quedaron en el Táchira.

—¿Y se dedicó al servicio doméstico como sus tías?

—Al principio sí. No fue nada fácil. Pasé hambre. No era lo mismo vivir con mis papás bajo un techo a estar prácticamente sola en la capital. Después de estar con mis tías me fui a vivir sola, por Sarria. Fue entonces cuando entré a trabajar a una pastelería francesa porque no me gustaba el servicio doméstico, eso fue a comienzos del 50. Allí me encargaba de atender a los clientes, la mayoría europeos que llegaron tras la Segunda Guerra Mundial.

—¿Fue allí donde conoció a su esposo, el señor Pal Kerese?

—Efectivamente, fue allí. Él era húngaro y las cosas no andaban bien en Europa.

Los años de la posguerra fueron difíciles.

—Sí, pero antes de empezar la guerra, vinieron muchos también. Él llegó a Venezuela porque Europa quedó devastada física, moral y económicamente. Vino porque el gran sueño era la América, pero no Venezuela, esto sólo era un trampolín para llegar a los Estados Unidos. Eran tantos los que llegaron que uno, que vivía aquí, ni sabía de dónde eran.

Fotografía de Andrés Kerese | RMTF

—¿Cómo se conocieron?

—Él empezó a trabajar en la pastelería, conmigo. Allí surgió todo. Él siempre andaba con un diccionario en la mano porque, aunque era un hombre muy bien formado en Hungría y hablaba español, había palabras que todavía no entendía. Y llegó solo, era hijo único, aunque vino con muchos emigrantes.

¿Qué hacía él en la pastelería?

—Lo que saliera, ellos venían aquí a ejercer cualquier oficio. En la pastelería trabajó despachando como yo, pero también como ayudante del pastelero.

—¿Y tenía experiencia como pastelero?

—No, él estaba bien formado, pero no tenía experiencia en nada de eso. Lo que pasaba es que aquí no valían estudios ni nada, se hacía lo que se podía. La mayoría de los que venían eran campesinos, porque era lo que el gobierno solicitaba, pero al final muchos terminaron haciendo grandes negocios, sobre todo los portugueses y gallegos. Sólo que a mí me tocó un húngaro.

—¿Y fue amor a primera vista?

—No, a mí no me gustaban los europeos porque no sabían bailar. Además, venían muy amargados por la guerra y por haberse desarraigado de su familia. Él había dejado a su mamá y no podía regresar, porque era un perseguido. Necesitaba un hogar y yo también, así fue que nos unimos.

—¿Y el cortejo de aquella época es diferente al de ahorita?

—Muy diferente, para nada que es lo mismo. El enamoramiento de antes era muy trabajado, no como el de ahora que es mucho más rápido y liberal.

—¿En qué sentido?

—Por ejemplo, cuando yo vivía sola en Sarria no podía salir. Allí fue donde pasé toda mi juventud. Entonces, cuando quería salir iba con mis amigas, pero con una señora que nos acompañaba a las fiestas, una chaperona.

Y entonces conoció al señor Pal y se casaron rapidito.

—Sí, fue rapidito, porque no teníamos muchos amigos ni tampoco para hacer una fiesta. Eso fue ir al registro y listo. También tuvimos nuestro primer hijo, Alejandro, que nació el 2 de diciembre de 1952, el mismo día que Marcos Pérez Jiménez llegó al poder. Algo que llama la atención es que Andrés, mi tercer hijo, nació el 28 de enero de 1958, cinco días después del derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez.

—¿Y el segundo hijo cuándo nació?

—Pablo nació 17 meses después de Alejandro, el 11 de mayo de 1954.

—¿Todavía seguían trabajando en la pastelería francesa?

—Él sí, ya llevaba muchos años como pastelero y así estuvimos hasta 1970, cuando fundamos el primer negocio en Chacao, que es el que todavía sigue.

¿Antes había más posibilidades que ahorita?

—Sí, pero no era nada fácil, sin embargo, sí había mayores oportunidades. Dependía del comportamiento que tenías, de la reputación y de la seriedad.

Fotografía de Andrés Kerese | RMTF

—¿Y cómo consiguieron ese local en Chacao?

—Él trabajó también en una pastelería que se llamaba La Selva, creo que todavía sigue ahí en la avenida Libertador. Trabajó como siete años allí hasta que querían vendérsela. Le pedían 300.000 bolívares, una cantidad que no teníamos. La idea que se nos ocurrió fue empezar de poquito a poquito y así fue como arrancamos en Chacao, con un negocio sin nombre, porque no teníamos mucho dinero, sólo un pequeño capital de 30.000 bolívares. Hoy es la Danubio de Chacao, la que está en Mata de Coco, la sucursal principal.

—Y esa es la que dice que se fundó en 1970.

—Sí, el Martes Santo de 1970, al mediodía. Ese día abrimos. Empezamos haciendo lo que él mejor hacía: cachitos y dulces. Aunque siempre cargaba un libro de recetas también. Nos favorecía mucho que supiera hacer pastelería europea porque los emigrantes eran los primeros que nos compraban. Poco a poco nuestros hijos se fueron incorporando. Se trataba de un negocio familiar. Alejandro, el mayor, estudiaba ingeniería petrolera en la UCV y tuvo que salirse porque se le hacía muy difícil. Nos fuimos a vivir a Catia, allí vivimos alquilados y pagábamos 250 bolívares, una tontería, y el apartamento era bien cómodo. El dólar estaba estable, nada como hoy.

—¿Por qué el nombre Danubio? ¿Por el río húngaro?

—Claro, mi marido al ser húngaro le puso ese nombre. Es un río que pasa por Budapest, que es la capital y ciudad más importante de toda Hungría.

Veo que se refiere al señor Pal como un hombre culto.

—Mucho. Él se sabía muchas historias, tanto de su país como de Venezuela, incluso más que los propios venezolanos. Él conocía bastante. Le interesó mucho este país y se enamoró. Ni siquiera se quiso ir cuando sacaron a Pérez Jiménez y eso que muchos paisanos suyos lo hicieron. Él decía: “Aquí llegaré a ser un señor, en los Estados Unidos un número”.

—¿Cómo se produjo el salto de ser una pastelería de la esquina como cualquier otra, a ser la pastelería Danubio con varias sedes en Caracas?

—No hubo un día en específico. Primero éramos Pal y yo nada más, luego nosotros dos con tres niños y después más gente. Sencillamente, el poder hacer un buen trabajo nos llevó a que nos conocieran, a tener clientes fijos y nuevos siempre. Poquito a poco fuimos armando el negocio, con los muchachos, Alejandro, Pablo, Andrés que, al ser el más pequeño, no trabajó tanto como los demás. Ahorita es el que trabaja más, porque administra, pero antes muchos estuvieron en la mesa. Fue muchísimo trabajo cada día.

¿Les afectaron las crisis del país? ¿El Viernes Negro o el Caracazo? Lo pregunto porque a mucha gente les impactó en sus negocios.

—Mira, no. Nunca dejamos de trabajar. Aquello fue un alboroto, pero nada de eso nos afectó realmente. Sólo tuvimos que cerrar por dos meses durante el paro petrolero de 2002. Fue difícil sostenernos porque debíamos pagar personal sin producir, pero al final pudimos reabrir y recuperarnos. Eso sería lo único, de resto nada. Y ahorita, mis hijos son muy optimistas. No es tan difícil ya, tampoco, porque la gente ya nos entiende, tenemos una línea.

—¿Y en pandemia cómo les fue?

—No cerramos. Fíjate, yo trabajé en esta sede de Santa Rosa de Lima hasta el 13 de marzo de 2020, cuando decidieron encerrarme por la cuarentena. Antes veías el negocio lleno, había que contratar a gente para que viniera a trabajar los sábados, pero ahorita no, ahí lo ves vacío. Uno aprende a manejarse, es cuestión de poder adaptarse a todo esto y seguir innovando.

—¿Y siempre fue así de activa?

—Siempre, nunca dejé de trabajar. Siempre me encargué de atender al público. Así lo hice durante 50 años, desde 1970 hasta 2020. Al público hay que saberlo tratar, con mucho cariño y eso para mí nunca fue difícil. El empleado debe tomarse el trabajo de venderte algo, saber hacerlo, no tratar mal a la clientela. De eso depende el éxito del negocio, del trato del personal.

—Su esposo murió en 1985. ¿Cómo llevó las riendas del negocio sin él?

—Gracias al apoyo de mis hijos, que ya estaban mayores. Nosotros ya estábamos muy bien, ya estábamos bien posicionados si se quiere, entonces, claro, nos afectó emocionalmente, pero el negocio siguió andando.

Fotografía de Andrés Kerese | RMTF

—Al punto de que abrieron una pastelería en España con su nombre.

—Eso es obra de Andrés, mi hijo menor. Él quiere muchísimo el negocio y sabe lo difícil que ha sido llegar hasta aquí, lo que nos ha costado. Tengo varios nietos que estudiaron en los mejores colegios de Caracas, incluso en universidades extranjeras, en España y en Estados Unidos, pero se han dedicado al negocio. Los hijos de Andrés son el mejor ejemplo de esto que te digo. Él los puso a trabajar allá porque aquí sencillamente serían vistos como los hijos del dueño y lo que él quería era que ellos mismos se fajaran.

—¿Y cómo se siente con eso?

—Con muchas expectativas, con interés, porque tenemos que competir con los españoles, cosa que no es fácil. A mí personalmente me preocupa lo que generalmente le preocupa a cualquier persona con familiares afuera, por ejemplo, lo de la borrasca Filomena de hace un año. Ahí, entonces, los llamo.

—¿Y cuántos nietos tiene en total?

—Yo tengo seis nietos, dos por cada hijo. Y me gusta que estén trabajando en el negocio en España. Es como empezar desde cero, como hizo su abuelo; a quien ellos no conocieron, pero uno de ellos le debe su nombre: Pal Kerese.

Y usted, ¿volvería a empezar de nuevo?

—No, yo estoy cansada. Es mucho trabajo y muchas complicaciones.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo