27 y 28 de febrero de 1989: algo más que ruido

27/02/2021

Fue la primera vez que vi morir a alguien.

Tenía casi nueve años y acabábamos de mudarnos del piso nueve de la letra L del bloque 36 del 23 de Enero al edificio Tamarindo, uno de los edificios que el Centro Simón Bolívar levantó en el Bulevar España de Catia para distraer la desaparición de la avenida en beneficio del Metro, el futuro y las soluciones para Caracas.

En cada mudanza repaso la idea de que la esperanza se parece a un apartamento vacío, a sus estanterías y cuartos, a esos espacios que no necesitan mobiliario para tener nombre: recibo, comedor, el cuarto compartido con mi hermano… la vida nueva.

Con las cajas aún sin desembalar, mis viejos se enamoraban más del otro y de la meta posible de la casa propia. El inventario del mercado estaba justo: medio paquete de harina de maíz y algunas latas de jamón endiablado y otras de una barata y terrible pasta de pescado que sólo me gustaba a mí.

No era un problema haberse quedado un tanto cortos por la cerámica que vino a sustituir al linóleo gris. La brevedad del mes de febrero aseguraba la llegada pronta y afortunada de una quincena que mi papá había llenado de guardias extra y bonos nocturnos.

Como a tantos, el ruido nos tomó por sorpresa.

***

Intento recordar imágenes, pero sólo las escucho.

Un bullicio subiendo desde el Mercado, tomando cuerpo en el avance, la tragedia sonando y convertida en atmósfera. Eso es lo que recuerdo con más espanto. Ese ruido. Ese ruido convirtiéndose en una palabra que nunca había escuchado antes: saqueo. La gritaban mil veces. Un mantra feroz donde nada se veía. Creían en ella. Era un conjuro.

— Están saqueando, Chela…

El teléfono era una propiedad común, familiar y urgente. Con cada santamaría rota, con cada negocio violentado, con cada herido conocido repicaba el teléfono y mi abuela le trazaba a mi papá un mapa parroquial de esta guerra invisible. Nos separaban tres cuadras, pero esa distancia significaba superar el apetito de los saqueadores de la Mueblería Eduardo y el abasto La Popular en la Calle Colombia, el Abasto Las Torres y la Farmacia Perú a la altura de la calle México, y la Bodega La Fátima, justo en la calle Aguadilla, haciendo esquina con el corredor diagonal que llevaba al Mercado Popular Los 70, encontrándose de nuevo con la calle México del Lotoganga y el frigorífico La Pantera.

Saqueo, saqueo, saqueo.

Esa palabra que es sustantivo y verbo conjugado en primera persona a la vez. Presente perfecto y nomenclatura. Amenaza pirata y ladrido de Fuenteovejuna.

— Si comenzó en Guarenas, imagínate cómo estará el resto de Caracas para que haya llegado hasta Catia la vaina…

Mi abuelo, periodista de raza y dueño de la razón familiar, respondía desde su casa en Anzoátegui y le trazaba a mi mamá el mapa político de esta guerra previsible. Nos separaban toda Caracas encendida, la avanzada de la gente de Caucagüita, el silencio en que se había convertido Clarines y Puerto Píritu, además de otra palabra rara por la que pregunté justo antes de que la Guardia Nacional frustrara el intento de violentar la santamaría de la Mueblería Eduardo, visible desde los cuadritos de obra limpia de la pared de la cocina: estallido.

El problema de la historia contemporánea es que se nombra a sí misma. Y así se llamó antes de llamarse Caracazo: saqueo y estallido. Al menos hasta que empezó a robar nombres de otros:

— ¿Cómo que lo mataron?

***

La muerte de alguien con nombre, dirección y voz. La muerte del primero que Yaya contaba por teléfono. Esa muerte. Fue esa muerte la que le hizo creer a mi papá que el ruido que escuchábamos era más que un accidente.

Las medias reses que veíamos cruzar por el pasillo del piso ocho del bloque dejaron de ser una alucinación para volverse noticia. El medio paquete de harina dejó de ser un inventario para convertirse en un problema. El llanto de mi hermano por el ensordecedor asunto de los disparos era algo que sólo él podía pero todos queríamos hacer.

— Al de Lotoganga lo llamaron de madrugada desde Guarenas…

Todo el asunto del exceso le permitió a los dueños del abasto más grande tener una tierra de nadie, al estilo de las películas de Charles Bronson. Avisados del posible despelote, hicieron un casting exprés en el bloque y eso puso a su disposición los malandros apropiados y las armas suficientes para proteger el negocio desde la ventajosa platabanda. Sentados en las cornisas, retaban al mundo balanceando sus pies sobre el vacío. Escribieron en las paredes del enorme local “Lotoganga no se toca”, convirtiéndose en los jueces de una zona que los policías prefirieron dejar al azar del comportamiento humano.

Nos enteramos de esto en el improvisado almuerzo. Comer, beber y guarecerse se convirtió en un asunto logístico y familiar. La idea de que era mejor estar juntos durante el día y, en lo que el sol cayera, cada quien se fuera a su casa luego surgió de una conversación entre talentos tan disímiles como los de un primo policía o mi tío traqueador de caballos de carrera. Por cada dos primos que llegaban con comida, llegaba uno con noticias que repetían lo mismo:

— …y entonces lo mataron.

— ¿Cómo que lo mataron?

Una vez mi tía Nora interrumpió la rutina gritando “¡Ahí vienen los tanques!”, haciendo que mi mamá corriera a la ventana. Hasta ese día los blindados para mi familia eran animales mitológicos en la TV los días de desfile. Me tomó tiempo investigar qué fue lo que le ocasionó tanto terror a mi madre y sigo sin estar completamente seguro del inventario de su pánico: Cockerill Mk.3M-A1 90mm; M-60 con función antiaérea; ametralladoras M-240; Dragoon 300. Todo eso fue lo que mi madre vio virarse contra uno de los superbloques de Carlos Raúl Villanueva antes de que un disparo gigante lo convirtiera todo en un largo y monótono silbido.

Piso 1, letra O. Estábamos tan cerca de la calle y los jabillos como para que ese sonido no consiguiera sino gritos. El mismo miedo hizo que mi mamá agarrara a sus muchachos y decidieran correr tres cuadras abajo, hasta donde estaba mi papá con su uniforme y su salvoconducto intentando comprar la comida que nadie había saqueado.

Fuego cruzado. A esas alturas, los disparos eran un asunto que el bloque respondía.

***

Somos una alegoría. Mi hermano cargado, la cartera enorme cruzada, yo —el mayor— agarrado de la mano izquierda. Éramos uno solo, una trémula trinidad. La voz de un conocido grita: “Chela, si vas a darle, dale. Yo estoy pendiente”. Dos detonaciones de nueve milímetros. “¡Dale!”. Cruzar el estacionamiento y la avenida que llamamos Zona E fue un desamparo que superamos hasta la calle México. Distancia. Mamá nos esconde en una esquina que tiene de un lado un contenedor de basura y del otro una tienda espiritista. La voz de un policía grita: “Señora, si va a darle, dele. Yo estoy pendiente”. Dos detonaciones de revólver. “¡Dele!”. Correr hacia la calle Colombia, pasando un salón de belleza que era el único negocio intacto de la cuadra. Distancia. En la puerta de la Farmacia Perú, diez soldados apiñados y temiéndose. La voz de un militar grita: “Jeva, si vas a darle, dale. Yo estoy pendiente”. Dos detonaciones de un fusil de largo alcance. “¡Dale!”. En ese trayecto, concretamente en la calle Aguadilla, la única que no recuerdo cómo cruzamos, vi el primer muerto de mis ojos. Una masa cayendo que casi me hace soltarle la mano a mi vieja y volver a no sé dónde. Era pequeño. Reconocí la cara de varios cadáveres y no me parecían reales. No estaban allí. No están. Nosotros sí. ¡Dale! Fue la primera vez que vi morir a alguien.

***

En 1989, el uniforme de un trabajador del Metro era el de un superhéroe. Con su característica calma, mi papá escondía su desespero detrás del nudo de la corbata y aguantaba en la cola para comprar lo que se consiguiera.

Él nunca desayuna. Ese 28 de febrero menos. Había que resolver.

Nadie sabe estar solo en mitad del desespero. Lo acompañaba José Luis, padre de dos hijas, la menor tan enamorada del queso fundido como yo.

Ambos, desde la esquina de La Popular, vieron cómo Las Torres era violentada gracias a la ayuda de unos agentes de la Policía Metropolitana con mucho tino para los candados. Los pacos entraron antes y luego dieron licencia de corso con la máxima “El saqueo es en orden”. Y tanto era así que la rutina del segundo día de saqueos se cumplió a la perfección: luego de un lapso prudencial que permitió que varios se llevaran su cuota del botín, llegó el Ejército.

— Bien pendejos los que se quedaron adentro…

Dijo mi papá devolviéndose a la cola. Ya los disparos se habían vuelto una extrañeza, ante las peinillas y palizas. Pero fue inevitable voltear cuando escucharon que un soldado preguntó: “¿Qué pasó, vieja? ¿Estás cagada?” y una voz respondió “Sí, señor. Mucho.

La próxima voz que oyó mi papá fue la de José Luis:

— ¿Ésa no es tu mamá, Alfredo?

El soldado la estaba apuntando con su FAL.

***

En el Tamarindo no teníamos nada de comida ni amigos, pero sí un lugar estratégico donde los vecinos del bloque podían ver hacia sus casas después de llegar en Metro hasta Pérez Bonalde. Lo hacían mientras pasaban los disparos. Muchas partes de este recuerdo sólo pueden medirse en calibres y en la voz de mi papá con un mandato absurdo en cada balacera:

— ¡Tírense al suelo!

De cara contra el suelo, mi viejo hacía el censo de sus afectos llamándonos a cada uno. Cuando me llamaba a mí, yo intentaba que mi voz sonara por encima de los vidrios de mi escuela, que todavía queda detrás del edificio, de mi casa. Desde esa casa donde amigos entrañables vieron los vidrios de sus ventanas molidos a tiros o se enteraron por teléfono de que habían herido o apresado a un familiar. También de sus muertes.

Más que un balcón, el ventanal del Tamarindo se convirtió en una pantalla en tiempo real donde mi familia y los amigos cercanos vimos la historia con la distancia necesaria para sentirnos a salvo de las balas.

Pero nada nos resguardaba de los hechos. Tampoco lo hacen las pantallas de ahora. Los errores de la memoria leudan justo cuando se distancian. Y una manera de alejarse de ellos es dejar que se conviertan en otra cosa, en un espejismo, en un acuerdo, en un truco.

La distancia que nos separa ahora del mes de febrero de 1989 no son tres cuadras, sino veinticuatro años. No creo que baste con himnos, gritos y música militar. Es prudente recordar. Hacer memoria es un ejercicio individual imprescindible para que la Historia tenga sentido.

Quizás sea eso lo que toque hoy: hacer memoria.

Hacer algo más que ruido.


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