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El Método Kerese y el insospechado relato de La Danubio

La familia Kerese. Cortesía de Pa' Los Panas Producciones.

06/12/2020

Antes de que en Venezuela se nacionalizara el petróleo en 1976, antes de que el Cine Caribe se transformara en el Estudio Mata de Coco en 1985, antes de que Kubala maldijera en su idioma natal que España no clasificara para el Mundial de Fútbol de 1970, un húngaro inmigrante aprendía en hornos ajenos todos los misterios gozosos de la harina, los azúcares y la grasa.

Así, en marzo de 1970 y obedeciendo el rigor de una mujer andina que supo domar su corazón y estimularle el impulso, se hizo de una casita en Chacao donde no se ha dejado de hornear durante los últimos cincuenta años.

Medio siglo cumpliendo, con excepción de dos días al año, con el compromiso de generar las condiciones ideales para que toda una ciudad pueda participar en los paganos rituales de romper los ayunos, consentirse en las meriendas y satisfacer el capricho el dulce que se lleva a casa, el detalle para no llegar con las manos vacías, los pasteles que celebran que el tiempo pasa y las urgencias posibles de todo café.

Una familia que insiste en la hermosa terquedad de sostener aquel “negocito” que había deseado la abuela, convertido hoy en algo mucho más importante que el simple imperio de la gula, la crema pastelera y los hojaldres.

Cortesía de Pa’ Los Panas Producciones.

La familia Kerese.

Esa misma familia que suma cincuenta años ofreciendo a clientes que se renuevan mediante el estimulante incentivo del apetito, pero también gracias a la memoria emocional de sabores que han estado allí mucho antes de su antojo, los mismos estándares de calidad que testimoniaron sus madres, sus abuelas, su pasado.

El documental La Danubio (2020), de Ignacio Castillo Cottin, no tiene como eje la historia de una pastelería, sino la articulación de un conjunto de síntomas y signos que se manifiestan en un orden aparente y definen, de manera inevitable, un modo de hacer.

Un método, más bien.

El Método Kerese.

Una suerte de terquedad noble que podría resumirse como la firme intención de mantener un legado común, pero no por las cursilerías de la responsabilidad ni por la memoria del padre ausente, sino por respeto esas memorias de las que la Danubio forma parte.

A pesar de las crisis. A pesar de las pérdidas. A pesar de ellos mismos.

En La Danubio, el director también se ha atrevido a plasmar la crisis emocional que genera ese modo de vida (hoy romantizado de manera temeraria) que implica una empresa familiar. Y lo logra poniendo en evidencia que ese cuerpo vivo que es un negocio que emplea a más de trescientas personas, pero cuyo funcionamiento termina condicionando desde la cotidianidad hasta las buenas intenciones.

Cortesía de Pa’ Los Panas Producciones.

Oír a doña Evelia Kerese, matriarca de este imperio de sublimaciones de crema pastelera y pan de jamón, es tener acceso a testimonios que revelan esa delicada reconfiguración de la crianza de los hijos en las dinámicas del mismo negocio que les da comida, estudios y un techo sobre sus cabezas… además del de la pastelería.

Y eso nos permite descubrir en esos tres hijos de doña Evelia, los hermanos Kerese, a unos personajes cuyo encanto radica precisamente en su singularidad que le permitió a cada uno conseguir su deriva natural dentro de la compleja determinación de hacer que el “negocito” mandado por mamá y liderado por papá se expanda, crezca, evolucione.

Aunque Alejandro, Pablo y Andrés Kerese sean una trenza imposible, que sólo veremos juntos cuando son convocados por la fuerza gravitacional de su mamá (o de la pastelería), me resulta inevitable pensar en Aranycsapat, aquella mítica selección húngara de fútbol que en 1952 le permitió un destino común a un país partido en dos por la política y víctima de una hiperinflación asesina.

En medio de la oscuridad de aquella Hungría de postguerra, donde el futuro parecía imposible, el fútbol se permitía el lujo de llevar alegría de contrabando a quienes podían celebrar el simple hecho de compartir bandera con Puzkás, Czibor o Kocsis.

Así, con ese mismo efecto luminoso, este documental expone a la Danubio como una fórmula exitosa sin reglas escritas, pero que no van más allá de pensar en que todos estén bien y asegurarse de ayudar a que otros crezcan, sin mezquindades ni intereses ocultos.

Alejandro, Pablo y Andrés devenidos en Puzkás, Czibor o Kocsis: tres hombres con talentos y talantes muy distintos, pero que se han planteado un objetivo común que son capaces de poner por encima de los desencuentros fraternales.

Ninguno falta. Ninguno sobra.

Una vez más el milagro del Método Kerese.

¿Cómo es que una idea llevada adelante por tres cabezas tan distintas pueden generar una experiencia cuyo eje resulta invariable en miradas tan distintas como las de un director de cine y host de radio, un lutier, un economista, un historiador, un periodista y otrora preso político, un economista y otros testigos?

Algo tendrá que ver la energía fundacional de aquella casita al borde de un Chacao casi rural, que fue sumando hornos y empleados y clientela hasta ser este medio siglo que cada caraqueño es capaz de resumir debajo de su lengua, en la activación de la salivación de quien piensa en una tartaleta de fresa con la crema pastelera de Marino o en el memorable pan de jamón que cada año roba el sueño de los Kerese.

Es entonces cuando, como pasa con la memoria de los afectos, se entiende que la mirada de Castillo Cottin (el director, quien se confiesa cliente de la Danubio desde 1989) no se preocupa tanto por narrar o describir, sino por el empeño de obligar a la evocación, a la nostalgia de la experiencia, a sonreír de puro gusto… y apetito.

Y es ahí cuando la dimensión del documental descubre nuestro mapa emocional, sólo porque el presente no nos basta y la plácida memoria me agarra del pecho y me lleva a los conciertos en Mata de Coco sobre los hombros de mi mamá como antesala a la posibilidad de compartir una palmera de hojaldre, al café oscuro y los cachitos de jamón después de los excesos en Barrabar, a las bombas pasteleras de Ana María vueltas antojo, a la cola de langosta como regalo a Natalia porque se mudaba a Polonia, a cada cumpleaños que no quise celebrar pero que ahí se volvió familia, a la estrategia para dar con las mesas cercanas a los tomacorrientes para las reuniones de trabajo, a mi gusto por las pizzitas y la empanada gallega que nadie menciona, al día que Andrés me hizo probar el pastel de ricota y miel después de una manifestación más, a mi papá llamándome al apartamento en la calle Sucre para que lo acompañara a hacer la cola para comprar el pan de jamón…

El Método Kerese es tan ancho y generoso que, como si se tratara de un relato compuesto de inexplicables aciertos, convierte la experiencia de ver el documental sobre una familia y su negocio en una experiencia singular, única y mía, demostrándome que en Venezuela sí se puede crecer y ser honestos, creyendo en quienes trabajan y ayudándolos como si fueran una extensión de la familia… aunque haya quien se aproveche y falle, insistir en el Método.

Aparece la idea de una familia devenida en un «equipo de oro», en la húngara terquedad de la Aranycsapat pero con la severidad gocha de Evelia Kerese como DT, mientras cada hermano se encarga de manera casi instintiva de su tercio del campo.

Y es esa epifanía la que termina trazando la cartografía personal de cada persona que se asome a esta historia, descrita en relieves de desayunos, meriendas, antojos salados y postres irrepetibles, tiempo compartido y goce.

Una experiencia construida sobre esas dinámicas de triunvirato donde Alejandro, Pablo y Andrés creen que mandan, aunque siempre se haga lo que digan dos voces: la de Evelia y la de nuestro apetito.
Armar ese mapa personal de los quiénes y los cuándos en la Danubio también nos permitirá ir hogar adentro y preguntarnos en qué consiste el síndrome que define la terquedad los nuestros.
Afinar los sentidos hasta ser capaces de diagnosticar cuál es el Método Martínez, el Método González, el Método Pérez… y entonces leer el relato milagroso de cada una de las familias que se empeñan en sostener eso que somos, armando nuestra identidad emocional y protegiéndola del afuera, porque es justo ahí donde reside la única manera de acertar en lo que merecemos ser.
Todo es cuestión de método.
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