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Hay que tener cuidado con el espejismo que puede aparecer cuando alguien cree que Henry Stephen fue apenas un one-hitter, sólo porque la memoria alcanza hasta la canción más exitosa de su carrera. Es más: las canciones interpretadas con éxito por Henry Stephen describen un recorrido que conecta espacios de la canción pop producida durante épocas infinitamente grises en la historia política, como la España del franquismo, la Revolución Argentina que instaló la dictadura cívico-militar que derrocó a Arturo Illia y la censura militar a la cultura en Brasil.
Cuando la manera de pronunciar las consonantes del argentino Leonardo Favio resultaba antipática en las radios españolas del franquismo, a finales de los años sesenta, en las radios de España y en la pantalla de Radio Televisión Española la versión de “O quizás simplemente le regale una rosa” le correspondía a esa revelación trasatlántica del pop que fue Henry Stephen.
Existe una emisión mítica en los archivos de TVE donde su afinación y la ternura de su timbre (ambas virtudes registradas en el play-back) calzaba con un traje blanco post-a-gogó que subrayaba el exotismo racial que ya la televisora estatal española había aprendido a superar con los especiales dedicados a Antonio Machín (quien popularizó el “Píntame angelitos negros” de Andrés Eloy Blanco) y otras estrellas de la movida como Miriam Makiba y su “Pata Pata” afro-a-gogó.
Sin embargo, en los tocadiscos de las juventudes de esa misma península gobernada por el Generalísimo se consumía otra canción, más pícara y audaz que el cóver de la popular baladita de Leonardo Favio. Y es que por la otra cara del mismo disco donde se escuchaba “O quizás simplemente me regale una rosa” estaba el hit clandestino, la travesura sonora de “Mamá regó azúcar en mí”:
No sé qué pasa con las muchachas
que todas andan locas por mí.
Yo no sabía por qué lo hacían
pero el secreto yo al fin descubrí:
en vez de talco, cuando nací,
mamá regó el azúcar en mí.
“¡Que dulce estás!”
Cuando ellas miran se saborean
igual que si chuparan la miel
Y con los ojos quieren comerme
como si fuera un delicioso pastel.
Y es que no saben que en vez de talco
mamá regó el azúcar en mí.
“Mamá regó el azúcar en ti…”
Al mismo tiempo, Henry Stephen fascinaba a la audiencia de baladas románticas y brillaba como una de las primeras voces latinoamericanas firmadas en España por RCA, mientras en el Lado B de las fiestas estaba esa letra pícara, capaz de entrar en complicidad con toda una generación desde la maravilla del doble sentido.
El recorrido que le permitió a Henry Stephen convertirse en el mejor resumen de este lado del Atlántico amerita la mención de varios nombres con distintas y distantes coordenadas geográficas.
Además del ya mencionado Leonardo Favio, otro argentino conocido como Dino Ramos resultó determinante: se trata del autor de “La nave del olvido”, una canción que en Venezuela pertenecía a la voz de Mirtha Pérez y que en la historia de la canción quedó anclada a la voz del mexicano José José, fue uno de los éxitos más rotundos de Henry Stephen de aquel lado del océano.
En ese planeta que se llama Brasil, otro fenómeno conjuraba a favor de Henry. Durante la dictadura militar, existía un animal televisivo dueño de un carisma hipnótico y mass-media pocas veces visto: Wilson Simonal. Quizás su nombre hoy no resuene, porque su carrera terminó eclipsada por un triste episodio de delación que involucró al Departamento de Orden Político y Social, pero fue Simonal el primero en cantar sobre limones y convertir el ejercicio sonoro de inglés-ye-ye y francés o-la-la en una alegría compartida: “Meu Limão, meu Limoeiro”.
Sólo faltaría una coordenada para alcanzar la máxima joya sonora en la carrera de Henry Stephen. Y está en el Caribe. Se trata del maestro Bobby Capó, el mismo autor de “El Negro Bembón”, quien con la orquesta de César Concepción grabó en Nueva York un mambito llamado “Cabeza hinchada”, atesorado y documentado por los departamentos de archivo de la UCLA:
Según contaba Charlie Ball, locutor e investigador venezolano fallecido hace poco, la idea de juntar esas dos canciones y dar con el “Limón, limonero” que convirtió a Henry Stephen en un fenómeno global fue de Johnny Quiroz. Decía que el tema se grabó en poco más de una hora y que las coristas ni siquiera eran cantantes, sino unas amigas de los implicados en la producción que se sumaron a lo que en días se transformó en una verdadera locura comercial.
España era un destino generoso con las bandas venezolanas que habían logrado hacer que el pop sonara sin traducción. Aún faltaba para el “La, la, la” de Massiel y el “Vivo cantando” de Salomé, de modo que estas voces se estaban acomodando en el oído ibérico y nadie habría sabido acertar qué podía ser un éxito y qué no. Quizás fue por eso que a ninguno de sus compañeros de aventuras le resultó una decisión afortunada mezclar dos géneros tan distantes con intenciones de sonar en el verano.
Más de un millón de copias vendió ese disco. Y la canción del Lado B esta vez pasó casi desapercibida. Se trataba de otro cóver: “Hang On Sloopy”, de The McCoys, cuyo título era un imperativo que no fue traducido literalmente sino sonoramente con la candidez de la frase “Hoy lo supe”:
Fue tan relevante el éxito de estos dos singles de Henry Stephen que, años y discos después, la voz del cabimero fue solicitada como parte del cartel que cantaría en un concierto que se hizo en 1974 en el Palacio del Pardo, la fortaleza donde se guarecía el dictador Francisco Franco durante esos años finales en los que incluso la música servía para hacerle creer al mundo que todo marchaba bien.
También sonaron “Un vaso de vino” y “Te he perdido”, pero fue su capacidad para hacer de una versión entre tantas un ejercicio singular del sonido lo que le permitió fusionar en los nacimientos del rocanrol las coordinadas necesarias para un éxito trasatlántico.
Aún así, si bien esa agria dictadura del “Limón, limonero” en su biografía sonora ha eclipsado esas otras maneras de sonar que hicieron de la voz de Henry Stephen un intérprete singular, en estos tiempos de peste, en lugar de apelar a “El limonero del Señor” hemos terminado canturreando el duelo por la muerte del señor del “Limón, limonero”.
Ojalá sirva para sanar esa inmortalidad del rocanrol.
Willy McKey
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