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Editorial Eclepsidra publicó Ochenta días en Iowa en el mismo formato que Viaje al poscomunismo de Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin: un libro apaisado, tamaño media carta, caracterizado por un gran cuidado tipográfico y los tonos grises de las fotografías animados con un toque de color. Me pareció un gran acierto editorial: un formato especial para crónicas especiales. Los dos son diarios de viajes. No documentan el desgarre del exilio ni las tribulaciones del inmigrante –tópicos prioritarios hoy en nuestra literatura– sino unas salidas puntuales del país. En todo caso son unos diarios de viaje “engañosos” como lo resaltó Karl Krispin en la presentación, porque su campo semántico sobrepasa ese género, porque usan el viaje para hablar de otra cosa. En ambos casos la descripción de lo ajeno deja traslucir lo propio con una comprensión nueva desde la comparación y la distancia. La consciencia del turista, del visitante, del residente por tiempo limitado está marcada por el lugar fallido y doloroso del que viene y que no hace parte del viaje, pero sí del inevitable regreso; en todas las travesías y destinos los hilos de Ariadna lo amarran a él.
En Viaje al poscomunismo la debacle venezolana es una presencia soterrada, poco mencionada en el texto pero que, sin embargo, no abandona la mente del lector. En Ochenta días en Iowa Jacqueline Goldberg aborda el tema a través del prisma de la comida. Tema que, como ha destacado Ocarina Castillo, ocupa primer plano en toda experiencia humana, individual y colectiva. Comida como refinamiento gourmet y como industria, comida-oferta y comida-recuerdo, comida-satisfacción, comida-placer, comida como reunión y aislamiento; comida como carencia, angustia, hambre, desnutrición; comida como medio de dominación y control. Como culpa y quiebre moral. En el libro de Jacqueline se manifiesta a través de la inapetencia que nunca es solamente de comida: abarca los manjares que no comió, los productos que no compró, los sitios que no fue a visitar. La pérdida de placer y del deseo de saborear la comida y la vida confluyen en una palabra acuñada por la autora: «paisorexia». Se trata de una inapetencia vital, síntoma del profundo daño psíquico causado por vivir en un país cuyo régimen nos llevó a este estado que, parafraseando otra vez a Karl Krispin, más que una crisis es una catástrofe humanitaria.
Esto no es una reseña, no todavía
Conozco bien el desagrado que se siente cuando alguien pretende escribir sobre tu libro sin haberlo abierto y, vaya, estoy haciendo lo mismo. Aún no he leído Ochenta días en Iowa. Pero no ocurre a menudo que el tema principal de un libro y las palabras pronunciadas por otros tengan tanto poder de conmoverme como el que sentí en Trasnocho Cultural cuando un recuerdo me sacudió hasta las lágrimas al escuchar las excelentes presentaciones de Ocarina Castillo, Karl Krispin y Susana Rafalli. Se sintió en ellas el impacto de la lectura y lograron transmitirlo al público. Las tres poderosas intervenciones, con sus puntos de vista complementarios, crearon una atmósfera de identificación poco común: una corriente de energía entre la gente reunida en el mismo espacio que los medios digitales todavía no han logrado reproducir. Como muchos de los allí presentes, supongo, he procesado lo expuesto en ese evento a través de vivencias propias y quiero captar lo que sentí.
No sé qué es tener hambre, la verdadera hambre, como la que conocieron mis padres sobrevivientes del Holocausto o la que están padeciendo (según las estadísticas de la FAO de diciembre de 2021) 27,4% de nuestros compatriotas. Soy afortunada: hasta ahora no me ha tocado. Solo tuve mi cuota de socialismo en especulación y escasez, en colas bajo el sol con numeritos marcados en la mano y en volver a casa con el trofeo de un cartón de leche, empujada o maltratada verbalmente; la humillación del acceso a los productos básicos en los días fijados por el terminal de la cédula de identidad y en marcar mi huella digital como si comprarlos fuese un delito; la pena propia y ajena al salir de la panadería entre personas, a todas luces desnutridas, que pedían un pedazo de pan en la puerta. Peor: las que no pedían, solo miraban.
Lidiar con lo cotidiano no permite apreciar la magnitud de la catástrofe global. La vislumbré en abril de 2015 cuando fui a pasar diez días con mis amigos recién instalados en Madrid.
Casi tres años sin salir de Venezuela
El primer día de mi visita fue de pura euforia.
Redescubrí el placer olvidado del espacio urbano, el paseo, la calle, las terrazas donde tomar café, el torbellino de supermercados, fruterías, tiendas de ropa, farmacias. Aquel derroche de todo en contraste con el paisaje del que venía me abrumaba, me emborrachaba. Fotografié vitrinas y anaqueles, las pirámides de naranjas grandes y bonitas, las muchas variantes de frutas, panes y cereales, legumbres, tortas, mariscos; la obscena cantidad de quesos y yogures.
Estaba demasiado acelerada para realmente disfrutar la comida. Escoger unas tapas en el mercado San Ildefonso reducía la posibilidad de apreciar la abundancia de ellas, no apagaba la fiebre de acumular imágenes –¿para qué?, ¿para quién?– de todo lo que en teoría se podía comer. En la práctica no recuerdo cuáles finalmente probé exagerando mi entusiasmo ante los amigos que las elegían para mí. Sin embargo, comerlas no igualaba el embeleso de documentarlas aun a sabiendas de que no iba a hacer nada con esas fotos.
Mi epifanía se cayó al amanecer.
Desperté con el recuerdo del operativo que hubo en la plaza Brión de Chacaíto pocos días antes de mi viaje: se podían adquirir dos kilogramos de carne a precio especial. Unos militares con armas largas custodiaban la cola que serpenteaba en la plaza. Sobre una improvisada tarima otros uniformados descargaban de una gandola carne de res empacada en grandes bolsas transparentes que abrían a golpes de hacha. Otros más pesaban las piezas, les quitaban o añadían pedazos y las entregaban a los consumidores, acompañados por aplausos desde la cola. Bolsas rotas crecían en el suelo alrededor de la tarima, restos de sangre y grasa se descongelaban al sol. No se podía cruzar la plaza y, mientras daba una vuelta, espanté esa visión como lo hacía a diario con tantas otras: tiendas cerradas, gente revolviendo contenedores de basura, paños colgados en las ventanas sin vidrio del edificio en construcción invadido allí mismo, entre las avenidas Solano y Libertador.
¿Por qué entre tantas imágenes de la degradación de mi entorno me asaltaran precisamente esas al despertar por primera vez en Madrid? No lo sé. No voy a pretender que le tuviera algún aprecio urbanístico a ese lugar, carente de geometría y de cualquier proporción armoniosa entre el espacio y las fachadas circundantes. Pero, con o sin forma, esa era mi plaza, la plaza Chacaíto repleta de memorias de vida, de eventos públicos y cafés con amigos, de los años en que crecían mis hijos. Y fue después de fotografiar como una drogada la estética de abundancia ajena cuando la visión de las bolsas rotas y la mugre sangrienta sobre el pavimiento me golpeó como el hacha de aquellos repartidores con el súbito vislumbre de una pérdida profunda, enorme, sin vuelta atrás.
El segundo día de mi visita no pude parar de llorar. Siete años después, en la actual burbuja de dólares y bodegones, tuve que retener las mismas lágrimas. Las intervenciones de los tres presentadores de Ochenta días en Iowa invocaron la memoria de aquella reacción, exagerada y algo histérica, que tuve al inicio de mi visita a Madrid. Le pusieron nombre. Eso pensé.
«Paisorexia» es síndrome
En parte era cierto. Pero ahora, después de haber leído el libro, sé que también estaba equivocada.
La «paisorexia» de Jacqueline Goldberg en Iowa era «intermitente, invisible y reflexiva». Sin exageración, sin énfasis, sin estridencias. «Mezclaba culpa con austeridad, desgano con impotencia».
La autora define con precisión el término después de un estudio etimológico que respalda su elección:
Una persistente inapetencia con consecuencias fisiológicas o no, producto del contacto cognitivo con la noción de país y su crisis socioalimentaria. Un daño o maltrato infringido por el Estado a la psiquis de los venezolanos que a diario nos topamos con el hambre propia o ajena, ya como inherente a la realidad, sea que vivamos en el territorio nacional o como turistas en tierras lejanas.
Confiesa que entendió su «paisorexia» cerca del final de la estadía. Vivir esos ochenta días en el «refugio temporal» de Iowa le ayudó a definir su naturaleza, verbalizarla y ponerle nombre. Y también fecha porque no había comenzado allí, sino en Venezuela, alrededor del 2014: «año de protestas, asesinatos, empeoramientos, claudicaciones».
El desabastecimiento de aquel 2014 se transformó en escasez en 2016, hambre en 2017, desnutrición en 2018, crisis alimentaria en 2019, catástrofe humanitaria en 2020, razón de ayuda alimentaria internacional en 2021.
Escribir Iowa
No hay drama, no hay lágrimas. Solo esa sensación de desgana, de inapetencia que atraviesa el libro como un pequeño pero obstinado defecto de la impresión o del papel que aparece en todas las páginas. En apariencia no molesta, no influye en el contenido. Ochenta días en Iowa no defraudaría a los amantes de crónicas y de literatura de viajes; satisface la curiosidad que tenemos de esa residencia de otoño del Programa Internacional de Escritura que muy pocos han podido conocer. Entreteje con fluidez los datos históricos, gastronómicos y literarios con citas de otros y fragmentos del diario de la autora. Ofrece las crónicas de las «casas por dentro» y los «viajes dentro del viaje»: a Chicago, a Seattle, a New York. Escenas cotidianas del programa, encuentros y desencuentros con escritores de veintisiete países que conviven en esa Torre de Babel.
No puede faltar el ángulo literario. «Iowa es la ciudad de la literatura».
Un fascinante capítulo está dedicado a la ciudad y al estado del mismo nombre, reflejados en los textos de escritores famosos que habían habitado o al menos visitado ese lugar, como Tennessee Williams, Anne Carson, Saul Bellow, Orhan Pamuk, José Donoso: unos nombres al azar de una larga lista de narradores y poetas que dejaron testimonio escrito sobre Iowa, aunque fuese de pocas líneas: el paisaje, el río, la ciudad. Sus textos revelan un panorama de visiones de un estado rural, recóndito, final y a la vez abierto al infinito con sus maizales y atardeceres rojos en el horizonte. En ese abanico internacional no faltan los narradores y poetas venezolanos, en particular los compatriotas que participaron en el programa, desde la primera dupla de invitados, Antonieta Madrid y Juan Sánchez Peláez, en 1969, hasta 2018, año en que la propia autora comparte la invitación con Roberto Echeto. Aprovecha para revisar en los archivos de la Universidad de Iowa las cajas que llevan sus nombres, investiga las huellas de su estadía en los recuerdos de otros y en los libros que publicaron después. Cita textos de Juan Sánchéz Peláez y un poema de Arturo Gutiérrez Plaza: el único, hasta ahora, que dedicó un libro a su experiencia como residente literario: el poemario De espaldas al río.
Comer territorio, comer Iowa
Una especial atención está dedicada a cualquier mención de la comida en esos textos. Jacqueline Goldberg ejerció durante una década como periodista gastronómica. Lo dejó cuando no pudo más: «Me prohibí aceptar invitaciones de hoteles y restaurantes en cuyas puertas mis paisanos recogían basura para intentar algo parecido a alimentarse».
No obstante, basta con una mirada al índice de los capítulos para comprobar que la periodista gastronómica de otrora sigue activa: «Desayunos frente al río», «Iowa escrita y comida por otros», «Primera comida juntos», «Primer restaurante», «La última aceituna», «Los bares», «Macarrones con queso», «Comida de biblioteca». Para la autora «el acto alimentario está relacionado a un espacio físico». Cita al antropólogo Jean Pierre Poulain: «Comer es incorporar un territorio a nuestro cuerpo». Los escritores invitados al programa también son un poco antropólogos. Se espera que en diez semanas vayan a conocer y a comer ese pedazo del mundo.
Refinadas o simples, disfrutadas o no, el libro habla de comidas y rituales de comida. Otorga importancia tanto a las invitaciones a las granjas y fiestas en el «corazón agrícola de Iowa» –eventos tradicionales del programa– como a las casuales pizzas y cafés en establecimientos cercanos a la residencia. Los desayunos y los almuerzos. Para el asombro de quien, como yo, nunca recuerda lo que come, Jacqueline detalla hasta las meriendas solitarias en el cuarto, las provisiones en la pequeña nevera. Lo que compraba en el supermercado. Lo que podría haber comprado, comido, disfrutado, pero «no le apetecía» hacerlo. A ella le asombra su propia inapetencia. Que no se sintiera impelida de «aprovechar» los días fuera del país, que no le provocara atiborrarse de salmón o de su helado favorito.
No se puede «incorporar a nuestro cuerpo» el territorio ajeno mientras está saturado del propio.
Hacerse de un lejos
Dice la autora:
Fui a Iowa a escribir. A encarnar quietud.
No a ser viajera, emigrada, refugiada, turista.
Solo residente.
La residencia de otoño del Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa debe cumplir el sueño de todo escritor: «hacerse de un lejos para estar a salvo de sí mismo y del mundo». ¿Qué puede ser más «lejos» que ese lugar? En el cine y la literatura, en el imaginario cultural –no solamente estadounidense– Iowa representa el rincón más remoto: el fin del mundo. Y qué más se puede pedir si en ese fin del mundo se respira literatura.
Se ve gente escribiendo y leyendo en los cafés, los jardines, las escalinatas.
Es el reino de los ordenadores portátiles, del tiempo que no apremia.
Todo invita a instalarse en ese reino y en ese tiempo, estar plenamente en él, a salvo en su lejanía.
Pero: «Un ave residente es aquella que no migra».
No migra, no vuela lejos. En aquel annus horribilis 2018, cuando en Venezuela la desnutrición se estaba convirtiendo en crisis alimentaria, su viaje es apenas una «tregua». Cuenta los días. No puede deslastrarse del peso del país que dejó atrás.
¿Desconectarme de Venezuela?
¿Cómo?
Cómo, si su mamá vive en Maracaibo con 40 grados centígrados de temperatura y lleva veinte horas sin servicio eléctrico. No me imagino una manera más simple de decir eso. Ni una más contundente.
Esta ave residente escribe
Jacqueline Goldberg es poeta y eso se siente. También es una extraordinaria autora de no ficción de trayectoria comprobada por su larga carrera como periodista cultural, gastronómica y en el género biográfico y testimonial. Escriba sobre lo que escriba –no me refiero solo a este libro– el hechizo de su narrativa reside en transmitir una información precisa, completa y muy bien investigada con frases que tienen ritmo y música, que juegan con los puntos y los silencios y golpean la sensibilidad del lector a la vez que el intelecto. Su estilo, su marca personal es el vaivén constante entre periodismo y poesía, unidos, separados y vueltos a unirse.
Leer Iowa
La sensación de inapetencia permanece, se extiende como una película translúcida sobre todas las vivencias comentadas en este libro.
De acuerdo: la «paisorexia» que padeció la autora no le impide ofrecer al lector una excelente crónica de su estadía. Describir lo que no vio, no comió o no le provocó hacer; reúne los distintos planos narrativos con una fuerte coherencia semántica. No obstante, no es solo un tour de force de la escritura: esta inapetencia abarca más de lo que parece. Abarca sobre todo mucho dolor. Se adueña del libro, impregna cada capítulo y cada historia referida, se vuelve tema personal para cualquier lector venezolano que haya vivido esos años en carne propia o a través de sus seres queridos. Apuesto a que los que tuvieron la fortuna de poder alejarse por poco tiempo de Venezuela sintieron algo parecido a lo que sentí al llegar, en 2015, a Madrid.
Ahora, cuando ya devoré y digerí el libro, sé que el recuerdo que me asaltó durante su presentación no corresponde a la definición de «paisorexia». Fue un súbito darse cuenta, una revelación del abismo en que se había hundido la ciudad, la gente, el ente abstracto llamado país que había aprendido a querer sin realmente conocerlo, sin dejar de ser una extranjera. Pude cerrarle la puerta. No me arruinó el resto de mi visita que era como sacar la cabeza fuera del agua antes de sumergirse de nuevo, apenas suficiente para tomar aire, comprar cosméticos, regalos, champú. No se parecía ni por asomo a una residencia, así como aquella reacción visceral –corta y violenta– no se parecía a la carcoma de desgano, pérdida del apetito, del deseo y disfrute de la vida que se manifiesta de modo sostenido en los ochenta días que pasó Jacqueline Goldberg en Iowa.
Lo que importa es que fue una reacción distinta a la misma situación, al mismo daño y al mismo dolor. Me conectó con el libro como lo hacen los recuerdos compartidos, aun sin haberlos vivido.
Y eso es algo que un lector siempre agradece.
Krina Ber
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