Juan Sánchez Peláez en Iowa

25/09/2022

Juan Sánchez Peláez en París. Fotografía de Ednodio Quintero | Wikimedia Commons

La Editorial Eclepsidra publicó Ochenta días en Iowa. Cuaderno de inapetencias (Caracas, 2022), de Jacqueline Goldberg. Hay allí un fragmento dedicado a Juan Sánchez Peláez, quien en 1969, junto a Antonieta Madrid, fue de los primeros venezolanos en participar en el prestigioso programa auspiciado por la Universidad de Iowa. Lo que sigue es parte de ese libro, con algunos fragmentos hasta hoy inéditos de una entrevista a Ben Amí Fihman y que publicamos en ocasión de celebrarse este 25 de septiembre el centenario del nacimiento del poeta.

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Pasé buena parte del día cuarenta y cinco de mi residencia en el International Writing Program de la Universidad de Iowa (IWP por sus siglas en inglés) en el Departamento de Colecciones Especiales de la biblioteca de la universidad.

Andaba tras la pista de mis compatriotas, sobre todo de los primeros que estuvieron el Iowa. De casi todos hallé material burocrático. De algunos no había carpeta. El archivo de Antonieta Madrid estaba vacío: encontré que Juan Carlos Vázquez le pregunta en una entrevista qué había extrañado de Venezuela en su estancia en Iowa y ella contestó: «Todo: el clima, el paisaje, la familia, los amigos, todos mis afectos, pero durante los años que viví en el exterior traté de tomar lo mejor de cada ciudad y disfrutarlo. Lo que menos extrañé fue la comida, traté de disfrutar las diferentes cocinas de cada país».

Por fortuna, el archivo de Juan Sánchez Peláez era de los más nutridos, con un currículum que deja ver una forzada caligrafía en lo que entonces se llamaba “letra de imprenta”, preciosas cartas también manuscritas y una a máquina en la que consultaba si podría acaso viajar de New York a Iowa en tren, de lo cual otra misiva lo disuadió. La comunicación de una empresa aduanera da cuenta de seis cajas enviadas desde Misterio a Quebrada #9, en Caracas, con discos, libros, ropa, zapatos, una máquina de escribir, un tocadiscos y dos obras de arte.

En sus comienzos el IWP tenía una duración de nueve meses y los escritores podían viajar con sus parejas. Por la fecha presumo que Sánchez Peláez comenzó a escribir ‒o continuó o terminó‒ en Iowa ese gran libro suyo que es Rasgos comunes.

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Dirijo un correo electrónico a Ben Amí Fihman preguntándole por Juan Sánchez Peláez. Su amistad comenzó en la primavera de 1968, un año antes de que el poeta fuera camino a Iowa.

Un par de horas más tarde, Fihman, mi entrañable jefe a fines de los años noventa en las revistas Exceso y Cocina y vino, me cuenta desde su residencia parisina que Sánchez Peláez se alojó en Nueva York varias veces con él por temporadas breves y un poco menos que breves, primero en un apartamento que alguien había prestado al periodista en el Upper West Side y más tarde en uno alquilado en la calle 14. Recuerda que en uno de los varios viajes que el poeta hizo de Iowa a New York, él y Malena, que sería en adelante esposa y compañera de vida de Sánchez Peláez, fueron a buscarlo al aeropuerto: «Entre los pasajeros que salieron del vuelo de Iowa faltaba Juan y, en cambio, vimos pasar a Allen Ginsberg, mezclado a la chorrera de gente, y que seguro no procedía del Middle West. Lo fuimos a buscar porque a su manera me presionó para que lo hiciera y sin embargo llegó a mi estudio por su cuenta».

Fihman rememora desde el afecto a un Sánchez Peláez miedoso y desorientado, friolento al extremo: «En los taxis amarillos que se embalaban por las avenidas de Manhattan se ponía pálido  y se agarraba al asiento como un niño o un viejito en una montaña rusa». Estaban juntos cuando el poeta hizo la primera llamada a Paul Engel, fundador del IWP: «Lo recuerdo porque lo ayudé con el teléfono monedero, la hizo desde un restaurante sirio-cubano, cerca de la casa de Bashevis Singer». Y hace un paréntesis en el mismo correo: «No debes olvidar que Juan consiguió la invitación a Iowa porque el presidente Rafael Caldera, al llegar a Miraflores, lo dejó desempleado en Radio Nacional. Fernando del Paso lo llamaba Juanito y Néstor Sánchez lo apodaba Viejo Zorro. Pero me estoy excediendo: derechos de autor».

Ben Amí Fihman no sabía de mi libro cuando recibió mi correo. Y poco le conté. Por eso no entendía por qué mi pregunta sobre Juan Sánchez Peláez y la gastronomía. Me dice que «no era glotón, ni refinado en la mesa y ni siquiera en la bebida, aunque sí bebedor, pero de whisky escocés y sin mayor discriminación (…) Vimos Hambre juntos, la versión cinematográfica de la novela de Knut Hamsun, en el cine legendario The NewYorker, y lo que más impactó a Juan fue una grotesca fornicación en un granero, la fealdad de la vulva, etcétera, y su poder repulsivo de atracción. Ahí tienes un tubazo, no hay más testigos».

Fihman rememora lo importante que fue Sánchez Peláez en la célebre entrevista que le hiciera a Jorge Luis Borges en diciembre de 1969 y publicada el 11 de enero de 1970 en el Papel Literario: «Juan estaba conmigo cuando abrí el buzón y me encontré con la carta de Borges que debiste ver en mi oficina. A menudo citaba algunas frases de esa carta con cierto embeleso, sobre todo aquellas en que Borges consideraba superfluos los vinos elegidos para la cena a la que lo había invitado, o que lo importante era nuestro encuentro».

Fihman y Sánchez Peláez fueron amigos hasta la muerte del poeta en 2003, tanto que le dedicó el poema XVIII de su libro Por cual causa o nostalgia (1981):

Los recuerdos son como lobos que
dan varias vueltas en un zaguán

entran de súbito
alegres
amarillos o morados a las aldeas natales

vamos a lo hondo llevamos ahí agua
‒dicen‒
lo suave y más tenue
y caminan a menudo
de costumbre
entre cosas casuales y jamás vanas
en honor del hombre y la mujer
por un viejo parque donde se miró Verlaine.

3

De los días de Juan Sánchez Peláez en Iowa alcanzamos detalles por el prólogo de Julio Ortega a una antología publicada en México: «En la primavera de 1969, en el Iowa International Writers encontré a Juan [sic]. Coincidía él ese semestre con Néstor Sánchez, Carlos Germán Belli, Fernando del Paso, Luisa Valenzuela y Nicolás Suescún. Todavía recuerdo los oscuros pasillos del Mayflower, el edificio de los escritores becados, que me parecieron los corredores de un hospicio donde, de puerta en puerta, el traqueteo de las máquinas confirmaba que había escritores que, en efecto, escribían, como bromeaba Valéry a propósito de Léautaud. Se decía que la beca de un año fue reducida a medio luego de que un poeta chileno se suicidó al no poder resistir la soledad. Néstor Sánchez se compró un auto para romper el encierro nevado, pero el pueblo era de cuatro calles y un solo bar; y una noche la policía lo detuvo, le hicieron un dosaje [sic], y por un grado de más fue llevado a la cárcel. Sufrió una crisis tan elocuente que le conmutaron el plazo de la beca y lo dejaron irse. Pero ese día de mi visita, la pausa reflexiva de Juan Sánchez Peláez me conmovió como la mejor medida de esa suma de desamparos. Después, creí entender que Juan encarnaba, reluctantemente, ya no el exilio, que abunda en coordenadas y sabe su nombre, sino la errancia, que es un desencuentro permanente, y cuyo lenguaje está hecho de la duda y la zozobra. Juan parecía provenir de ninguna parte y estar partiendo a parte alguna. Tenía, eso sí, la virtud mayor de convertir las deshoras y destiempos en espacios de intimidad gozosa. Como los grandes poetas, hacía su fogata en la intemperie».

4

Con mi libro ya casi en imprenta, Ben Amí Fihman me envía un correo dándome indicaciones de otros posibles entrevistados. Y va dejando otros rastros del poeta: «Juan, el amigo, el maestro, el corruptor y el personaje, el héroe y el anti-héroe, merecería un capítulo de Rayuela y, tal vez, medio, un cuarto de Paradiso y un cuento de Garmendia. Apócrifos, por supuesto. “Para contribuir a la confusión general”, como le gustaba decir».

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Leo en Rasgos comunes, de Juan Sánchez Peláez, el poema «Uno se queda aquí». Me pregunto, junto a él, dónde me he quedado, dónde habré de quedarme cuando llegue la cicatriz del país: «Uno se queda aquí, huérfano, en la ribera lejana o en la escollera. Luego viene la mueca que es el pensamiento resignado, y una manera de considerar que nos hallamos por cierto tiempo en buena disposición física, y que luego también nos iremos de viaje. Pero no, siempre no, bosque perdido e inasible. Si nos fatiga la cicatriz bella del país y la cáscara de los caminos, si nos divierten algunas arañas en la pieza diminuta que ocupamos, si no podemos desprendernos de los amigos que sollozan con nosotros, si no disponemos para la travesía con fajas de leche y pan, si no podemos escapar, aun en puerto seguro, a los brazos de la alta y baja marea».


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