Perspectivas

Lo que Hemingway no dijo: reflexiones sobre la novela “París siempre valía la pena”

22/01/2024

En la literatura, como en nuestros recuerdos, no existen ciudades reales. Todas las ciudades son imaginarias, ‘ciudades fantasma’. Los escritores no describen, sino que inventan sus ciudades: San Petersburgo, Dublín, Alejandría o Buenos Aires no existían realmente antes de que Dostoyevski, Joyce, Lawrence Durrell o Borges escribieran sobre ellas.

Mircea Cartarescu

Me gusta mucho esta novela. Tal vez porque me descansa de los temas que reinan en el mercado literario actual, no denuncia nada, no se ocupa de género, inmigración, feminismo, cuerpo, violencia, apocalipsis climática y afines. Tiene, en cambio, el encanto sutil de las obras nacidas bajo el embrujo que ejercen las ciudades literarias, como esa Paris que habitamos desde la infancia los lectores de Victor Hugo o Alexandre Dumas y que, desde que Ernest Hemingway publicó en 1964 su novela “Paris era una fiesta” quedó unida a la figura de su autor y al ambiente bohemio parisino de los años veinte. También devino en una suerte de arquetipo literario —joven escritor extranjero en Paris—  con su propia línea de descendientes más o menos cercanos, como la gran novela de Oscar Marcano, “Los inmateriales” (2021), que muestra la ciudad en los ochenta, impregnada del melancólico desencanto de un joven estudiante venezolano.  En “Paris no acaba nunca” (2003), Enrique Villa Matas reinterpreta el modelo original ficcionalizando sus memorias parisinas de los años setenta cuando vivía alquilado en la buhardilla de Marguerite Duras. Y ahora, dos décadas después, Alejandro Padrón retoma el hilo con otro digno descendiente de esa familia: “Paris siempre valía la pena” (Kalathos, 2021). Al igual que Villa Matas, Padrón anuncia su linaje desde la portada: ambos títulos son citas del último capítulo de Hemingway.

Esta novela es la que más se aproxima a la obra original. No se vincula con “Paris era una fiesta” a través de las vivencias de otro escritor en una época distinta: se sitúa sin complejos en el propio corazón de la leyenda, al lado de joven Ernest, y sigue sus pasos por las calles de la Ciudad Luz con los ojos de Max Sterling: supuesto amigo, periodista y finalmente, biógrafo.

La ficción inventada se traba de manera ingeniosa con la que es (o al menos se supone) fiel a la realidad cuando, muchos años más tarde, poco después del suicidio de Hemingway, el personaje de Max Sterling se topa con un viejo conocido durante un viaje casual a Paris. El  barman George, quien pese a su avanzada edad aún sigue al pie de la faena, lo reconoce y le entrega un manuscrito, supuestamente olvidado por el joven Ernest en un bar del que salió borracho cuarenta años atrás, antes de dejar París para siempre.

Max reconoce fragmentos del diario que el autor le leía en su tiempo y, como corresponde, remite el manuscrito a su viuda, devolviéndolo de ese modo al carril de la realidad histórica en la que, en efecto, la viuda lo publicaría un año después bajo el título de “Paris era una fiesta”. Como amigo cercano de Hemingway y supuesto testigo contemporáneo de los hechos descritos, Max se siente autorizado a comentarlos desde su punto de vista y a completar los que están omitidos de manera declarada en el libro. Lleva la osadía a revisar si Ernest había tomado en cuenta las partes que él mismo le había criticado y aconsejado a cambiar (y, de paso, reitera las críticas).

Con esa premisa, la novela de Alejandro Padrón se sitúa en el centro del debate acerca de cuánta libertad dispone un escritor cuando se ocupa de personajes y hechos históricos. Me refiero a hechos y personajes de calibre de Ernest Hemingway. ¿Cuánta ficción imperdonable para un biógrafo está permitida, e incluso celebrada en una novela? Lamentablemente, un lector típico siempre quiere saber qué es “real” y que no, quiere deslindar claramente  la “verdad” y la “mentira”. El escritor, en cambio, se pregunta cómo emborronar sus lindes y fusionar la ficción con las realidades comprobables sin que se sientan las costuras.

Debo decir que Alejandro Padrón maneja la cuestión con ingenio y elegancia.

Su enfoque es original y osado. Una sola deliberada mentira —Hemingway escribió su famosa novela 4 décadas antes—  establece que todo lo que sigue pertenece al dominio de la ficción, sin trastocar la mimesis de la realidad del Paris bohemio de los años veinte, en la que el autor puede sumergirse ahora a gusto al lado de los otros personajes cuyas vidas —se nota—ha estudiado y soñado desde hace tiempo. Me imagino el placer de volcar una obsesión de larga data con un escritor, un lugar y una época en unos capítulos cortos, pequeños episodios dispersos, como arrojados en el libro al azar de la memoria de Max Stern, ese espía ficcional de los hechos —comprobados algunos, verosímiles otros— y relatarlos en primera persona.  El placer de sentirse allí, pasar por esas calles, probar platos en los restaurantes de la época, interactuar con Madame Gertrude Stein, Scott Fitzgerald, Ford Maddox Ford, el poeta Ezra Pound, y otras celebridades bohemias de la época sin olvidar pintores, compositores y libreros. Y sobre todo interactuar de tú a tú con el propio Hemingway, fascinante e insoportable, mal amigo pero escritor genial. Acompañarlo en sus encuentros, en sus borracheras, en sus explosiones de violencia, en las sesiones de boxeo que mantenía con los otros escritores, él, boxeador profesional, que entonces, en sus comienzos literarios, ganaba más dinero con sus puños que con sus reportajes. Max Stern se permite criticarlo, lo reprende por su gusto por la violencia y por las injusticias que cometió con los amigos que lo habían apoyado, pero nunca deja de admirarlo. Logra darle vida a la figura de un escritor famoso sin disminuir sus méritos ni sus controversias.

Hace todo esto, sin dejar de ser mirado por el propio autor que también explora Paris muchas décadas después desde su postura de investigador. Fotografía los sitios que quedan y las placas conmemorativas; sigue desde nuestro presente las huellas de aquella época legendaria en la que se desenvuelve Max. Así que el libro cuenta con dos tiempos y dos narradores. Y para difuminar mejor los límites de esa dualidad, se introduce también en sus páginas una joven cuya descripción Hemingway esbozó en su cuaderno sin darle seguimiento. El personaje cobra vida y persigue al creador que la dejó inacabada a través de las calles y los cafés de Paris, sobreponiendo a las descripciones de Max su propia visión de fotógrafa y mujer obsesionada. El conjunto de esos motivos y puntos de vista resulta vivo, orgánico e interesante.

*

Para concluir, una nota personal:

Leí Paris siempre valía la pena con un gran placer y curiosidad a pesar de que (lo confieso) no soy fan de Hemingway. Reconozco la enorme calidad de su escritura lapidaria, admiro su fuerza y su eficacia anglosajona, pero ¿qué se le hace?: prefiero la desmesura y la efusión propia del idioma de Cervantes. Tampoco simpatizo con su afición al boxeo, los toros y otras demostraciones de virilidad.

Debe de ser cierto que todos tenemos una ciudad-fetiche, y la mía es Lisboa. Nunca he sentido ese tipo de atracción hacia Paris; para mí, su fachada turística recubría una urbe dura de vivir, hecha de trayectos bajo tierra y apartamentos sin baño que alquilaban mis amigos. No obstante, la capa semántica de lo escrito sobre Paris se sobrepone a su rostro cotidiano y sí, claro que si: amo la Ciudad Luz de los libros; una constelación de memorias y leyendas que se dispara con los nombres de sus calles y plazas. Así que comparto el tirón de nostalgia que se siente en estas páginas hacia la ciudad de Hemingway.

Disfruté mucho la novela de Alejandro Padrón y agradezco el hechizo de estar por un momento en ella, como si fuera uno de los personajes que caminan por sus calles mil veces nombradas  y frecuentan esos bares donde se gestan libros y amores, y donde los bármanes eternos conocen las bebidas preferidas de sus parroquianos y siempre les llenan las copas.


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