Perspectivas

Dos obras de teatro, un pórtico

23/11/2021

[Lo que sigue es el prólogo que Jacqueline Goldberg escribiera para el recién publicado libro que reúne dos de las piezas de la vasta obra dramatúrgica del escritor venezolano Luigi Sciamanna: La novia del gigante, escenificada en 2012, y La mamma, llevada a las tablas en 2019.]

Este libro es un tizón, una anguila, fina arena, agua, luz. Un organismo escurridizo, inatrapable. Se hace y deshace ante nuestros ojos. Dice y calla. Calla y dice. Pregunta y responde. Inquieta. Es una caja, un tambor, un atrapa ecos, un atrapa sueños. Un artefacto.

Este libro, que en realidad son dos, es un exigente pacto con la imaginación.

Leer teatro, se sabe, es un suceso creador en sí mismo. Desde las primeras páginas, el lector debe asumirse escenógrafo, vestuarista, luminista, productor y director. El texto dramático conmina a visualizar, escuchar voces, creer. Supone adaptar los sentidos, reacomodar la sensibilidad. Es una experiencia intensa. Un viaje heroico y solitario.

El lector de una obra dramática es el cuidador de un sueño ajeno, el remozador de un microuniverso siempre incompleto. Le ha sido encomendado un tiempo, un lugar, unos personajes. Sobrevivir implicará tomar varias vidas, encarnarlas, velarlas y devolverlas con un suspiro.

La lectura de teatro siempre es previa, pre-escénica, un ensayo. Todo es doble, espectacular y especular. El lector deviene traductor, corrector, antropólogo, semiólogo, artesano, demiurgo. Voz de otra voz. Coautor.

Nada es fácil para el texto dramático. Aunque su historia sea vasta, otrora única fuente de información y perpetuación de mitologías y tradiciones. En su arduidad reside precisamente su trascendencia, en su complejidad sus razones lúdicas y semánticas.

Se trata de un género sísmico. Los dramaturgos, más que otros escritores, deben encarar un sinfín de protohistorias y no pocas veces justificar que son escritores, que sus obras urgen superar la volatilidad del escenario, que hacen literatura y son portadores de una tradición literaria fundacional.

No nos enseñan a leer teatro. La escuela suele proponer obras complejas y pesadas a edades que poco o casi nada comprenden aún del mundo y sus lenguajes. Los planes lectores de bibliotecas por lo general excluyen el género. Los editores privilegian ficciones comerciales y, si acaso, publican obras clásicas que dejan a las contemporáneas en el limbo de un después que jamás llega. Los lectores comunes asumen el teatro como un género difícil e indescifrable, mientras los más avezados lo posponen aduciendo que su disfrute se ve limitado por la oferta de librerías y portales de libros digitales.

Muy injustamente se compara la lectura de la obra teatral con asistir a la sala de teatro, como la novela original con la película adaptada. Una mayoría olvida el placer de hallar sentido desde el mundo propio.

El autor, al final de una retahíla de muros, persevera en su oficio. Escribe, escribe. Lo hace con la mira en el escenario, el montaje, el público. Escribe sin confiar demasiado en el porvenir. Cuando una temporada acaba, el libro ha pasado al listín de los anhelos y las tareas pendientes.

Para fortuna de los espectadores y lectores de las obras de Luigi Sciamanna, él va a contracorriente. Piensa en todo a la vez. Mientras escribe, produce y dirige sus propias obras, lucubra sobre el libro que las contendrá. Para él, imaginar la obra es tan importante como escribirla, montarla y convertirla en papel y tinta. Se trata de un proceso natural que no concibe la voz sin la palabra escrita, la escena sin el libro, el espectador sin el lector. Inhalación y exhalación. De ahí la pulcritud de sus textos, que cuando se publican es porque han pasado por una compleja maquinaria, el artefacto del sentido, que les ha aportado precisión, realidad, sacralidad y belleza.

Así pues, este libro, este tizón, contiene dos obras paradigmáticas de la trayectoria dramatúrgica de Luigi Sciamanna.

La novia del gigante, escenificada en 2012, fue la primera obra que escribió y montó él mismo, inaugurando el tetraedro de piezas que tiene como punto de partida obras capitales del renacimiento italiano y a la que siguieron El gigante de mármol (2013), 400 sacos de arena (2014) y Monna Lisa (2015).

La mamma, puesta en escena en 2019, es la más reciente escrita y representada hasta la publicación de estas páginas. Antes y entre ambas hubo otras y de esas otras solo cuatro se alojaron en un libro: Santo di patria (2007), Habitación con desayuno (2009), Primos de sangre (2010) y Tres edificios de Berlín (2017).

Estas dos obras, ahora encuadernadas juntas para siempre, tienen su particular fatum. Sciamanna hubiese preferido publicarlas por separado, editar cada obra que ha escrito justo al bajar el telón, o reunir todo su teatro en un mismo volumen, cosa que tarde o temprano ocurrirá. Pero precisamente por el fatum de las obras dramáticas, y porque el 2020 con su pandemia y su ábaco negro tiene sus mandamientos, el Instituto Italiano de Cultura generosa y valientemente da camino a este volumen en el que solo caben dos propuestas.

De todas maneras, que estén juntas no es del todo azaroso. Hay múltiples vasos comunicantes entre estas obras y su conjunción permite apreciar la versatilidad y rigurosidad del autor. En ambas el epicentro es la mujer y la identidad. Son el antes y el después de la Segunda Guerra Mundial en Italia y la autoridad confisca libertades y fosa un destino oscuro, sin caminos de vuelta. En las dos están presentes las obsesiones del autor, su espíritu renacentista, sus frustraciones como venezolano de origen italiano, su inquietud investigativa, sus angustias escriturales, su humor e ironía, su necesidad de buscar respuesta a la Historia y a las penurias de la crisis sociopolítica, económica y cultural de esta Tierra de Gracia.

La novia del gigante comenzó a gestarse en un tiempo ya inmemorial. Surgió como un relámpago, convivió con el autor en sus reflexiones y emociones hasta que a finales de 2009 hubo un primer borrador. Fue una pieza escrita en su totalidad en los espacios de Trasnocho Cultural, institución donde el autor ha venido laborando y montando piezas propias y ajenas. Allí, en un camerino, antes de prepararse para una función, escribía al menos una hora, concentrado, impenitente, raptado. La pieza tuvo una primera versión que ocurría en dos tiempos: renacimiento y fascismo. Después hubo otra que abarcaba tres tiempos: renacimiento, fascismo y el año dos mil. El autor percibió que aquello sería irrealizable y optó por reunir el material en dos obras, una de ellas La novia del gigante. El texto original sufrió severas modificaciones cuando comenzó a ensayarse; su estructura requirió un reacomodo que el autor admitió sin dudas, sabiendo que un manuscrito teatral requiere de esa experiencia para llegar a un borrador publicable.

La mamma tuvo un proceso escritural semejante. Comenzó a gestarse alrededor de 2012, fue escritura en 2015 y su arduo arco creativo tomó los años 2017 y 2018. En un principio tuvo ciento quince páginas, pero en el transcurso de su montaje en 2019 se condensó en noventa.

Las funciones son, por su parte, reveladoras. Luigi Sciamanna no tiene resquemores en reconocer que, una vez se apagan las luces, la obra requiere reescrituras y, como él mismo apunta, «una serenidad sin arrogancias». No hay duda de que haber visto las piezas echas carne y voz, sin las interrupciones de los ensayos, con público, propone metamorfosis, notas al margen. También la intervención de los actores en el texto brinda perspectivas: sus olvidos, sus equívocos, la inversión de parlamentos, la introducción o supresión de palabras, sus muletillas y gestos. Todo ello es una «revelación mágica» a la que el autor está siempre atento, es «el aspecto más hermoso del viaje», a lo que no está dispuesto a renunciar.

Los docentes, en su humilde empeño de incentivar la lectura de obras de teatro, recomiendan leerlas en voz alta y siempre de una sola sentada. Yo, además, creo en el silencio y la quietud. Sugiero, en todo caso, disfrutar el texto, cerrar los ojos, permitir que los personajes hablen, dejarse llevar por el ritmo de las palabras, por esos vocablos italianos que el autor sabiamente salpica como otra marca sonora e identitaria.

Apostillas a La novia del gigante

Un feroz debate entre Iglesia, Estado, cultura, ciencia e individuo. Así podríamos definir al vuelo esta obra cuyo universalismo y vigencia erizan la piel. Su tiempo: entre abril y mayo de 1938, año de ascenso del nazismo. Sus personajes: Lidia Montalcini, una viuda judía nacida en Italia que trabaja como guía de la sala de la Academia donde se exhibe el David; Dalla Chiesa, el cardenal, encerrado en sus creencias; el profesor Innocenti, director de la Academia de Florencia que se debate entre sus creencias estéticas y las imposiciones del régimen; Talo, comandante fascista que defiende sin miramientos al Duce y a Hitler; y un médico que encarna una hegemónica prepotencia de la ciencia.

El antisemitismo, el totalitarismo y un inclemente militarismo son hilos conductores que traspasan la apasionada y naturalísima relación entre Lidia y el «gigante», de quien ella lo sabe todo. El David de Miguel Ángel Buonarroti, con sus cinco metros de altura, su blanquísimo mármol de Carrara tallado entre 1501 y 1504, representa al David bíblico que se convirtió en símbolo de la República de Florencia, de su confrontación con los Medici y de su libertad.

La escultura del maestro renacentista solo estuvo insinuada en las tablas, pero el lector la verá aquí en su esplendor, con su perfecto contrapposto, casi viva. La querrá, la defenderá. Ese mismo lector-director, ese lector-escenógrafo, se paseará por la Galería de la Academia de Florencia, sentirá compasión por Lidia, quien hasta el último instante (con vergüenza, timidez, picardía) deberá gritar que es italiana y judía, judía e italiana, que nació y se formó en Italia, que no posee otra patria en su corazón.

El texto, con la contención, ironía y belleza que caracterizan a todos los de Sciamanna, sacude a través de un manojo de emociones. Puede el lector sentir impotencia, rabia, empatía con la mujer que aun siendo despreciada defiende su soledad, su viudez, su cuerpo, su fragilidad frente al poder que embiste desde la maldad militar y religiosa, realidades demasiado cercanas y de un pasado dispuesto a repetirse.

No tiene sentido preguntarnos si se trata de un acontecimiento real o ficticio. Será real mientras se lee, aunque sea una ucronía, un hecho que pudo haber sucedido y que el autor imagina y lleva hasta sus últimas consecuencias. Pudo haber una Lidia en aquel mes de mayo de 1938 en que Hitler visitó Florencia tras su reunión con Mussolini y ella, por judía, apartada, enloquecida, borrada.

La pieza no tiene obligaciones con la realidad, sin embargo ofrece una clase magistral sobre política («Al final, todo es un asunto político, ¿o no?», dice Talo); sobre arte en los regímenes dictatoriales («El fascismo ha demolido algo más que una torre de marfil», dice Innocenti); sobre cómo la política puede arropar y destruir («¿Quiénes son esos Goliat? Los comunistas, Francia, Inglaterra, la Iglesia, la burguesía decadente, las democracias plutocráticas, los bolcheviques, los judíos», dice Talo); sobre el destino de lo perdido («La memoria, menos mal que existe la memoria», sentencia Innocenti).

El oasis de la obra –así lo ha dicho Sciamanna– es el amor. Aunque un amor desterrado, expuesto a través de un marido fallecido en la guerra y que Lidia revive con dolor en los portentos de aquel David que se enfrenta a un Goliat representado por la ignorancia y la brutalidad de la época. Lidia es un David que lucha y solo en apariencia es vencida: su fragilidad es un triunfo a través de las palabras, aún en lo más oscuro.

Apostillas a La mamma

Un mundo de mujeres, la memoria, la esperanza, el miedo, la soledad, el hambre, el dolor, la guerra y la postguerra, protagonizan esta obra para cuya escritura el autor echó mano durante cinco años de libros de historia, biografías y conversaciones con tías que le permitieran reconstruir la exasperante cotidianidad de un humilde hogar italiano. Los personajes: Adalgisa Dattoli Silvetti, una madre que espera el regreso de su único hijo desde el sacrificial frente de batalla; el Padre Amedeo, un sacerdote que dicta cartas que se enviarían al dictador y que busca sus propias renuncias; Splendora, una campesina luchadora; Leda, frágil veinteañera que quiere tener un hijo; Eugen, un joven desertor alemán; y la Mujer barbuda de las revelaciones.

Ya en La novia del gigante una mujer de clase media impone su grosor espiritual. En La mamma el arquetipo femenino vuelve a dar comisuras a una mujer que está sola en el campo, en el pueblo de Sant’Andrea, en Abruzzo, Italia. La acción transcurre en un modesto comedor entre enero y abril de 1945. Todo allí es espera. Se espera al hijo –no por casualidad llamado Benito, como el Duce– y a todos los hombres echados a las fauces de la guerra. Se espera lo peor. Se aguarda a que se desvanezca el mal, que el final sea el final, que vuelvan tiempos de comer sin vergüenza ni miedo. Se espera la esperanza.

La casa, tierra de nadie, territorio liberado, es genealogía y vestigio. Vientre, escudo, tumba. La casa es la madre. La madre es una casa. Madre como todas del decurso de la humanidad. Lo que allí ocurre es lo real, lo único posible. Casa y madre gritan sus tropiezos, sus designios, aquello que les urge para volver a la vida. Por eso Adalgisa dice contundente:

¿Y la ausencia de mi hijo? ¿Y mi hambre? ¿Y la soledad de esta casa? ¿Y mis carencias? ¿Y mi ropa vieja? ¿Y mi ropa rota? ¿Y esconder la comida? ¿Y salir de noche a buscarla? ¿Y tantas cosas? Estoy cansada de cagar en el monte y tener que limpiarme el culo con hierba. Estoy cansada de no tener comida. Quiero a mi hijo en mi casa. Quiero una vida digna.

La música es importantísima en toda la dramaturgia de Luigi Sciamanna y especialmente en La mamma. El espíritu de la música dicta el espíritu de las escenas. Vale la pena que el lector aproveche sus privilegios omniscientes y busque cada aria, cada concierto que se menciona. La música es otra biografía de la pieza, una acotación imprescindible, un tiempo paralelo.

A través de la Mujer barbuda, la desterrada que vive en Accumoli, el autor introduce la magia, lo inexplicable, el tabú. El encuentro cambiará por completo la atmósfera de la obra. Se sintió en la sala, se percibe en el texto. Es el advenimiento de lo oscuro, el final de un tren que silba sin que sepamos si en él llegará la vida o la muerte, la paz u otra guerra, el fin o el principio.

La escritura de La mamma muestra una evolución en el estilo de Sciamanna. Hay largos párrafos narrativos que pespuntan poéticamente una atmósfera más allá de lo que será el escenario, el movimiento de los personajes, sus emociones. Se lee como una novela, a ratos como un largo poema narrativo, una confesión.

En algún momento Adalgisa, la mamma, quizá novia de otro invisible gigante, dice sobre su hijo «É vivo! …é vivo! …é vivo!». Está vivo, está viva la ilusión de abrazarlo. Nosotros, lectores-espectadores de este libro, coautores de este artefacto dramático cuya publicación es en sí misma un acto de resistencia y esperanza, debemos gritar igualmente que la escritura dramática, el teatro, la literatura, la cultura, el mundo editorial venezolano y la fe en el futuro «Sono vivi! …sono vivi! …sono vivi!».


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