Perspectivas

“La ciudad violenta”: un paseo criminal

08/01/2022

La ciudad violenta es un título que bien podría aludir a Caracas, la capital venezolana con un lugar asegurado en el podio olímpico de las ciudades más violentas del planeta. Ediciones Península (Barcelona, 2021) nos trae esta novedad editorial en cuya portada vemos la silueta de un revólver que contiene calles edificios y árboles, y hace pensar que se podría tratar de una obra en la onda de Caracas muerde, de Héctor Torres, o En rojo, de Gisela Kozak Rovero. Esa es la primera impresión que viene a la mente según el imaginario de alguien que proviene de la ciudad de los saldos rojos, la de la agresividad multifacética y polimórfica que la ha caracterizado en las últimas décadas.

La ciudad violenta, sin embargo, es el título del último libro de Jordi Corominas, escritor, agente cultural, crítico literario, fundador de Loopoesía y expedicionario de Barcelona, uno de sus cronistas actuales, organizador además de caminatas por lugares inesperados de la topografía citadina barcelonesa. La frase que encabeza la portada resume el espíritu del libro: «Un paseo por la historia criminal y revolucionaria de Barcelona».  Se trata, entonces, de una obra referida al tejido de violencia que ha estado presente en la Ciudad Condal desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días.

Escribir un recuento histórico a manera de ensayo y que resulte ameno a la lectura no es tarea fácil. Esto es lo que logra Jordi Corominas con una prosa sencilla, limpia y con vigor, sin sobrecargarla de excesiva minuciosidad en los detalles de las diversas etapas de los años de violencia de Barcelona, dando más bien luces para la interpretar lo que significan hoy día.

Los signos del presente

Cuando una persona observadora llega a Barcelona y extiende su encuentro en el tiempo, comienza a descubrir signos que, al relacionarlos, constituyen fragmentos emparentados de esa historia de violencia que no es evidente al visitante cautivado por la exuberante personalidad de la ciudad y por la brevedad del paso. El que se queda, el que observa mientras camina, empieza a descubrir historias que al principio serían impensables.

Es así como en un inocente paseo por la rambla de Poblenou, al mirar al suelo, nos lleva a descubrir una placa que honra a Joan García Oliver, uno de los líderes principales del anarcosindicalismo a quien, en el fragor de la lucha, se le imputaron varios asesinatos y un atentado para matar al rey Alfonso XIII.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

De Poblenou al Raval. El Raval es emblema de episodios de violencia del pasado y del presente, lo que durante muchos años fue llamado el Barrio Chino, estigmatizado hoy con sus conatos de gentrificación. Corominas nos dice que «a principios de 1900 no había otro barrio igual en ningún centro urbano europeo. Era el barrio del lumpen en donde vivían un sinfín de almas desterradas de la sociedad».

Muchas han sido las facetas de este Barrio Chino o Raval, incluyendo el epicentro de venta y consumo de drogas tan potentes como la heroína y de crímenes célebres a lo largo de su historia. El Raval es un fascinante crisol de etnias, culturas y religiones. Al andar por su rambla, en la acera contraria a donde está colocado un gato enorme de Botero, una placa recuerda los muchos asesinatos allí ocurridos de manos del pistolerismo (equivalente al sicariato moderno latinoamericano), como el de Salvador Seguí, autor de Anarquismo y sindicalismo, libro concebido mientras estuvo en prisión. Seguí, llamado «el chico del azúcar», murió asesinado a manos de la patronal en represalia por un crimen que se le imputaba. Y no solo en zonas como el Raval se ven estos signos. Si uno va por la calle Balmes, por ejemplo, enfrente de la librería Alibri hay una placa que conmemora el lugar donde fue asesinado Frances Layret, otro paladín del anarcosindicalismo, quien alegaba que en defensa de la justicia social era válido recurrir a los atentados personales y al terrorismo.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

 

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Del Raval a Vallcarca. Al salir de la estación Vallcarca del metro de Barcelona nos encontramos en una zona residencial prominente del movimiento okupa. Muchas de sus casas okupadas son un símbolo definitorio de este barrio. Cuando se intenta un desalojo carteles en la vía lo advierten para que la ciudadanía se active. La plaza de la estación lleva el nombre de Joan Liébena Tardío, vecino, bombero y anarquista, condiciones estas dos últimas por demás contradictorias: uno apaga fuegos el otro los ocasiona. Más de una vez se ha podido presenciar protestas de bomberos en las calles de Barcelona en las que hacen sonar petardos de manera estruendosa en medio de humos negros a lo largo de su marcha.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

El nombre completo de este barrio despierta la imaginación: “Vallcarca y los penitentes”, con una connotación pasada religiosa, aunque suene a nombre de banda punk: Los penitentes. La creatividad en torno al tema okupa nos remite a un espacio llamado La Cinètika, definido como un espacio okupado, anticapitalista, autónomo y feminista en la Rambla Fabra i Puig en el que se presenta un documental sobre “un grupo punk enmascarado que navega por Europa para actuar en lugares okupas, edificios abandonados donde la experiencia del trance musical viene a apoyar las causas militantes».

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Barcelona, cabe destacar, es pionera en Europa del movimiento okupa. Desde el hermoso Park Güell, a lo largo del techo de un edificio que se divisa desde uno de los ángulos con mejor vista se leen las palabras “Okupa” y “Resiste” que predominan ante el paisaje citadino como un sello de identidad. En esta ciudad no es raro encontrarse adherido a un poste la invitación a un seminario okupa, algunos de una semana entera con temas a desarrollar cada día y eventos sociales asociados, como si se tratara de un congreso sobre implantes dentales. De hecho, en la ciudad abunda la oferta de cursos sobre cómo convertirse en un invasor de una casa propiedad de otro: teoría y práctica, técnicas de voladura e instalación de cerrojos. Hay ofertas comerciales de manuales de okupación: “Cómo okupar tu casa en 5 fáciles pasos”, o una del colectivo juvenil Arran, definido de extrema izquierda, antisistema y anarquista, que tiene un encapuchado y una cizalla gigante en la portada. Solo falta el Okupa for dummies.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

De nuevo Vallcarca y de allí a Vía Laeitana. Sobre el pavimento de la plaza de la estación Vallcarca hay un extraño grafiti que rememora el asesinato de las hermanas Mirabal a manos del dictador Trujillo el 25 de noviembre de 1960 en República Dominicana. Y si de dictadores se trata y de captar los signos de la violencia de la ciudad, en Via Laietana 43 el ayuntamiento colocó un cartel -que han destruido y reinstalado varias veces- en el que se recuerda que la actual sede de la Jefatura de la Policía Nacional fue un lugar en el que el franquismo encarceló y torturó a sus opositores. Sería más práctico convertir esa sede en un museo para que no continuase agitando la memoria histórica de lo que fue un centro de represión y tortura, donde también la dictadura de Primo de Rivera hizo de las suyas. Esta podría ser la sede de un “Museo de la violencia”, como el que existe en Bogotá y que agrupa desde la guerrilla y el narcotráfico hasta el paramilitarismo.

Este enclave, Via Laietana 43, muestra un signo de la violencia desde otro ángulo porque, al leer la ciudad, parece entronizarse el empeño clasificatorio como casi todo en el país: derecha o izquierda. Los puntos medios son borrosos o difíciles de detectar. Como se hace con un producto de automercado, hay que seleccionar y colocar en un estante. O, como afirma José Ángel González Sainz, autor de La vida pequeña: «En España no estamos creando ciudadanos, estamos creando antagonistas».

De Via Laietana a Sants. El que llega a Barcelona en tren suele hacerlo por la estación Sants, ubicada en un emblemático barrio eje de las luchas sindicales de Barcelona. Apenas salir de la estación se encuentra la plaza Joan Peiró, nombrada en honor a un líder anarquista que en los años veinte sufrió dos atentados y estuvo en prisión. Tras ser declarado culpable en un juicio en 1942 fue ejecutado. Muy cerca de la estación Sants hay una gran construcción abandonada que impresiona al que la mira por primera vez. Se trata de la cárcel modelo que fue cerrada en 2017, y que tiene en su área perimetral inventivos grafitis que reflejan la vida en prisión. Me dio escalofrío ver que una de las calles que colinda con la prisión es la calle Nicaragua, país donde se ha instalado una de las dictaduras de nuestros tiempos. Y no solo eso sino pensar que la Cárcel Modelo de Caracas, construida en 1941 y demolida en 1983, fue utilizada durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez para encarcelar presos políticos, lugar donde el dictador vino a parar en un breve lapso cuando fue extraditado desde Estados Unidos en 1963, antes de lograr su refugio en España. Como lo tituló Milagros Socorro en un artículo para Prodavinci: «Pérez Jiménez vuelve al lugar del crimen».

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

De Sants a Gracia. En la calle del Torrent d’Olla está Aldarull, librería-proyecto anarquista con su oferta de libros relacionados con su enunciado y cuya entrada está llena de letreros que incitan, por ejemplo, las siguientes actitudes: “Come bien. No pagues alquiler”, recital poético de lucha. En Gracia, sitio también emblemático del movimiento okupa, está un lugar particular llamado Banc Expropiat, una antigua sede de una oficina bancaria okupada, donde hoy venden ropa usada y otros implementos: su fachada llena de afiches invoca a la resistencia y al fin de la explotación. Gracia es rica en referentes y, en lo culinario, uno puede descubrir un lugar llamado La Barraqueta, Bar Restaurant Resolís, que durante la dictadura fue sede de la Falange Fuerza Nueva y que en su santamaría cerrada (o persiana, como se le dice en España) honra la memoria de un líder joven militante de los movimientos independentistas de izquierda, asesinado en 1993 a manos de un grupo de jóvenes de extrema derecha.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

 

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Casi al llegar al cruce del Paseo de Gracia con avenida Diagonal está la hermosa edificación del Palau Robert. En sus pequeños pero bonitos jardines cada cierto tiempo alternan exposiciones de fotografía, reproducidas como anuncios publicitarios sembrados en la tierra hilados por una conexión temática, como la que conmemoraba los conciertos de rock más legendarios de la ciudad. La que está exhibida desde noviembre de 2021 y hasta enero de 2022 se llama Topografía de la IRA. En la descripción de la obra se comenta: «Es la primera palabra de nuestra literatura y que hoy asalta las calles desde Caracas a Barcelona, desde Sudáfrica a Ucrania». Las fotografías son excepcionales: un hombre mayor, auxiliado por oxígeno, está sentado en una silla con pantalón de pijama y camiseta blanca de tirantes, su rostro triste, junto a otra fotografía de una mujer de cara severa. Ambos son vecinos que luchan contra la especulación inmobiliaria en el Raval. Parecieran estar a la espera de ser desahuciados de sus viviendas. La primera fotografía, al lado de la explicación general de la exposición, es de Lurdes R. Basolí, captada en Caracas:

El cuerpo muerto que oculta la sábana es el de un joven que regresaba una mañana a casa junto a un amigo. Al bajar del taxi los mataron a tiros. En el momento de la fotografía su hermano juraba venganza. Fotografía del reportaje ‘Caracas la sucursal del cielo’. Barrio Los Eucaliptos, Caracas, Venezuela, 2008).

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Hay una fotografía, en esta exposición de la IRA, donde se ve la cara de horror de una mujer que llega a su pequeño negocio estallado con golpes de piedras durante la huelga general del 29 de marzo de 2012. Resalta otra foto de jóvenes con sus rostros cubiertos, el humo de las llamas de fondo y, en el plano central, enmascarado en su totalidad, uno se prepara para propulsar un objeto sólido desde una banda elástica que tiene halada por completo hacia atrás, listo para lanzar el proyectil a los policías que los anarquistas llaman bastardos. Es tan evidente la faceta oculta de violencia de la ciudad que esta exposición se presenta en un establecimiento regentado por el ayuntamiento de Barcelona.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

 

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

La fotografía de los disturbios de octubre de 2019 de la exposición IRA, aunque caracterizada por un sustrato de lucha muy diferente, semeja algunos de los disturbios estudiantiles venezolanos de 2014 y 2017. Aunque la de 2019 se trate de un tipo de violencia que, por fortuna, no llegó a ser letal a pesar de los heridos, destaca la intensidad y el resultado de destrozos y daños ocasionados durante las batallas campales entre los manifestantes y los mossos d’ squadra y guardias civiles. Esos días dejaron recuerdos tangibles, como un proyectil de goma recogido en Plaza Urquinaona una mañana luego de la batalla nocturna alrededor del lugar: los negocios quemados, las tiendas de electrodomésticos saqueadas, las motos y bicicletas incendiadas, las terrazas de los cafés chamuscadas, las paradas de autobús destruidas. Las noches llenas de incendios y el sobrevuelo del helicóptero de la policía hasta la medianoche. Las paredes, tiendas, negocios, muros y por cualquier lado donde uno observara estaban las insignias ACAB: All Cops are bastards (Todos los policías son bastardos).

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

Josep Pla ya había hablado en su obra maestra, El cuaderno gris, de la violencia de la ciudad y de las andanzas de los anarquistas:

¡Qué situación la de este país, la de Barcelona, válgame Dios! La anarquía se ha apoderado de la calle con una pistola en mano. Su presencia es tan visible, tan recalcitrante, que la situación es, para mucha gente, absolutamente natural. No podemos salir de aquí: o tiranía o anarquía. Es una situación que cuesta comprender incluso a las personas que somos testigos presenciales.

Es así como al que decide hacer de Barcelona su lugar de vida, bien sea de manera temporal o permanente, la ciudad le arroja muchas señas de violencia oculta, más allá del turismo de bajo costo, la arquitectura cautivadora de la ciudad y su privilegiado enclave entre mar y montaña. Solo hay que fijarse al caminar.

Un libro sirve para poner orden a hechos en aparente entropía, aislados y sin conexión. En este caso se trata de acontecimientos del pasado que, visto desde los signos del presente, agrupa una faceta de sombras, entre las tantas buenas que tiene la deslumbrante Barcelona. Esa sombra que se planta inadvertida, acechante, asoma los dientes. La ciudad violenta da forma a un mundo porque de eso trata también, a fin de cuentas, la literatura.

La ciudad violenta

El libro está dividido en tres partes: «La violencia política (1835-1939)», «La violencia criminal (1929-1991)» y «La ciudad refundada o el presente (1993-2019)». Este ensayo cuenta con la rara virtud de que, no obstante relatar algunos crímenes abominables, en casi todos los casos no genera una reacción fisiológica de rechazo a lo contado por el grafismo de terror descrito con palabras. A través del recuento de estas etapas, Corominas ancla situaciones del presente a las del pasado, lo que trae actualidad vista a contraluz comparativa. Eso hace que la lectura se torne dinámica porque no se instala enteramente en la época situada, sino que va y viene para contextualizar y dar un valor interpretativo al momento actual.

En razón de lo mencionado: desplegar una prosa sencilla y limpia, no caer en una descripción morbosa de hechos abominables y arrastrar al lector al presente para luego devolverlo al pasado, hace que uno pase las páginas con el ánimo de lectura de una novela cuando se trata, en realidad, de un ensayo. Y es que la transformación de la violencia en Barcelona a través del tiempo parece una novela.

Para un lector que no es de esta ciudad el libro constituye un caudal de aprendizaje sin aparataje académico. Y enlazando con los signos de la ciudad, conocemos épocas insospechadas como que Barcelona, hacia finales del siglo diecinueve, fue la ciudad de las bombas colocadas en lugares públicos icónicos y emblemáticos de la burguesía: una forma precursora de terrorismo, pero de otra época, independientemente de los motivos subyacentes. El anarquista Santiago Salvador, por ejemplo, colocó una bomba Orsini en el Liceo, donde murieron veinte personas. Eso ocurrió en 1893; en ese entonces se detuvo a cuatrocientos sospechosos. Muchas de las bombas Orsini fueron atribuidas a Joan Rull, una especie de capo de Medellín, a la vez confidente de las autoridades.

De la época de las bombas Barcelona vive la llamada “Semana Trágica de 1909”, la consolidación de las protestas del sindicalismo. La ciudad ardió por todos sus costados de manera enfurecida, ofreciendo un panorama estético similar -aunque imposible y torpe compararlo- con la violencia de octubre de 2019. No puede engañarse a la mente solo por la similitud de los humos emanados en distintos puntos de la capital, esa visión nocturna de humaredas esparcidas, entre un acontecimiento y otro: no es lo mismo incendiar iglesias y templos que contenedores de basura. En la “Semana Trágica de 1909” los muertos se ubican alrededor de ciento cincuenta; la mayoría civiles, ocho militares, además de cinco ejecutados después de los hechos, los acusados como instigadores principales de lo ocurrido. En las protestas de octubre de 2019, con su eterno helicóptero sobrevolando la ciudad y cuyo aleteo se oyó una semana seguida hasta pasada la medianoche, no hubo un solo muerto.

Fotografía de Pedro Plaza Salvati

De la violencia consolidada a través del anarcosindicalismo a los años de reacción del sector empresarial: de las bombas al pistolerismo, o lo que sería el sicariato moderno. O para decirlo con mayor glamour cinematográfico: Barcelona se adelanta a las historias de mafias de Nueva York y Chicago. Barcelona precoz con las bombas, Barcelona precoz con las protestas emanadas del sector sindical, Barcelona precoz con el pistolerismo iniciado por el sector empresarial, aunque luego se transforme en una vía de dos caminos con represalias de ambos lados. Corominas nos dice que «entre 1919 y 1923 murieron 76 obreros, 168 líderes sindicales, 40 patrones, 29 encargados de fábricas y 30 agentes de autoridad», víctimas del pistolerismo. Esta suerte de violencia política prevalecía encima de la violencia cotidiana criminal que no cesaba, pero que era mucho menos notoria y sacudía con menor impacto el imaginario colectivo atemorizado.

Y de allí a un relativo silencio con la instauración del franquismo, donde la violencia tomaba las formas propias de la represión de la dictadura y de lucha emprendidas desde las bases sindicales y republicanas. Corominas relata que durante esos años parece haber desaparecido el registro de hechos violentos de manera considerable, producto de las acciones de la dictadura. Este capítulo lo titula «Los años cuarenta o cuando nadie mataba en la calle», en los que se obligaba al saludo fascista en los cines, el catalán fue vetado en la vía pública, las prisiones abarrotadas y casi todas las ejecuciones silenciadas por los diarios.

Al finalizar el franquismo la violencia cobra la vertiente criminal con múltiples casos sonados de distinta naturaleza. Los crímenes contra los homosexuales, los años en que los que quienes cometían los asesinatos en la década de los cincuenta eran más que todo extranjeros, la época posterior de los psicópatas en los años setenta. «Barcelona era una plataforma giratoria para el hampa, con sus ferias y congresos de pólvora, sexo, coca y blanqueo», las bandas de prostitución, drogas y todo lo relacionado con transacciones ilegales. Las calles del Raval como mercado persa de heroína.

A partir de 2010 predomina la violencia criminal menor y, a su vez, otro tipo de violencia centrada en torno al movimiento okupa, al que nos hemos referido en los signos de la ciudad, y la instauración del llamado procés, hasta el episodio culminante de los eventos violentos de octubre de 2019. Todo ello sin entrar en la violencia emergida a partir del sacudón de la pandemia en donde se vieron casos como el de un asesino que mató a martillazos en la cabeza a cuatro indigentes entre marzo y abril de 2020, los frecuentes ataques y asaltos a los taxistas o el estado de ánimo sulfurado entre ciudadanos como resultado de las restricciones y complicaciones económicas; una Barcelona que se ha ido reconstruyendo pero que parecía un cementerio de negocios al culminar ese periodo que no es cubierto porque, precisamente La ciudad violenta fue escrita entre octubre de 2019 y mayo de 2021, y la pandemia no ha dado punto final. La lectura de este libro, que es un caudal ameno de información, tiene un mito de origen: el lunes 9 de febrero de 2009 el autor fue testigo presencial de un incidente:

Vislumbré a un círculo de personas alrededor de un cuerpo tapado. Los presentes susurraban sobre si le habían descerrajado un tiro en la cabeza. Paré pocos segundos. La imagen se me quedó grabada en la cabeza. Tres horas después volví a esa esquina de Traversera de Gràcia con Santaló; dos chicos se peleaban con una joven asustada por el tirón de su bolso. Había manchas de sangre a centímetros de la tapa de la cloaca roja y relacioné los dos episodios… El crimen de Santaló fue el que, en su momento, me hizo meditar sobre la posibilidad de comprender la ciudad a través de los asesinatos y después, con más conciencia de su trayectoria contemporánea, mediante la violencia de tipo político, pues ambas tienen imbricaciones y recorren el mismo decorado desde líneas siempre divergentes.

Las gaviotas asesinas

Un tipo de violencia de Barcelona que asombra al que viene a hacer vida en la ciudad es el comportamiento de las gaviotas. Hablamos de seres vivos: humanos, animales, aves. Imposibilitadas de su alimento natural por desequilibrios ecológicos y la ausencia de peces en el mar se presencia a diario la persecución de las gaviotas a las palomas que, cuando las atrapan, se las llevan a un tejado, a la calle, al suelo, le caen a picotazos, las matan y se las comen. Esa escena de depredación se ha visto hasta en un café en Sants: la gaviota desayunando una paloma a la par de los hombres y mujeres a su lado disfrutando de sus bebidas y comidas. Muchas veces se enceban con tejados específicos donde, como asesinas en serie, están los cadáveres de otras palomas engullidas y masacradas en días anteriores. En Barcelona casi nadie parece prestarle atención a este hecho atroz de la naturaleza.

Comenzamos estas notas señalando que el título del libro de Corominas pudiera ser el de uno atribuible a una ciudad como Caracas. En la capital venezolana sería un título que sonaría normal, cotidiano, hasta repetido. En Barcelona, sin embargo, lleva una connotación distinta y de asombro. Algo que sí asombra a alguien que viene de Caracas, acostumbrado a elevar sus sistemas de alarma internos de amarillo a naranja y de allí a rojo dependiendo de la situación, es que no se pueda colocar una denuncia por hurtos menores a los cuatrocientos euros. Lo que quiere decir que se puede robar un teléfono móvil, una cartera o lo que sea si el monto no supera los cuatrocientos euros; no hay nada que hacer, mejor darlo por perdido. Del otro lado del charco el robo de una botella de agua mineral es un delito y por eso resulta tan escandaloso el menosprecio del robo por montos menores, siempre perdonados o ignorados a menos que haya ocurrido un acto de violencia notorio. Solo si el valor del objeto hurtado supera los cuatrocientos euros estaremos frente a un delito de hurto castigado en el artículo 234 del Código Penal con pena de prisión de seis a dieciocho meses.  Y así, los robos menores, el pillaje, los bandidos de poca monta son pan de cada día en Barcelona, sobre todo en las zonas turísticas. El forcejeo muchas veces no pasa de un buen susto y golpes menores.

A veces el pasado resucita en el presente, como lo que nos relata Corominas cuando Remedios Sánchez asesinó, en 2006, a tres ancianas e intentó matar a otra media docena tras robarlas en sus inmuebles. Como efecto espejo pasado-presente coincide con el caso de Enriqueta Martí, a finales del siglo diecinueve, que tenía una libreta de personalidades para ir a su casa y reclamarle ayudas y que secuestraba, prostituía y asesinaba a niños para extraerles sangre, grasas y el tuétano de los huesos con el fin de fabricar pócimas mágicas para sus clientes. Sin ir muy lejos, en 2021 se detiene a dos capos de envergadura: en marzo fue capturado Giuseppe Romeo, un italiano de Calabria, promotor, organizador y financista del tráfico de cocaína en Europa, y en diciembre de 2021 la Guardia Civil detiene a Friki Amellah, un marroquí al que se le atribuye ser el capo de una banda internacional de distribución de hachís y cocaína.

El pasado sigue dando señas al presente.  De ser la capital de las bombas hacia finales del siglo diecinueve ocurre el atentado en la calle Tallers 77, en el Raval, a la revista «satírica y neurasténica» El Papus en septiembre de 1977. Una placa del ayuntamiento dice que, en el contexto de la transición de la dictadura a la democracia y en un ambiente de tolerancia gubernativa hacia grupos parapoliciales, la Alianza Apostólica Anticomunista colocó un paquete explosivo en la sede de la revista, donde se reunía el consejo consultivo. El conserje resultó asesinado e hirieron de gravedad a diecisiete personas, incidente que uno no puede dejar de asociar como precursor al atentado de manos del extremismo islámico a la revista Charlie Hebdo en París en 2015, y que enlaza a su vez con el extremismo yihadista causante del atentado en Las Ramblas en 2017, con un saldo de quince muertos y ciento treinta heridos.

Es 31 de diciembre de 2021. La gente se prepara a recibir el año en medio de largas filas de vacunación y el violento avance de la variante Ómicron. Hay medidas restrictivas impuestas por la Generalitat entre ellas un toque de queda que comienza a la una de la mañana. Algunos preparan encuentros comedidos, los más rebeldes tratarán de burlar las restricciones.  Un afiche multiplicado en distintas paredes de algunos barrios convoca ese día a la XXV Marcha contra las cárceles. La imagen es antigua, ciudadanos y soldados, hombres y mujeres de otra época y, al fondo, una cárcel que arde en llamas. En la proclama de los convocantes se lee: “Podemos mostrar nuestro rechazo absoluto a las cárceles, al sistema que las mantiene y a la sociedad que las necesita. A muchos les deseamos la muerte pero la cárcel no se lo deseamos a nadie”.

A pesar del pasado violento, las protestas que son pan de cada día -la mayoría pacíficas-, el pillaje menudo tan frecuente y los sonados casos de los que uno se entera, como el de la captura de los capos de mafias, la ciudad pareciera ofrecer, paradójicamente, un sentido de seguridad, al menos para un caraqueño: como un parque temático Gaudí con animaciones al estilo Euro Disney. Un venezolano, a pesar de todo lo dicho, se siente bastante seguro en la Ciudad Condal. Bastaría conocer la percepción de un escandinavo, por ejemplo, para poner las cosas en perspectiva. Es por ello que resulta tan fascinante descubrir el pasado violento de la ciudad, en sus etapas precursoras, con sus épocas de bombas y pistolerismos, adelantadas al terrorismo moderno y el sicariato, los crímenes con sus décadas características y mutantes en motivaciones para entender el presente y de cómo la violencia ha tomado formas distintas.


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