Perspectivas

“Saturna” y Garrido

29/02/2020

«Saturna devorandose a su hijo» (2015), Nelson Garrido

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Sesenta y cinco años separan el nacimiento del poeta Salustio González Rincones (1887-1933) del nacimiento de Nelson Garrido (1952); pero los han unido dos o tres factores visibles y muchos otros. Ambos nacen en Caracas, viven años de tormentosos acontecimientos sociales y, tanto desde la literatura como desde la fotografía, parecen compartir códigos expresivos.

En este último aspecto, la proximidad entre ambos es asombrosa: Garrido posee una formación profesional de admirable disciplina técnica y teórica, similar a la de la exactitud académica con que Salustio sabe utilizar la escritura; de tal modo que los dos creadores pueden desplegar, agredir y reformular sus instrumentos estéticos con poderosa perfección. Pero el ápice de coincidencia adquiere singular relevancia cuando nos asomamos a los contenidos de sus obras; para ello, citemos estos versos del libro Trece sonetos con estrambote a Z, que Salustio publica en 1922, y con los cuales parece vislumbrar o traernos desde su momento muchas de las asociaciones que Garrido captará:

¡Virgen de la roséola: la siniestra corona

Tú llevaste en las sienes! (…)

¿Es que ya tienes sífilis dentro del corazón?

(Sifilítica)

 

¡Mortífero pelele: debes ser empalado

En un chuzo candente por sepulcro blanqueado!

(Sifilítico)

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Gerardo Zavarce en su sólido estudio, que prologa el libro Nelson Garrido (La Cueva, Caracas, 2016), al tratar de comprender la obra del fotógrafo, puntualiza no solo una de las funciones de todo arte sino también, en este caso, su efecto sobre nosotros, los espectadores. Así alude a la «sobrenaturaleza» del espíritu humano, dentro de la cual objeto artístico y percepción personal se juntan para realizar una extraña (dulce o terrible) convivencia.

Califica Zavarce con toda razón las piezas de Garrido como «imágenes movilizadoras», materias activas que parecen actualizar, en nuestro tránsito cotidiano, vínculos secretos con los fluidos inconscientes o con aquello que pudiera escapar de la atención directa. Porque ellas son el punto contingente, en que aquello que antecede a las formas, cristaliza precisamente en realidad, eco visible del mito, fotografía.

Si Zavarce indica que el trabajo de Garrido explora nuestro entramado social y con él su hacedor practica una incesante beligerancia política hacia innumerables vectores del poder, no menos importante es considerar que esta obra hirsuta, desafiante, que seduce a la vez que increpa y castiga, está dirigida, desde luego, a la sensibilidad del artista mismo, pero también hacia ese colectivo a la deriva, que somos nosotros.

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Nadie interesado en ámbitos o gustos culturales pudo escapar aquí de la atracción (para goce o rechazo) producida por el arte cinético en Caracas. Primero en plena pubertad y luego a los veintitrés años, Nelson Garrido está cerca del taller de Cruz Diez, de sus obras y su docencia; lo hace para su formación fotográfica, pero nada es más envolvente que la frecuentación a un artista.

Sin embargo, no tendremos señales directas de ese movimiento plástico en la creación de Garrido. Cuando en 1984 su propuesta estética haya adquirido firmeza y libertad, encontraremos allí muchas variables manejadas en su experiencia previa, tales como raíces de la cultura popular (que nunca abandonará), escenografías, activaciones teatrales, foto-montajes, ecos del cine; desde luego, una obsesiva burla a la religiosidad cristiana. De la abstracción cinética, nada.

Pero bastará con observar en sus fotos los ámbitos, desenfocándonos del importante papel de objetos y personajes, para que una extraña saturación invada nuestro ojo: el cromatismo audaz y en apariencia azarístico, la recurrencia a un mismo elemento o sus variantes (en color, en forma), la infrecuente llamada de un punto central, así como el desdibujarse de figura y fondo, organizan, como hubiera gustado decir a Severo Sarduy (no en vano seguidor de Mario Abreu), una proliferación que se impone como vibración, haciendo estallar los límites de la imagen. Ante ésta, nada nos hace sentir el método cinético, pero ella lo esconde como un secreto estructural.

Muchos de estos rasgos acuden al trabajo general de Garrido, pero la serie Adana y Evo de 2007, especialmente aquellas piezas que destacan hojas de lechuga, lo hacen más evidente. Y ya que hablamos de lechugas, un remoto pintor español centró su poder en solitarias hortalizas: Juan Sánchez Cotán (1560-1627) y también él puede ser relacionado con los cielos de la futura Saturna de Garrido. Desde luego, no es solo la críptica relación del ojo de Garrido con lo cinético parte de su escritura, sino que también en ella resuenan El Bosco y Buñuel, y los inicios de Roberto Obregón. Toda una continuidad que puede remitirnos a lo no consciente.

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Cuando Nelson Garrido nacía, André Malraux creaba algunos de sus textos memorables sobre arte, como Las voces del silencio y El museo imaginario. Son innumerables y aún válidas sus valientes apreciaciones relativas a las artes del mundo y el museo, a la transformación del objeto cotidiano en naturaleza artística, etc. Del mismo modo, es destacable cómo convierte la presencia de la fotografía en clave para revisar todo aquello (la cámara ve lo que no percibe el ojo) y en instrumento capaz de permitirnos construir, de manera individual, un museo imaginario a nuestro gusto. Ha destacado Diana Wechsler (prólogo a El museo imaginario), en Malraux, que la fotografía de cuadros y esculturas permitió un tipo de indisciplina basada en la recreación de lo percibido.

Claro está, Malraux no podía prever lo que la tecnología visual contemporánea iba a lograr. Y si para entonces consignaba que «la historia del arte desde hace cien años (…) es la historia de lo que es fotografiable», cuál habría sido su reacción ante nuestra cotidianidad electrónica, en la que no solo lo fotografiable sino la penetración y manipulación de la imagen llegan a concepciones imprevistas. Hasta el punto de que, podemos pensar, la fotografía en sí misma (impresa, en pantalla, convertida en dimensiones virtuales y mucho más) parece competir saludablemente con lo que fueron la pintura, la escultura, el dibujo. No porque excluyan o eliminen los siglos de gran arte sino porque la plástica actual parece ser un vacío conceptual, una inútil reiteración, copia de copias, banalidad. Y si bien la música pudo encontrar una vía expresiva, posterior a la esterilidad sonora que la envolvió después de las primeras décadas del siglo XX, al devolverse y enriquecer su propio pasado (mientras descubre en las posibilidades actuales del sonido nuevas grandezas), la pintura, especialmente la pintura, parece herida de perplejidad.

La fotografía (fija, en blanco y negro, a color; en pantalla) bien pudiera ocupar con sus hallazgos –tal vez ya lo hace– un centro del museo contemporáneo, imaginario o no. Y para satisfacción de Malraux, y de todos, ha alcanzado un nuevo sostén de la posible exposición personal, al realizarse en libros. Como ejemplo, tenemos este volumen de Nelson Garrido, que recorre su obra desde 1968 hasta hoy. Recorre: se mueve de mano en mano, porque también es una muestra itinerante.

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Quizá el Saturno de Rubens y luego el de Goya (con los cuales hace alianza Garrido) hayan sido más influyentes que las certezas históricas y mitológicas acerca del dios romano. De su presencia en los ritos agrícolas, para el bien doméstico, parecen perdurar mejor las ofrendas de sangre ofrecidas en su honor —y no las celebraciones; ofrendas cuya resonancia trágica pudo establecer el vínculo entre una Roma helenizada y el terrible carácter de Cronos.

Así Saturno, doble de Cronos en la gran pintura, persiste como el gigante que devora a sus propios hijos, para eliminar a aquel que pudiera arrebatarle su reino. Los contrastes entre la sombra y el tono claro, resaltados por el rojo de la vívida sangre, en Goya; la fiera fortaleza del hombre que come el pecho de un niño, en Rubens, también aparecerán, transfigurados, en las imágenes de Garrido.

Según ha señalado Gerardo Zavarce en el prólogo ya citado, nuestro fotógrafo posee como virtud esencial la capacidad de transgredir. Y si algún mito clásico podía resurgir dentro de su obra, tenía que ser el de Saturno. Es más: de manera natural, en la obra de Garrido, el mito parece venir a su encuentro. Solo el mismo artista podría explicarnos el proceso de acercamiento y posesión mutuos que ocurrió en él para crear su Saturna.

Nosotros lo vislumbramos en la prolongada confluencia de su personalidad y la materia visual. Garrido conversa como si tuviera visiones fugaces; hasta en lo coloquial salta su percepción disidente, de angulaciones cortantes; la voz en tono menor y su cortesía nunca dejan de asomar granos ácidos, que quizá no van dirigidos al interlocutor sino a sí mismo. Ese truncarse vibrátil del habla (que puede pasar desapercibido, a menos que el artista afronte al público durante una conferencia o en una clase) está en relación directa con lo permanente y fuerte de sus imágenes: ellas nos atraviesan, perduran durante un segundo eterno en nuestras mentes, tal como lo hace el efecto del mal, de la crueldad, de lo asqueroso, cuando aún podemos rechazarlo. De allí que parezcan surgidas para el fondo imaginario de nuestro ser, porque ¿quién puede convivir calmadamente con ellas en su propio hogar?

Curiosamente, Saturna (o su impacto) es el resultado de un despojamiento en el estilo del artista. La saturación óptica y el exceso lingüístico de elementos, comienzan a ser apartados en 2009 con la serie de La gruta de la virgen; ejecución que se acentúa en la de El hombre bola de 2015.

Ese mismo año emerge Saturna. La sobriedad escénica trabaja en favor de vísceras y órganos sangrantes, para imponer el horror como efecto mayor. Todo calla aquí, menos la mirada hipnótica del dios/diosa; y hasta el propio artífice, Garrido, parece haberse retirado.

Estamos solos ante la imagen, porque somos el vacío que la rodea: un azul sombrío y cambiante, que hace flotar a Saturna y a nosotros. (Espacio que pudiera corresponder a los nichos de Sánchez Cotán). En esta serie de fotos (¡oh! múltiplos cinéticos) la ferocidad es matizada pero implacable; los apoyos o comentarios visuales, variados: un huevo, una serpiente, un pequeño dinosaurio, la calavera, el manto teñido de sangre; pero en el mismo lugar y asomando apenas, en todas, medio cuerpo de un cerdo persiste. Las mitologías del mundo otorgan diversos significados a esta figura: desde la fertilidad o la virilidad a la riqueza; pero ninguna olvida condenarla por su suciedad y en muchas por su bestialismo al devorar a sus propios hijos.

En la sombra superior, unas estrellas esquemáticas, como hiciera Rubens, titilan con inseguridad. No hay duda de que con esta imagen de Garrido, su obra vuelve a hundirse o a elevarse hacia desafiantes significados, que cada interlocutor interpretará a su manera. Porque no debemos olvidar la otra foto icónica del autor: Caracas sangrante de 1996. Un ciclo de veinte años consumió la personalidad creadora de Garrido para llevarlo a este reciente asomo trágico. Y, como en aquella obra, la fluencia entre realidad y creación vuelve a ser sobria, pública, casi popular: Saturna, nuestra actualidad, devora a sus hijos, nos devora. En ambos casos, el punto de contingencia expuesto por Geardo Zavarce estalla. Vale la pena citar completo el párrafo en que lo concibe así:

Imágenes que se detienen en formas visibles, manifiestas: el acto, la acción, la escena, como vías para acceder a través de la praxis creadora a ese punto parcial, breve y contingente, donde podemos alcanzar en fugaz roce el lugar absoluto desde el cual todo puede ser visto: el mito encarnado en imágenes.

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En el Diccionario etimológico de Joan Corominas, se indica que la palabra «garrido» aparece en el idioma hacia 1335 y ya aludía a lo juguetón y lascivo. Bien pudiera el gran fotógrafo Nelson Garrido (nuestro Salustio González Rincones de la fotografía), al convertir a Saturno en una mujer, estar haciendo una parábola trágica sobre la Venezuela de estos años.


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