Perspectivas

Fragmentos de un viaje al pasado. Realidad y ficción de mi viaje a Polonia en 1993

03/11/2020

Krina Ber

[El pasado no se deja tocar, pero se vislumbra a veces del otro lado del espeso cristal del tiempo, y Karlota marca sus huellas en el mapa.]

(De mi novela inédita, La visita)

Este 7 de noviembre me toca el honor de presentar, junto con el historiador Tomás Straka, Viaje al poscomunismo recién salido del horno de la Editorial Eclepsidra.

El libro es un diario de viajes de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin, quienes no necesitan presentación: sus nombres están entre los primeros que acuden a mi mente cuando hablamos de narrativa y poesía venezolanas, y también los primeros que brillan cuando hablamos de resistencia intelectual y de mantener la lucidez en el medio del derrumbe que estamos viviendo.

El libro relata seis viajes que parecen fundirse en uno solo, pero no es un viaje cualquiera: desde los inicios del siglo y, para nosotros, desde los inicios del chavismo, cuando nadie se imaginaba aún la magnitud del desastre, las dos escritoras se dieron a la tarea de visitar los países que habían pasado por sistemas totalitarios de corte comunista en su medio siglo tras la llamada “cortina de hierro”. Más allá del interés turístico de ese diario, lo especial es su enfoque de buscar las claves acerca de lo que nos espera cuando eso termine –pues aunque no sepamos cuándo el final de un régimen como el nuestro es históricamente inevitable– y, en ese sentido, el viaje al presente de aquellos países fue también un viaje al futuro de Venezuela: una empresa tan valiente como escalofriante. Hablaremos de eso en la presentación de ese libro, cuando muchos ya lo habrán leído.

Hasta entonces no comentaré nada de ese fascinante diario. Aquí se trata precisamente de lo que no es pertinente para la presentación, de los parajes personales hacia los que no quiero desviarme; y por eso necesito lidiar antes con el aluvión de sensaciones y recuerdos que me asaltaron al iniciar la lectura. No es mi libro, yo no acompañé a Ana Teresa y Yolanda en su recorrido por Europa del Este pero sí, es también mi viaje. Por una de esas casualidades que sorprenden e inspiran, mi novela más importante (aún inédita) termina en el hotel Bristol, en Varsovia, justo donde comienza el primer viaje de ellas. Preciso que mi viaje es sobre todo virtual o interior –el que se hace al convivir durante varios años con una novela–; aun así, esa novela de ficción cuyo título es La visita está inspirada, en efecto, en una visita real a Polonia en 1993, cuando la caída de la cortina de hierro se sentía todavía como si fuera ayer. Fue un viaje de doce días y el único retorno al país de mi infancia, ni siquiera a Lodz donde nací, sino a Plock: la mítica ciudad de mis padres. Más que nada, fue un viaje al pasado.

Fui a visitar a un señor de ochenta y cuatro años, uno de los notables de aquella ciudad: Kazimierz Askanas o Kazio, para sus familiares, quien años después prestaría parte de sus rasgos al personaje de La visita llamado Konrad Durski. El hombre era conocido y respetado por su brillante carrera de abogado en paralelo a la de historiador de arte, con varios libros publicados sobre su amada Mazovia: hermosa región de bosques y lagos cuya capital es Plock. Durante veinticinco años presidió la Sociedad Científica de Plock, fundada en 1820, y en los años de la ocupación alemana fue comandante de una célula de la Resistencia. Su amistad con mi padre se había iniciado en la secundaria, aunque él procedía de una familia polaca de alto linaje y su amigo era un pequeño judío que llegó a estudiar en aquel exclusivo liceo no tanto por su excepcional inteligencia, sino por ser hijo del conserje. Conocí varios cuentos o leyendas de aquella época y no sé cuánta realidad hubo en ellos, pero me consta que la amistad fue real e indestructible. Durante mi infancia polaca, tío Kazio y su familia suplían en parte la falta de verdaderos tíos, abuelos y primos que nunca tuve; después de nuestra emigración a Israel en 1957, él y papá mantuvieron durante veinte años una nutrida correspondencia.

Mi padre falleció en 1977; para entonces yo llevaba dos años viviendo en Venezuela. De Konrad, perdón: de Kazio (su figura se mezcla en mi memoria con la de mi personaje) me quedaban apenas unas borrosas imágenes cuando llegó su primera carta a Caracas escrita en letra escarpada sobre finas hojas azules, rebosante de buena narrativa, humor e inteligencia. Me llamaba Krysia y pedía perdón por tutearme, pero, qué remedio: para él sería siempre la niña que solía cargar sobre los hombros. Desde que ustedes se fueron a Israel tu tata y yo mantuvimos la costumbre de enviarnos un buen chiste al final de cada carta, decía. Aquí te envío el último. ¿Estarías dispuesta a seguir la tradición?

Así heredé el hilo de su correspondencia. Durante muchos años de mi vida adulta, mientras me preocupaba sobre todo por traducir al polaco alguna broma que no fuese demasiado criolla, las cartas de Konrad tres o cuatro veces al año me reconectaban con unas realidades tan remotas que yo no les daba importancia. Tenía suficiente con conciliar mis identidades de arquitecta en Caracas, madre de hijos venezolanos y esposa, nuera y cuñada portuguesa, sin dejar de ser la muchacha israelí que se había ido lejos pero mantenía vivo el vínculo. Carezco de la avidez de viajero que caracteriza a mi hermano: los países se definen para mí, en primer lugar, por los lazos con las personas que viven en ellos, por lo que siempre volvía en vacaciones a los sitios que consideraba míos en el mundo: Tel Aviv, Lisboa y la Lausanne de mi vida universitaria. Polonia no entraba en esa ecuación. Mi familia comenzaba y terminaba con nuestros padres –el Holocausto se había encargado de eso–, de modo que allí no me quedaba nadie.

Nadie, excepto el viejo amigo de papá en Plock, ese tío postizo que nunca olvidó que le había prometido venir, y en cada una de sus cartas reiteraba la invitación a su casa con la tradicional hospitalidad polaca. Cumplí por fin mi promesa en 1993 cuando los hijos ya habían crecido y nuestra compañía, especializada en el diseño arquitectónico en acero, vidrio y telas textiles, llegó a una situación estable.

***

Olvidé mencionar que Kazimierz Askanas era también mi padrino según la tradición católica. En un gesto incomprehensible para quien no fuese sobreviviente del Holocausto, mis padres nos han bautizado, por si acaso, a mi hermano y a mí, en la Catedral de Plock, justo antes de emigrar a Israel: el único país en el mundo donde podríamos estar seguros de no tener que ocultar nuestro origen judío. Según Artur Ber, quien sobrevivió la ocupación con papeles falsos, había sido apenas una precaución para tener uno auténtico, pero ahora pienso que para el padrino, tan ateo como su amigo pero criado en una familia católica, ese vínculo significaba algo más; tal vez por eso nunca dejó de escribirme. Debería recordar aquel evento, tenía nueve años entonces pero la emigración lo había borrado de mi memoria junto con muchos recuerdos de Polonia. Encontré mi certificado de bautismo en los archivos de la parroquia en aquella primera y única visita a mi país natal en 1993; no sé por qué no estaba dentro de la carpeta que guardo desde que me fui a estudiar a Lausanne junto con otros documentos polacos caligrafiados sobre papel amarillento: partidas de nacimiento, defunciones, matrimonios. Mis padres me los confiaron en la creciente tensión de preguerra que reinaba en Israel en 1967: “estarán más seguros contigo en Suiza”.

La primera vez que se me ocurrió examinar el contenido de aquella carpeta quedé muda de impresión: casi todos los documentos de ellos eran dobles; los más antiguos llevaban nombres distintos de los que yo conocía. Mi mamá, que para mí siempre fue Irena Makowska, había nacido Rachel Rut Fiszman. Mi padre, Artur Ber (o Alter Paltyel, como lo descubrí pasmada de asombro) había conseguido un cambio oficial también de los nombres y apellidos de los progenitores de ambos. ¿Cuánto dolor, cuánto terror debió de haber sufrido un hombre quien, apenas termina la guerra, emprende un pesado proceso burocrático para cambiar hasta los nombres de sus muertos? Esos papeles, así como mi certificado de bautismo, son unos elocuentes testigos del trauma del Holocausto que ellos procuraron no evidenciar en nuestra vida diaria.

No necesité preguntar a papá por qué lo había hecho: todos esos nombre nuevos –los únicos que yo conocía– son polacos, sin ningún tufo judío, ningún rastro de sus verdaderos orígenes. A mí, que vine al mundo unos años después de la guerra me llamaron Krystyna: nombre cristiano por excelencia que, en la época en que inmigramos a Israel, no encajaba en ese nuevo país.

Lo cambiamos a Krina, que suena bien en hebreo y hasta irradia luz.

Esa condición incierta de los nombres es uno de los temas de la ya mencionada novela. Mi protagonista –Karlota, o su diminutivo: Lotka– lleva ya seis años de residente en Caracas cuando se entera de la existencia de una mujer con su mismo nombre, apellido, origen y datos de los progenitores, pero no llega a enfrentarla antes de que la usurpadora desaparezca del país. Doce años después, un descubrimiento casual le revela que ese extraño robo de identidad no pudo haber ocurrido en Venezuela: el fraude, si lo hubo, data de los tiempos de la juventud de sus padres, cuyo último testigo es su viejo amigo polaco.

[Ocupada en su propia vida, había dejado pasar demasiados años sin hacer preguntas y, hoy, lo que queda en el cerebro de ese octogenario es la última franja de tierra firme donde hincar los pies antes de que las aguas de la muerte la cubran para siempre, dejando a flote tan solo especulaciones, teorías, recuerdos de segunda mano. Espuma y escombros, como todo pasado.]

Y Karlota –hija única, ella– viaja a Plock en busca de respuestas en las mismas circunstancias de mi propia visita de 1993.

***

El vuelo duró dieciséis horas incluyendo el tiempo de tránsito en el aeropuerto de Lisboa que pasé hablando por teléfono con mis suegros, cuñados y amigos: última frontera del mundo conocido. Aterricé en Varsovia con la sensación de llegar a una de esas películas de otros planetas, cuyos habitantes hablan inglés para que los espectadores los entiendan. No era inglés, pero yo entendía todo. No era otro planeta, pero yo lo sentía así. No he vuelto a Polonia desde que nos fuimos en tren hacia Checoslovaquia, Austria, Italia y de allí en barco a Israel. Tampoco he vuelto a rememorar aquella parada en la frontera donde los uniformados revolvieron sin miramientos nuestras maletas. Mi mochila. Mis libros y juguetes. El pequeño lloraba: lo revisaron hasta a él. Mis padres, insólitamente quietos, solo pedían que me quedase quieta yo también mientras palpaban mi cuerpito de nueve años. Retuvieron nuestros documentos de identidad y el tren arrancó, avanzando lentamente hacia la nueva vida. Me habían preparado: al salir del país perderíamos la nacionalidad, así que ya no éramos polacos mientras mi madre acomodaba las maletas y el paisaje tomaba velocidad detrás de la ventanilla. Era el mismo paisaje por ambos lados de la frontera; sin embargo, la sensación del no retorno me golpeó como un puñetazo en el pecho. Yo era una niña imbuida desde temprana edad de cultura polaca, de literatura polaca y sobre todo de idioma, mágicamente dócil en poemas y pequeños cuentos.

No sé cuánto tiempo lloré en los brazos de papá y mamá hasta quedarme dormida. Hoy ni siquiera puedo imaginarme el desgarro que sentían ellos.

Para mí eso fue todo. Nunca más he llorado por haberme ido de Polonia; cualquier nostalgia fue absorbida por la nueva tierra como leche derramada. (Ojalá esa metáfora fuese mía, pero viene de Errantes: novela de una escritora polaca de verdad que ganó el Nobel). Tenía que crecer, el mundo se abría y cerraba alrededor de otros retos, no había tiempo para duelos. Mi infancia se volvió un continente de humo. ¿Era verdadero ese recuerdo o algo que había escuchado, inventado, leído, cuando desperté treinta y seis años más tarde en ese autobús de Varsovia a Plock que devoraba florestas y campos, interrumpidos de vez en cuando por pequeñas aldeas? La pasajera en el asiento contiguo comentó admirada lo bien que yo hablaba polaco. “Es increíble, señora, ¿dónde lo aprendió? No logro ubicar su acento”.

En ese autobús descubrí que no tengo el acento correcto en ninguno de los idiomas que hablo.

Anochecía cuando llegué a Plock.

***

Kazimierz Askanas y Krina Ber

Aquella visita duró apenas doce días: un parpadeo en la suma de los años. Al principio tenía la liviandad de un episodio anecdótico, una suerte de agujero surrealista en la superficie de mi vida. Con el tiempo cobraba peso, hasta concretarse años después –o tal vez deshacerse– en una novela de ficción.

Ya mencioné que soy pésima turista. No he salido de Plock, salvo los dos últimos días que pasé en Varsovia. Poco recuerdo de lo que había visto. En realidad, nada. Aquel viaje no era realmente hacia esos lugares: era un viaje en el tiempo.

Años después describí esa sensación:

[Iglesias, templos, capillas. Ella reconoce los estilos y pretende apreciarlos: eso se espera de una arquitecta, pero no se siente arquitecta ni adulta; ni siquiera se siente ahí. La ciudad está tan imbuida en el clima de su infancia que no puede conectarse con ella sin que se interpongan otras iglesias y las mujeres vestidas de negro que merodeaban delante de ellas como bandadas de palomas (o cuervos), cuando las hojas de otoño crujían como ahora al pisarlas y la niña Lotka, con sus medias blancas y los botines bien amarrados, cruzaba una plaza imprecisa de la mano de su nana Dadula.]

Todo era extraño y de algún modo, familiar. Era extraño que la vieja ama de llaves de mi padrino hablara y caminara como aquella nana que también era oriunda de Plock; era extraño que el sabor de sus platos despertara tantos recuerdos que se habían preservado –y no hay mejor manera de decirlo que citando a Proust–: «encerrados en el olvido». Era extraño y familiar el enorme apartamento oscuro, forrado literalmente en bibliotecas; olía a reclusión de muchos inviernos, a libros viejos y madera encerada; las estufas a carbón calentaban los ambientes y los fantasmas chirriaban bajo desgastadas alfombras.

El abrazo de oso que me dio mi padrino levantó mis pies del suelo: era un hombre alto, casi tan gigante como se me antojaba de niña. En la sala me esperaba una peña de ancianos –así me parecían entonces los mayores de setenta–, amigos de la élite intelectual de la posguerra a la que también pertenecía mi padre. Conocían nuestra historia familiar, ensalzaban la belleza de mamá y algunos me recordaban de pequeña. Me decían Krysia. Brindaban. Cansada del largo viaje, con dos copitas de Wyborowa perdí la sensación de realidad. En esa ciudad me habían bautizado la víspera de salir del país. Aquella cena de bienvenida fue otro bautizo que me sumergió de entrada en el vodka, en Polonia y en el pasado.

***

Pretendía llegar a Plock como de joven me gustaba llegar a los lugares nuevos: sin expectativas ni prejuicios, sin información previa sobre ellos. Era una actitud rara e irresponsable, lo sé, y sin embargo excitante. Así había llegado a Suiza y luego a Venezuela, así había recorrido Europa en mis tiempos de estudiante. Aquí no fue posible.

[Camino por esas calles como si no fuera solo una turista. Y, desde luego, no lo soy. Existo en Plock, así como en Israel, porque muchas personas me reconocen sin un asomo de duda. Soy la hija de mis padres, su continuación inapelable; soy la niña rubia que se llevaron al extranjero. Extraña identidad de puras raíces, sin hojas ni flores ni, mucho menos, frutas; solo un trocito de tallo truncado en la infancia. Qué cambio respecto a Venezuela donde mi historia comienza conmigo y no hay nada atrás.]

Desde lejos se ve mejor lo que es familiar; así, en la lejanía de esa ciudad polaca comencé a pensar en Venezuela. ¿Qué hacía yo allí? ¿Qué significaba vivir en un sitio que no ha conocido a tus padres ni a ti antes de que aparecieses allí de adulta?

Nunca me lo había preguntado. Me gustaba mi ilusa libertad del inmigrante. Yo era una israelí residente en Venezuela; solo mi vínculo con Portugal complicaba un poco las cosas. ¿Polonia? No necesitaba esa quinta pata del gato, amputada hacía tiempo.

Sin embargo, fue allí donde descubrí que un miembro fantasma, aunque ya no exista, nunca deja de picar.

***

En el autobús Varsovia-Plock dudaba de si era real mi recuerdo infantil del día en que salimos de Polonia. Y ahora dudo de cualquier recuerdo que me queda de esa visita. Mi memoria no es confiable. La exprimí, torcí y modifiqué hasta que, al escribir hoy el nombre de mi padrino, me asalta una ridícula sensación de deslealtad con Konrad Durski, personaje de mi novela. La engañosa membrana de ficción recubre todos mis recuerdos de Plock. Desde luego, sé distinguir entre lo que ha sucedido de verdad y lo que no, pero los hechos y las acciones son apenas el esqueleto del organismo vivo de una novela. Su carne, hecha de tiempos y lugares, de atmósferas, diálogos y reflexiones absorbió mis recuerdos, los metabolizó; los hizo suyos. Quedan algunos huesos duros y ciertos: las pocas cosas que sé.

Sé que una muchacha desconocida me recibió en el terminal de autobuses; sé que Kazio nunca me había escrito que tenía una hija pero afirmaba haberlo hecho; sé que con sus ochenta y tres años la llamaba con un orgullo viril (ciertamente justificado) “mi pequeño accidente”. La omisión de algo tan importante como una hija no se ajustaba a la imagen del hombre correctísimo, racional y, sobre todo, mucho más joven forjada por sus cartas. No me había imaginado a alguien tan anciano, tan terco y despótico, tan brillante y confuso a la vez.

Sobre todo confuso. Al principio no hubo diálogo verdadero, sus respuestas no tenían sentido. Me sentía arrepentida e incómoda, temí que padeciera demencia senil. Error: mi anfitrión estaba tan lúcido como en su dimensión epistolar. Estaba sordo –otra información importante que había omitido en sus cartas– y no quería aceptarlo. Lo disimulaba tan bien que tardé dos días en darme cuenta de que no oía nada de lo que le decían: leía a medias los labios y las expresiones, deducía, adivinaba. Acertaba casi siempre, menos con esta invitada, nueva en su entorno. Ese hombre notable se negaba a usar los aparatos auditivos por fastidio, impaciencia y más que nada por orgullo; para él, sería doblegarse ante la vejez. Sus allegados no me avisaron, acostumbrados a comportarse como si no existiera esa sordera que, por más extraño que parezca, le confería al dueño de la casa un dominio total de las conversaciones. Más adelante –cuando la situación fue aclarada y confirmado mi papel de oyente pasiva– me confió su legítimo cansancio de quien no necesita añadir nada a lo que en su larga vida ya había escuchado. Quería hablar, eso sí: reventaba de cultura, de conocimientos, de recuerdos. Quería transmitirme toda su juventud y la de mis padres, la ocupación, la resistencia, el comunismo: los horrores y las anécdotas. Política, literatura, arte. Las historias agazapadas en los lugares de Plock y en las bibliotecas de su casa.

[Basta con que el viejo hable para que las cosas recobren el sentido y casi el esplendor de antaño. Tiene una forma de hablar culta y precisa y una voz extraordinaria, envolvente, la voz de orador de plaza pública, de impulsador de ideas y movilizador de conciencias, de político, de abogado. Había sido todos ellos. Tal vez olvida cosas del día anterior o de la semana pasada, pero cuando retorna a los predios del pasado, sus ojos se encienden con una lúcida inteligencia.]

No sé si me hipnotizaba más su verbo o su voz mientras paseábamos con agotadora lentitud –él repartía el peso de sus pasos entre el bastón y mi hombro– por las calles de la vieja ciudad. No podía reaccionar con mis palabras a las suyas, pero confieso que lo escuchaba como nunca escuché a nadie. En esos paseos Artur Ber e Irena Makowska se convertían en personas desconocidas, más jóvenes que yo. Me preguntaba qué pensarían de mí si nos conociéramos hoy. ¿Les caería bien esa mujer de pocos logros y memoria endeble, que se dejaba llevar por la vida como una hoja al viento?

***

Krina Ber

La muchacha – “Renia”, en mi novela– me mantenía con un pie en algún tipo de presente con sus historias de liceo, programas de televisión y canciones. Hablamos de su vida anómala con un padre tan mayor, de su madre que estaba por un año en Londres. Me mostró la parte moderna de Plock, despreciada por su padre como “suburbios estalinistas”, el minúsculo apartamento de aquella mujer que poseía tres doctorados. Sobre todo, me escuchaba, ella sí, fascinada con mis cuentos de Caracas. En 1993 yo tenía un teléfono en el carro, preparaba mis planos en computadora y los mandaba a dibujar a un plotter (todavía de plumillas). La apertura al mercado libre ya se hacía sentir en Varsovia, pero ahí la mayor y mejor surtida tienda de equipos electrónicos todavía vendía televisores soviéticos en blanco y negro y presentaba como novedad un radio con despertador. Comparada con mi Caracas de principios de los noventa, Plock estaba décadas atrás.

La sensación del viaje al pasado era personal, pero el entorno no ayudaba a disiparla. El poscomunismo existía, desde luego; no obstante, al hablar de un antes y un después, la gente no se refería al reciente desmoronamiento de la Unión Soviética: todavía era un antes y un después de la Segunda Guerra Mundial.

[En esas calles, medio siglo de comunismo parece haber frenado la Historia. La ocupación perdura todavía en uno que otro edificio quemado que estropea como un diente podrido la sonrisa amable de las fachadas, en modestas placas de bronce con nombres de hombres, mujeres y niños fusilados allí, testigos de que esa piadosa ciudad podía ser también escenario de muerte, patíbulo y cementerio. Cuatro años después de la caída del Muro de Berlín –y a pesar de los grandes cambios que (le aseguran) ya han ocurrido– en todas partes el pasado se le viene encima con su pátina de deslustre y polvo. Muchas fachadas aún exhiben agujeros de balas, tapados con tacos de madera, recordándole el edificio donde vivía de niña, que también tenía huecos como esos, y los mapas de tesoros que solía ocultar dentro de ellos, trepando sobre los tocones de piedra que flanqueaban el portón.]

La visita no es una autobiografía. Karlota no soy yo, pero me fascinó desarrollar su historia como un palimpsesto pintado en los mismos lugares y circunstancias temporales de la mía. Polonia, Israel, Suiza, Venezuela. El viaje a Plock en 1993. Tampoco es una novela histórica. No pretendía ofrecer información exacta sino subjetiva de aquellos tiempos y lugares, desde la brumosa perspectiva de los recuerdos. Era como armar un rompecabezas de ficción con piezas de mi vida y de la de mis padres, con el enfoque en la naturaleza escurridiza del pasado y de lo poco que sabemos realmente de él. Y, como si el clima de la historia se reflejara en el proceso de escribirla, siempre faltaban piezas. Sabía que mis padres saltaron del tren: así salvaron sus vidas. ¿Cómo sobrevivieron en Varsovia después? ¿Cuánto tiempo pasó hasta que los escondió una familia polaca? Conocía muchas historias de aquel refugio, pero ¿dónde estaba? Tan fácil habría sido preguntar a tiempo por su ubicación real, pero no me imaginaba el trabajo de investigación que implicaba encontrar un lugar verosímil en una ciudad fantasma de la que –obviando el centro reconstruido– no quedaba rastro de las calles de antes ni mapas donde leer sus nombres. (Encontré uno así en los archivos de Yad Va Shem de Jerusalén; pero esa es otra historia).

Me di cuenta, demasiado tarde, de todos los detalles que no sabía, olvidé o no pregunté a mis padres mientras podía hacerlo. ¿Por qué nunca era el momento propicio para interesarme en ellos y no siempre en mí? Y sobre todo, ¿por qué no he preguntado a ese único testigo de sus vidas con quien tanto hablé en mi tardío retorno a Polonia?

Pues sí: a pesar de su orgullo y rechazo de aparatos auditivos, por fin hablé con él. En teoría, habría podido aclarar todas las dudas que surgían en mi novela dos décadas después.

Kazimierz Askanas me invitaba siempre con el consabido chantaje de los viejos: quería verme antes de morir. Falleció en 1994, un año después de mi visita; me avisó su hija en la última carta que recibí de Polonia.

***

Tres días antes del regreso descubrí la manera de comunicarme con mi anfitrión. Debí haberla encontrado antes si no estuviese hipnotizada por su verbo y dominada por su sordera: nuestras conversaciones telefónicas previas al viaje podrían haberme indicado que tenía algún tipo de amplificador instalado en el aparato. En efecto, lo tenía.

Era simple. Cambié mis billetes en el banco por un saquito de monedas como la de los mercaderes antiguos, me instalaba en la cabina telefónica y llamaba a casa. En esos tres días sostuvimos al fin unas conversaciones verdaderas.

La cabina estaba situada tan cerca que podía vislumbrar la figura de mi padrino entre las cortinas abiertas de la ventana del salón. Estoy segura de ese recuerdo: no habría podido inventar algo tan novelesco como mi relación comunicacional con “Konrad”, su sordera e imposición de monólogos y esas conversaciones finales de características tan extrañamente parecidas a las del mundo actual: hablarse con distancia de por medio, el interlocutor encuadrado en una ventana, comunicación sin mirarse a los ojos, sin percibir el lenguaje corporal del otro. Pero era mejor aquella relación tipo zoom del acostumbrado webinar: por fin nos hablamos, con diálogo, con preguntas y respuestas.

Eso sí: no recuerdo de qué iban esas conversaciones: la ficción las mató. Ciertamente no eran las de La visita, usadas por la protagonista para arrancar a “Konrad” las claves del misterio que esconde en su sordera, ni él me había confesado un amor secreto para mi madre. Escribir es, a veces, encontrar las posibilidades novelescas de situaciones que la vida real desaprovecha.

Tampoco hablamos de posibilidades novelescas: en 1993 ni en sueños se me habría ocurrido que un día escribiría novelas. Y aunque el poscomunismo de Polonia era uno de sus temas favoritos –desde luego, sin usar ese término–, ni en sueños se me habría ocurrido que sería relevante en el futuro de Venezuela.

No puedo decir con honestidad de qué realmente hablamos en esas horas que pasé en la cabina telefónica, con la bocina pegada al oído y las monedas a mano para alimentar el aparato cada dos, tres o cuatro minutos.

Supongo que le agradecí la hospitalidad y el haber insistido que viniera a Plock. Mi viaje al pasado. La masa de cosas que me había contado. Supongo que le hablé por fin de mis padres vistos por una hija; que le hablé de mis hijos y de mi modesta vida profesional y familiar con la satisfacción de haberla construido, mi marido y yo, en un lugar que no era suyo ni mío. Tal vez le hablé de ese miembro fantasma que encontré en Plock y no sabía que me seguiría picando en mis años por venir en Venezuela.

Y me consta que él, aunque era terco, impaciente y acostumbrado a su propio monólogo, aunque ya había escuchado demasiadas cosas en su vida y estuviera cansado de ellas, tuvo que escucharme: para algo era mi padrino.


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