Perspectivas

Vicisitud

Fotografía de tchamber236 | Flickr

09/07/2021

[Entre el 28 y 30 de junio pasado se celebraron las V Jornadas de la Sesión Venezolana de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés). En dos mesas redondas, denominadas «El relato escindido: narrativa venezolana actual», un grupo de narradores venezolanos disertó respecto de lo que significa hoy escribir en o sobre Venezuela. Presentamos el texto de Miguel Gomes.]

La invitación que recibí a participar en esta mesa de narradores venezolanos proponía que reflexionara, cito, sobre «las vicisitudes de la escritura en el contexto de la crisis nacional» («Mesa virtual de narradores venezolanos», organizada por Carolina Lozada y Magdalena López, V Jornada LASA-Venezuela, UCAB/ULA, 30 de junio de 2021). La palabra «vicisitud» me llamó la atención: casualmente, una semana antes me había enterado de su etimología. Como sospecho que en estos asuntos los accidentes no existen, he decidido empezar por allí. Por una palabra. Por un manojo de letras que, presiento, son algo más.

Los sustantivos «Venezuela» y «vicisitud» se asemejan. No solo por su fonética: el Diccionario de la Real Academia define «vicisitud» como «inconstancia o alternativa de sucesos prósperos y adversos». «Vicissitudo», en latín, sugería las transmutaciones propias de los golpes de Fortuna, la diosa que un día nos encumbra y al siguiente nos precipita.

¿Cómo no aceptar que los últimos setenta o más años de vida venezolana puedan resumirse con una frase como «inconstancia o alternativa de sucesos prósperos y adversos»? Tal vez la pregunta debamos ampliarla y pensar si toda la historia moderna del país no es una de vicisitudes, porque la aparición del petróleo, recordémoslo, fue un imprevisto que mudó un país pobre y endeudado en uno de los de mayor bonanza en el hemisferio. Y fue una vicisitud, mucho antes, que una oscura provincia del imperio español que incentivaba la pujanza comercial del estamento criollo se viese en quiebra, amén de despoblada, por la Guerra de Independencia. Una nación donde el progreso ha sido valor dominante de sus clases dirigentes y letradas ha padecido con frecuencia grandes regresiones (varío un título memorable de Antonio López Ortega, La gran regresión: crónicas de la desmemoria venezolana, Caracas, ABediciones, 2017). A estas alturas cabe afirmar que la inestabilidad, la oscilación, el contraste han sido característicos.

No ha de extrañar que la búsqueda de totalidad arroje fragmentos, en particular en lo concerniente a vivencias literarias. A veces me ha pasado por la cabeza, por ejemplo, que el nuestro es un país donde un género como el cuento tiene una tradición tan rica porque, formalmente, en él se manifiesta lo discontinuo, por oposición a la empresa novelesca de abarcar y organizar. Pronto descarto la idea, pues no se sustenta si uno repara en la extraordinaria continuidad institucional de países con espléndidos cuentistas: basta percatarse de que Hawthorne y Poe (re)fundaron esta especie literaria, y el segundo inauguró su teoría. Tendría más sentido plantear el problema de las vivencias fragmentadas, interrumpidas, el vaivén entre edificar y demoler, a partir de los testimonios de nuestros narradores. No conviene olvidar que, a la hora de referirse a la realidad que han conocido en los comienzos del milenio, y a cómo la abordan en sus textos, algunos jóvenes como Enza García Arreaza son tajantes: «Escribo la barbarie (…) porque no me interesa justificarla. Lo hago, quizás, porque estoy acostumbrada a este preludio de la destrucción» («Orgullo», Inti, núm. 75-76, 2014, pp. 181-183). El título «Venezuela en pedazos» de un ensayo de Luis Moreno Villamediana es igualmente elocuente. Y debemos a una escritora ya consagrada una expansión libresca de lo que antes era una estructura de sentimiento y, a estas alturas, se ha establecido como discurso colectivo; el Diario en ruinas de Ana Teresa Torres, en efecto, se abre con una advertencia crucial:

Durante todos estos años me he recriminado no haber llevado un diario de los acontecimientos que se fueron sucediendo en Venezuela desde la instalación de la revolución bolivariana en 1998, pero me falta la paciencia (…) Ya es tarde para lamentarlo, lo que sigue a continuación son, pues, las ruinas de un diario nunca escrito o un diario extraído de las ruinas [Diario en ruinas (1998-2017), Caracas: Alfa, 2018].

¿Por qué destaco esas líneas? Por fortalecer mi conjetura de un vínculo entre experiencia de mundo y lenguaje: aunque una historiografía comparada anule la hipótesis previa sobre el cuento, existen terrenos en los que nuestras vicisitudes sociales y la escritura convergen. Ruina como referente que se confunde no solo con escombros de utopías, según apunta atinadamente Juan Cristóbal Castro (Arqueología sonámbula, Bogotá, Anfibia, 2020), sino con una práctica expresiva. En otras palabras, una escritura de la vicisitud que va más allá de la denuncia estridente o el compromiso ramplón.

García Arreaza, Moreno Villamediana y Torres redactaron sus textos en Venezuela; luego, García Arreaza emigró. La estadía de Castro en el exterior ha sido prolongada. Creo que si mis renglones han de funcionar de alguna manera como aportación personal no voy a conseguir esquivar lo que significa mi relación con el país desde el extranjero. Una de las transformaciones fundamentales del campo literario venezolano de las últimas décadas es que, a medida que las instituciones culturales de la época democrática pasaron a estar dominadas por el régimen actual y se creaban espacios de disidencia siempre amenazados por el deterioro económico, en una periferia internacional se ampliaron las redes de intercambio entre autores y lectores, muchos de ellos venezolanos expatriados. El vocabulario para abordar el proceso ha sido heterogéneo: «exilio», «destierro», «diáspora», «nomadismo», «transtierro», etcétera. Algunos términos son metafóricamente atractivos; otros son adecuados, pero no generalizables; otros no son ni atractivos ni adecuados. El peligro no está en la abundancia de nombres o adjetivos, hay que aclarar, aunque sí en su potencial aplicación inexacta. «Exilio» o «destierro» suponen persecuciones muy concretas que algunas personas han sufrido y prefiero usarlos solo en esos casos, para no sacar provecho simbólico de penas reales ajenas. «Diáspora» es otro marbete al que se acude repetidas veces; sus ecos religiosos me apartan de él: insinúa una tierra prometida y arrastra consigo una versión teológica de cuestiones humanas. «Nomadismo», por más que el espectro siamés de Deleuze y Guattari esté por detrás, no se exime de resonancias exóticas; si, en efecto, algo tuviera de rectificación de premisas kantianas, me resulta una impertinencia intelectual en medio de nuestras urgencias. El «transtierro» de José Gaos remite al flujo de arraigos y desarraigos en la psique de quien se residencia en un nuevo país y negocia, desde él, con lo que dejó atrás: se trata de un concepto, por ende, que roza el de «transculturación» de Fernando Ortiz.

En mis treinta y dos años fuera de Venezuela no me he sentido jamás exiliado, desterrado ni diaspórico. Nómada, ni siquiera un minuto. El transtierro, por el contrario, me parece consustancial con la extranjería: la mía fue la de quien decidió emigrar. Y uso el pretérito porque, luego de cierto tiempo, gracias a la fluidez ontológica evocada por Gaos, se encuentra identidad hasta en el hecho de ser extranjero. A mí me ocurrió al comprender que mi lugar de nacimiento no coincide con el de mis padres; que el lugar de nacimiento de la persona con la que estoy casado tampoco coincide con el mío ni con el de mis padres; y, a su vez, que el lugar de nacimiento de mis hijos no es el de ninguno de sus abuelos ni el de ninguno de sus padres. Y resulta que, pese a la suma de pasaportes, idiomas y continentes, somos una familia, y en el núcleo familiar está el horizonte primario del Ser (sea lo que sea). Si de lo privado transito a lo público, pensando que en el azar de la diversidad humana a mí me toca, entre otros papeles, el de escritor venezolano –o alguien que desearía serlo–, me doy cuenta de que las “destrucciones”, los “pedazos”, las “ruinas” que otros han visto desde dentro yo los he visto desde fuera, con un agregado: percibo la fragmentación de una forma también fragmentada, porque mi interacción con el país se ciñe a visitas, viajes de ida y vuelta, y porque mi acceso a esa realidad se fractura entre medios disímiles: los escritos –artículos, libros en papel o en línea– y los orales o audiovisuales –juntando, como un rompecabezas, noticiarios, llamadas telefónicas, mensajes de voz, el diálogo con los recién llegados de Venezuela–.

Relacionarse con las vicisitudes nacionales en las condiciones que describo es, a su modo, una vicisitud, una indagación inconstante en sí misma. Viene asediada por la precariedad de la experiencia incompleta, al producirse a distancia. Supongo que cualquier escritor en el extranjero siente la sombra de una ausencia; algo así como nostalgia que, no contenta con ser afectiva, brota de una herida del conocimiento.

¿Qué visión del país surge en tales circunstancias? Si la víctima directa de las ruinas observa procesos que la han involucrado como sujeto, el testigo desde el exterior –o quien se limita a vivir la decadencia en sus viajes– únicamente adivina o infiere los procesos. Tiende, en cambio, a notar con mayor objetividad las consecuencias de ellos porque confronta una experiencia personal suspendida en el tiempo, afincada en su memoria, con el estímulo abrupto de la visita o la imagen que le ofrecen las cámaras, las descripciones, los comentarios. ¿Dónde está Venezuela? Al menos en lo que atañe a literatura, el país es la suma de esas dos visiones y, probablemente, de otras que no acierto a precisar. Me abstengo de la exhaustividad por constituir la nación un acuerdo negociable. Paul James se refería a una entidad siempre inmaterial: «A nation is at once an objectively abstract society of strangers, usually connected by a state, and a subjectively embodied community whose members experience themselves as an integrated group» (Nation Formation: Towards a Theory of Abstract Community, London, Sage, 1996, p. 34). El «experimentarse» de James denota un fenómeno introspectivo. Por más que los lugares sean fijos, las naciones nos acompañan –como lo hace la lengua, aun si en otras tierras no nos sirve sino para hablarnos a nosotros mismos o escribir en soledad–.

Me he referido a algunas vicisitudes literarias. Me temo que no todas saltan a la vista. La invitación a este evento empleaba otra palabra que no debo soslayar: «vicisitudes de la escritura en el contexto de la crisis nacional». Tengo para mí que no hay vicisitud sin crisis. Los idiomas modernos toman el vocablo del latín, que, a su vez, lo tomó del griego: «krisis» equivalía a selección, decisión, discriminación. Lo más relevante para mis propósitos es la omnipresencia contemporánea del término en discusiones de política. Durante siglos estuvo, más bien, ligado a la medicina. Por eso, podemos leer en un clásico, Guía y avisos de forasteros (1620), de Antonio Liñán y Verdugo, lo siguiente:

Crisis es un vocablo de naturaleza griega, de la facultad de la arte médica, que quiere decir juicio, del verbo crino, que es juzgar, porque en los días que llaman los médicos de juicios, como son en las enfermedades agudas el seteno, el onceno o catorceno, con la observancia de sus cuentos y sucesos, conforme a sus entradas o salidas, hacen juicio de la enfermedad. (Antonio Liñán y Verdugo, Guía y avisos de forasteros, E. Simons, ed., Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 201)

En nuestro inconsciente cultural está instalada como tópico la antigua asociación de patología y crisis, que en la Modernidad se amalgama con la asociación de cuerpo y nación. Sobran ejemplos de esa imaginería y no tengo aquí espacio para recorrerla; el inventario exigiría, por otra parte, el virtuosismo de un E. R. Curtius. Hay que puntualizar, en todo caso, que solo la ingenuidad o la escasez de lecturas permitirían desconocer que las perseverantes enfermedades mencionadas en obras venezolanas de hoy activan de inmediato interpretaciones alegóricas. Tampoco me parece que los narradores seamos tan cándidos como para no sospechar, de vez en cuando, que escribir acerca de dichos motivos –con su amplia gama de variantes, incluidos males físicos y mentales, agonía, curación o muerte– pueda suscitar ese efecto, superponiendo las esferas de lo íntimo y lo colectivo. Se vislumbra, así, una de nuestras principales contingencias: ceder a labores doctrinarias, asumiendo la máscara del fisiatra del pueblo o su terapeuta letrado. Aquí se multiplican los escollos; a cada Escila su Caribdis: el extremo opuesto, igual de lamentable, sería fantasear con un “fuera de la política”.

El escritor y el lector –no hay buen escritor que no sea ambas cosas– en esta coyuntura ha de ser crítico –palabra que deriva, por cierto, de «crisis»– e infundir en su arte lo que el griego «krino» sugiere: el acto de sopesar la conveniencia de un camino u otro, lo que implica vicisitudes adicionales. Pero no insinúo que deba escogerse uno de los senderos. Tenemos que someter a escrutinio el hecho de que no se nos den posibilidades distintas. Como lector, prefiero a los escritores que se enfrentan al reto sin contentarse con las reglas del juego; pienso, sobre todo, en quienes logran erosionar los binarismos esgrimiendo la indeterminación, desacatando la lógica de alternativas rotundas, encumbramientos y caídas fulminantes que predomina en la historia nacional y en los discursos oficiales –lógica emanada del belicismo caudillista–.

El examen de las maneras acríticas de enfrentar las crisis es imprescindible para desarrollar la interioridad, usualmente postergada en nuestra tradición literaria. La atención que pongamos en las necesidades individuales nos ayudará a movernos en el campo minado exterior. En el ámbito de lo íntimo vamos a descubrir, sin duda, que es nociva la tentación de regresar a lugares que ya no existen; pero dentro de nosotros se aloja también el instrumental de la amistad o la empatía, y con él podremos rehacer un lugar de pertenencia más allá de nosotros mismos. Eso, y los medios de comunicación, nos permiten continuar viviendo en la Venezuela que se ha diseminado en varios continentes, mientras aguardamos el momento de ampliar nuestras opciones.


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