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El adiós de un ensayista: “La búsqueda sin fin” de Francisco Rivera
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Ya conocido como traductor de importantes lingüistas, teóricos de la literatura y poetas, Francisco Rivera (Caracas, 1933-2020) publicó en las páginas culturales de El Universal de Caracas el 7 de septiembre de 1980 un texto titulado «Sobre el ensayo» que considero imprescindible para comprender a cabalidad todo lo que le debemos en ese género. Los abundantes escritores mencionados eran, unos, imprevistos; otros, ineludibles: Yoshida Kenko, Michel de Montaigne, Francis Bacon, William Temple, Aldous Huxley, Cioran… En la urdimbre de períodos, lenguas y nombres, más que la historia caprichosa de una especie literaria, el lector podía intuir un solapado manifiesto:
A fines del siglo XVI (…) Montaigne se aparta de la vida pública para dedicarse a la literatura, con un gesto bastante parecido al del individuo que abandona el mundo para entrar en religión. Solo que su monasterio habrá de ser su castillo con su famosa (…) biblioteca. [Allí] habrá de entregarse a la tarea de satisfacer su insaciable curiosidad, lo cual, paradójicamente, habrá de conducirlo a una exploración de su propia interioridad. [Partió] en busca de sí mismo, empleando el método infalible que habrán de usar, después de él y siguiendo su ejemplo, todos los ensayistas de Occidente. Toda cosa (…), toda idea lo conducen a sí mismo, directa o indirectamente.
A continuación, se puntualizan los matices. En el ensayo la subjetividad está en roce constante con el entorno, comprometiéndose la intimidad de quien escribe; ello exige la combinación de inteligencia y afecto o –como prefirió denominarlos Rivera en otras ocasiones, para ceñirse al vocabulario junguiano– de «Logos» y «Eros». Nos las habemos con «un género breve por excelencia», que se distingue por eso del tratado o de la novela, pero no tanto «del cuento o del poema lírico». Este último comentario se completaba de modo inesperado:
Así como un poema breve no puede constituir por sí solo un libro, así tampoco un ensayo. [Ambos] dan la impresión de ser elementos de una posible colección, o, dicho con otras palabras, le plantean al autor, con una intensidad frecuentemente inquietante, por no decir sencillamente dolorosa, el problema del libro.
Tengo para mí que la anterior disquisición, obedeciendo a la lógica de ese manifiesto que acabo de resumir, apenas encubre una confesión privada: en los días en que tales líneas se redactaban –aproximadamente correspondientes a los de la mitad de su vida, el dantesco mezzo del cammin–, el escritor estaba organizando su primera recopilación de ensayos, que aparecería al año siguiente: Inscripciones (Caracas, Fundarte, 1981). Las demás se sucederían desde entonces, con títulos que la justicia histórica debería colocar entre los mejores de la segunda mitad del siglo XX en Venezuela: Ulises y el laberinto (Caracas, Fundarte, 1983), Entre el silencio y la palabra (Caracas, Monte Ávila Editores, 1986), La muerte de los dioses (Caracas, Pen Club, 1990) y La búsqueda sin fin (Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1993). Esa trayectoria fue celebrada por figuras como Octavio Paz, José Miguel Oviedo, José Emilio Pacheco, Juan Liscano, Óscar Rodríguez Ortiz y Elvira Macht de Vera. En 1996 intenté examinar con cierta sistematicidad las aportaciones de Rivera a la tradición nacional, dedicándole un capítulo de mi libro Poéticas del ensayo venezolano del siglo XX (2ª ed., Maracaibo, Universidad del Zulia, 2007). La investigación preliminar para ese estudio, sin embargo, había terminado en 1992, así que La búsqueda sin fin no recibió la atención que merece. Me gustaría en esta oportunidad prestársela. Que Rivera haya abandonado subsecuentemente la escritura –guardaría silencio literario durante veintisiete años, hasta su muerte, esbozando una insospechada simetría con su iniciación tardía– hace más significativa la colección de 1993.
Ha de señalarse, para comenzar, que este postrer volumen funciona como una síntesis, ya que en sus páginas varios de los primeros trabajos de su autor, provenientes de El Universal y datados alrededor de 1981, conviven con materiales de fines de esa década –incluidos los de muy escasa circulación de La muerte de los dioses– o sacados a la luz en el arranque de la siguiente. En una vena montaigniana, la densa subjetividad de la voz ensayística, su vigorosa individuación, es un rasgo prominente del conjunto, lo cual se evidencia todavía más con la decisión de ordenar textos para trazar el arco de una carrera y el de una vida en las letras.
Si Entre el silencio y la palabra propuso por primera vez una visión del recorrido de Rivera y sugería, simultáneamente, gracias a la compilación de importantes trabajos inéditos, una prospectiva en la que confluían tanto la madurez técnica como una definición clara de inquietudes crítico-poéticas, La búsqueda sin fin ofrece el testimonio definitivo de que, para el ensayista, el espacio libresco debe diseñar una introspección abierta tanto al pasado como a las posibilidades presentes y futuras. La autobiografía del sujeto que escribe cohesiona la variedad de lecturas críticas convocadas. No es este el lugar adecuado para repetir todas las reflexiones que, especialmente desde el New Criticism, se han hecho sobre la distinción de autor real y voz textual. Lo cierto es que el tópico pasa por alto y esconde una cuestión importante: el conflicto que géneros como el ensayo plantean cuando se los sitúa en axiologías estrechas. ¿Es lícito afirmar que Alfonso Reyes nos habla desde las páginas de «Palinodia del polvo»? ¿Es o no Jorge Luis Borges quien discurre en «Nueva refutación del tiempo»? La alternativa fácil de muchos ha sido desterrar el ensayismo de lo literario, sin tomar en consideración que la literatura es un consorcio de escritores y lectores: numerosos autores, en efecto, conciben sus proyectos ensayísticos como arte verbal; ciertos sectores del público, no menos, reciben dichos textos en el mismo marco. En El deslinde, por ejemplo, Reyes observa la naturaleza limítrofe del ensayo entre lo literario y lo extraliterario, conciliando lo que en ese tipo de escritura hay de artístico y de instrumental. Borges, en el epílogo a Otras inquisiciones, se cuida de recordarnos que las ideas tienen también «valor estético» y, dadas las circunstancias, no cuesta hacer traspasos similares al enfrentarnos con el libro que eso nos dice. El ensayo, así pues, es un escollo difícil de sortear para aquellos que juzgan que el creador puede separarse de su escritura en términos absolutos.
Prefiero no tomar partido en una discusión tan amplia porque el propósito de estos apuntes es muy concreto. En Inscripciones encontrábamos una brevísima «Nota» cuyo contenido era de corte bibliográfico, pero que, tras aclarar la datación de los diecinueve textos recogidos, indicaba claves comunes: «Espero que todos formen una constelación de fragmentos: inscripciones hechas a lo largo de la vía del norte en busca del mundo solar». En La búsqueda sin fin llama la atención, ante todo, la presencia de un «Prólogo» que explica similarmente el título. Fijémonos, no obstante, en que ahora Rivera describe su quehacer como exploración y que ese tropo supone implícitamente otro: el del género ensayístico entendido como escritura en movimiento. La correspondencia entre los dos libros es discreta, pero no oculta. Además, no se necesita recordar los vínculos metafóricos tradicionales entre vida y viaje para detectar otras perplejidades que tocan de cerca la visión de un ensayismo personal.
Como summa, como plasmación de un orden, La búsqueda sin fin se divide en tres secciones que, aristotélica e inevitablemente, se asocian con un principio, un medio y una conclusión, si bien estructuradas a imitación del hombre. «Semillas literarias», la primera, contribuye a sentar las bases para una lectura unitaria de la tríada, en particular porque contiene trabajos que en su mayoría antecedieron a Inscripciones y nunca llegaron a insertarse en ninguna colección. Pueden interpretarse, por consiguiente, como producción germinal en el contexto de una obra consciente de sí. Notoriamente reescritos, estos ensayos configuran a la vez un arte poética y un registro memorioso de quien la compone. Lo primero, por las tesis coherentes desarrolladas en piezas como «Carta a un amigo sobre la crítica», «De ensayos y fragmentos» y «Conversaciones de taller»; lo segundo, por las intervenciones constantes de un hablante ensayístico que ya había frecuentado otros volúmenes de Rivera y que aquí, como antes, maneja datos que el lector convenientemente informado por las notas de solapa y contracubierta adjudica tanto al escritor como a la “voz” que emerge de sus escritos: autor venezolano formado en los Estados Unidos que mantiene tratos con la literatura a través de otros géneros (Rivera publicó la novela Voces al atardecer en 1990) y otras actividades (traducción, docencia universitaria). Abundan pasajes donde se alude a esa caracterización, pero texto cumbre en lo que atañe al dibujo del yo es «De libros y bibliotecas», quizá una de las autobiografías literarias más logradas de nuestro país. El niño lector que en el ensayo de Rivera descubre la literatura y después, al crecer, los peligros de una literaturización excesiva de la imagen individual del universo basta como personaje para sintetizar lo que a otro ensayista habría costado farragosas confesiones: «Lo cotidiano del lector-escritor está compuesto de experiencias vitales profundas, de vivencias con muchos libros, con gran número de textos que se viven al leerlos o al escribirlos, pero no exclusivamente»; o, en otras palabras: «Hay que atreverse a vivir cotidianamente con San Agustín y con Dante, con Cervantes y Unamuno, con Shelley y con Auden para así estar dispuestos metafóricamente a romper sus libros cuando ya se nos conviertan en un estorbo para la vida».
De esta forma, «Semillas literarias» establece una perspectiva vitalista para adentrarnos en el resto del libro. «Botellas al mar», la segunda sección, se convierte por eso, luego de la autodescripción autoral, en un diálogo con el otro histórica y biográficamente más cercano: ni más ni menos, escritores venezolanos contemporáneos de Rivera como Antonia Palacios, Oswaldo Trejo, Rafael Arráiz Lucca y varios más. «Todo está lleno de dioses», la tercera sección, vierte dicho intercambio en moldes más abarcadores no solo por ser supranacional el corpus crítico, sino por definirse con nitidez como «religiosas» las formulaciones éticas del ensayista, lo que complementará el programa estético del comienzo del libro.
«La muerte de los dioses», el último ensayo de La búsqueda sin fin, es una relectura de C. P. Cavafy precisamente desde la angustia que produce en el hombre moderno el anuncio nietzscheano de la muerte de Dios. La supuesta muerte de Pan relatada mucho antes por Plutarco sirve de introducción a este texto y una observación de Rivera, creo, es crucial para comprender por qué hemos de prestar atención al episodio: Pan, hijo de Hermes, es la divinidad que rige la parte física de nuestra psique, «permitiendo relacionarnos con los demás dioses», o sea, las demás partes de nuestro ser. La división conflictiva que experimentan muchas máscaras de la poesía cavafiana es consecuencia de la desaparición del elemento vinculante, el dios de la totalidad, que comunica las partes dispersas de lo humano. Etimológicamente, «religión» –según Lactancio y San Agustín– se relaciona con el verbo latino religare, «atar», «juntar». Justo en ese sentido, en La búsqueda sin fin podemos dar con un proyecto literario religioso, pues a la esquela de defunción aparecida en La gaya ciencia de Nietzsche, a fines del siglo XIX, se opone, a fines del XX, una aseveración como la que titula la última parte del libro que aquí nos ocupa. La premisa «Todo está lleno de dioses», sin duda, es también una respuesta a lo que en el terreno literario causó la abolición de la idea de Dios: si recordamos el autobiografismo persistente del sujeto enunciante, los escritos de Rivera niegan la «muerte del autor» barthesiana, máxime porque el todo libresco depende de la imagen interna de obra, que es resultado tanto de una carrera o un camino literario como de una peregrinación vital.
Hemos de retomar, por tanto, el «Prólogo» a La búsqueda sin fin y ahondar en él. Como he insinuado, la «Nota» a Inscripciones, con la entrevisión de una «vía», encuentra, después de doce años y cinco volúmenes de ensayos, un correlato intertextual iluminador. Si en 1981 el escritor deseaba o «esperaba», en 1993, con un gesto petrarquesco, «se vuelve a contemplar sus pasos» y responde por cada inscripción hecha en el trayecto. Los significados del título elegido para el último de los libros se nos revelan en el «Prólogo»: «fin», por una parte, puede entenderse como objetivo y, por otra, como categoría temporal; «búsqueda», que ya se caracteriza simultáneamente de los dos modos señalados, cuenta asimismo con varios sentidos adicionales:
¿Qué buscaba [en mi juventud]? ¿Qué busco hoy? No lo sé a ciencia cierta. Conocimientos, tal vez muchos conocimientos al principio. A partir de un momento dado, digamos a partir de los treinta años, cierta sabiduría (…) Buscaba, me imagino, así lo veo ahora, llegar a ser yo mismo.
Pero el que busca no encuentra sino la sola búsqueda, ya que, como sentencia Carl Gustav Jung y cita Rivera en el «Prólogo», «lo que se halla en el inconsciente quiere llegar a ser acontecimiento, y la personalidad también quiere desplegarse a partir de sus condiciones inconscientes y sentirse vivir como un todo». Como no puede haber un «fin», el único recurso del escritor es valerse del ensayo, es decir, la «prueba», la «tentativa» interminables: vemos así cómo vida y escritura se entrelazan y lo postulado desde un discurso ético se corresponde con la práctica de un género literario específico; la psique individual que indaga está unida a una modalidad expresiva no menos exploratoria. Autor y libro se funden para validar mutuamente sus experiencias e iniciativas, apostando por una totalidad que, debido a su ambigüedad enriquecedora, nos interpela desde lo literario y lo no literario.
Con el fallecimiento de Francisco Rivera, Venezuela ha perdido a uno de sus mejores ensayistas. Su obra, sin embargo, sigue hablándonos. Y lo hace como pocas, si aprendemos a escucharla.
Miguel Gomes
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