Artes

En el bello Danubio azul

03/02/2018

Claudio Magris

Todo viaje es un acercamiento del hombre a su ser más profundo. Ulises sólo se dio cuenta al llegar a Ítaca; con veinte años más, y condenado a la errancia sin fin; él que fue el más sedentario y burgués de los héroes, se descubrió nómada: “si el cobre se despierta clarín, no es culpa suya”. Eneas  intuía las posibilidades de iniciación a través del viaje e inventó el pretexto de la fundación de Roma para recorrerse mientras recorría el Mediterráneo; después la caída de las “topless towers of Ilium”, ya nada tenía sentido, comenzando con su existencia. Que era un viaje sin retorno lo sabía, nadie regresa el mismo después de un viaje iniciático. Por eso, después de muchas cavilaciones, Dante escoge al héroe virgiliano como guía para su peligroso itinerario. Marco Polo, a pesar de las mil maravillas que se encontró en los trece años de sus viajes como buen comerciante, no regresó distinto, pero sí más rico. Aunque no es de su puño y letra, el relato de su viaje, sin embargo, es una joya en la diadema de la literatura de viajeros.

Una literatura, un género, que incluye no pocos de los mejores volúmenes que se han escrito en Oriente y Occidente. Los viajes de Basho en Japón y los poetas T’ang en China, son imprescindibles en la antología de la literatura del viaje. Un gran libro en tomos suficientes para ocupar una biblioteca. Por desgracia, ni Esquilo ni Platón se ocuparon en contar por escrito sus viajes a Sicilia, que nos habrían revelado los detalles de las cortes de Magna Grecia. Sócrates no escribió ni sobre viajes ni sobre nada, y tal vez fue mejor así. Y Aristóteles nos privó de su participación en las expediciones científicas de Alejandro, típico y distinguido protagonista de los viajes de iniciación. Por fortuna, Herodoto, Pausanias y Tucídides nos dejaron extraordinarias crónicas sus travesías por la Hélade y más allá; mucho más allá, en el caso del primero, interesado como tantos en encontrar las fuentes del poderoso Nilo. El lector que dedique sus horas sólo a la literatura de viajes será el más gratificado. No es fácil dar con uno de estos recuentos que no tenga algún interés, que nos revele algo, que nos descubra una situación desconocida. lo cual no puede decirse de ningún otro género.

Los viajes más difundidos, como los de Ulises, los Argonautas, Eneas o Colón parecieran ser los que se realizan por mar, seguidos por los itinerarios terrestres. Y, en tercer lugar, los traslados fluviales. Comenzando con el formidable recorrido del mismo Eneas por el poderoso Tíber en busca de la geografía latina. Una relación que tuvo muy en cuenta Joseph Conrad cuando 2000 años después, se aventuró por el Congo hacia el corazón de las tinieblas. Tal vez el menos difundido y más interesante de los viajes fluviales de la Antigüedad tardía haya sido el Ausonio. Su extendido poema, El Mosela, aunque no el más inspirado de los monumentos literarios de su tiempo, está lleno de interesantes descripciones del paisaje que lo llevó en su navegación por largo río.

Los tiempos modernos cuentan con un distinguido registro de relaciones fluviales. Marx Twain hizo de Tom Sawyer y Huck Finn los protagonistas de reiteradas aventuras juveniles en el caudaloso Mississippi. Mientras que Joseph Conrad llevó a Marlowe, desde la desembocadura del Támesis hasta el río Congo, en busca del corazón de las tinieblas. Stanley, que no era escritor pero sí periodista y explorador, se convirtió a sí mismo en héroe de la épica que lo llevó, primero que nadie, hasta las escurridizas fuentes del Nilo, que ya habían llamado la atención de Herodoto. Una empresa en la que habían fracasado muchos, entre ellos el legendario Dr. Livingstone y Robert Burton, cuya crónica del viaje la garantizaría la inmortalidad. Del “soberbio Orinoco” se encargaría, no un venezolano, sino el mismo Julio Verne, quien no creyó necesario dejar sus habitaciones parisinas para describir, con precisión asombrosa, el dilatado curso de agua dulce. Wagner, por su parte, transformado por su propia voluntad en un Homero germano, recordó a sus compatriotas la naturaleza fluvial de sus orígenes, al convertir en óperas El canto de los Nibelungos, donde incluyó una de las más admirables partituras sobre el tema, “El viaje de Sigfrido por el Rin”.

La posición de Wagner es la más reveladora. Sólo conociendo los mitos y leyendas del Rin podemos intentar una aproximación al alma insondable del pueblo alemán. Algo que tenía muy claro el triestino Claudio Magris cuando escribió su fascinante Danubio ( Feltrinelli 1986; Anagrama 1988), un volumen insoslayable para los interesados en la literatura de viajes y en la decadencia del imperio austro-húngaro. “El Danubio es un río austríaco”, afirma el autor en las primeras páginas, y dedicará las 350 que le siguen a demostrar la veracidad de la afirmación. No sin antes aclarar la naturaleza alemana del Rin, símbolo absoluto de la germanidad:

Desde El canto de los Nibelungos, Rin y Danubio se enfrentan y
desafían. El Rin es Sigfrido, la virtud y la pureza germánica,
la fidelidad nibelunga, el heroísmo caballeresco y el impávido
amor del hado del alma alemana. El Danubio es la Panonia, el
reino de Atila, la marea oriental y asiática que al final de
El canto de los Nibelungos trastoca el valor germánico cuando
lo vadean los burgundos, para encaminarse a la desleal
corte huna, su destino –un destino alemán está marcado.

Sin embargo, lo más significativo es la dirección que toman ambas corrientes. El Rin se dirige al norte emblemático, unas latitudes que siempre asociamos con  la fisonomía teutona, hombres altos, rubios y de azules ojos, siempre en búsqueda de una imaginaría geografía perdida, y dejando siempre un rastro de ruinas en la pesquisa, que justificaría la premisa falaz de la pureza racial, un supuesto destino manifiesto y la superioridad racial y política. Y es una de las grandes interrogantes que nos deja esta accidentada épica: ¿cómo un pueblo con una deriva tan marcada hacia la violencia puede ser, también, el que haya producido las más altas expresiones musicales y filosóficas? La respuesta se pierde en las profundidades de ese río monocultural que es el Rin. El Danubio, en cambio es expresión de una cultura múltiple. Es también la más marcada diferencia entre las capitales Berlín y Viena. El Danubio, por su parte,

es el río a lo largo del cual se encuentran, se cruzan y se mezclan
gentes diversas, en lugar de ser, como en el Rin, un místico
guardián de la pureza del estirpe. Es el río de Viena, de
Bratislava, de Budapest, de Belgrado, de la Dacia, de la cinta
que atraviesa y ciñe, de la misma manera que el océano
ceñía el mundo griego, la Austria de los Habsburgo… El Danubio
es la Mitteleuropa germana-magiar-eslava-romanza-hebraica,
polémicamente opuesta al Reich alemán.

En nuestro tiempo, Thomas Mann va a ser uno de los más claros exponentes de esta germanidad: desde Los Budenbrook, pasando por El elegido, La montaña mágica, Carlota en Weimar hasta el Doktor Faustus, pueden entenderse como una épica en busca de la esencia del espíritu teutón. Del Danubio, y su natural emanación, el Imperio Austro-Húngaro, su mejor “bardo” va a ser Joseph Roth; en cuyas novelas, La marcha Radetzsky, La cripta de los capuchinos, Los cien días o Collar de perlas, se “canta lo que se pierde”, la “realidad del imperio Habsburgo en su última etapa, una tolerante convivencia comprensiblemente llorada después de su final”. Lo menos que se puede decir de Magris, catedrático de literatura de lengua alemana en Trieste, es que sabe de lo que habla cuando habla del imperio de Francisco José. Suyo es el notable ensayo El mito habsbúrgico en la literatura austríaca moderna  (1963), donde consagra interesantes estudios  a los grandes escritores austríacos modernos: Schnitzler, Hoffmansthal, Krauss, Trakl, Roth, Zweig, Musil. Pero su El Danubio Feltrinelli 1986; Anagrama 1988), es mucho más que una relación de los especiales matices de la literatura escrita en Austria  tan diferente a la alemana. Se trata de una dilatada y reveladora  crónica de su travesía por el “bello Danubio azul”, a partir sus disputadas fuentes en Donaueschingen y Furtwangen, hasta su desembocadura en el Mar Negro. Entre un punto y otro, las mejores referencias a la enorme geografía que es bañada por sus aguas, y que incluye el sur de Alemania, Austria, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Bulgaria y, finalmente, Rumania.

No son pocas las revelaciones que nos ofrece Magris en su fluvial navegación, y muchas las páginas memorables con sus referencias de recóndita erudición. En ocasiones, tenemos la impresión de estar leyendo la onceava edición de la Enciclopedia Británica, con toda su trivial conocimiento (por ejemplo, llegamos a saber que el ignorado estudio, La navegación y transporte de maderas en el Danubio superior, del ingeniero Neweklowsky, se extiende por dos mil ciento sesenta y cuatro páginas), si no fuera por la inteligente prosa del autor, precisa, ágil, cordial y periodística en el mejor sentido (Magris, durante décadas ha publicado colaboraciones en   Il corriere della sera, las cuales han sido recogidas en volúmenes como Alfabeti, L’infinito viaggiare, Ítaca y más allá), borgiana a veces y poética otras tantas: “En Viena se tiene la impresión de que se vive y siempre se ha vivido en el pasado”; o cuando habla, en un tono tomado de Borges, de la ciudad de Ragensburg: “El tiempo, cuyo poder es en ocasiones dudoso, se ha limitado a incrementar, durante estos años, su gloria, le  ha rendido tributo como un gran vasallo”. No obstante, el mejor de los talentos del autor, que no son pocos, es su ejemplar dominio del arte de la crónica. Un don que no se disimula cuando refiere detalles desconocidos, o no recordados, de la existencia de grandes protagonistas. Comenzando con Goethe y su enamoramiento de Marianne Willemer, la Zuleika de los poemas del Divan goetheano: “Así nace una de las más grandes poesías amorosas de todos los tiempos… Pero Marianne no es sólo la mujer amada y cantada en la poesía; también es la autora de algunos de los poemas más elevados, en sentido absoluto, de todo el Diván. Goethe los integró y publicó en el libro”. Y luego Haydn: “Donde está Haydn no puede ocurrir nada”; o Lukàcs: “Mientras hablaba, decía de él Thomas Mann, tenía razón”; Heidegger: “Es posible que no conociera la humildad del pastor del Ser, que le era negada por su obstinada, aunque inconsciente presunción de considerarse el jefe de los pastores, el chairman del Ser”; Jean Paul: “El dulce poeta de las alegrías hogareñas y la simplicidad religiosa es el mismo poeta que imaginó en un sueño la escalofriante fábula de Cristo muerto, que anuncia que no existe ningún dios”; Freud; “Cuando estaba en él iba poca gente, ahora va todo el mundo, dice el taxista que me lleva a la casa de Freud… En el vestíbulo se ven sombrero y bastón, como si Freud hubiese acabado de llegar”.

Por supuesto, las mejores secciones están dedicadas a Viena, reina de las aguas procelosas del Danubio, que ni allí, ni en ninguna parte, despliegan el azul del valse inmortal de Josef Strauss. Magris, nativo de la marítima Trieste, que durante siglos perteneciera al Imperio Austro-Húngaro, con su El Danubio, uno de los clásicos de la literatura de viajes, le ha rendido el mejor homenaje a la cultura de la Mitteleuropa, signada por el curso de una de las corrientes de agua dulce más acontecidas de la historia del hombre europeo


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