Literatura

Tres textos de Ochenta días en Iowa

08/03/2022

[Reproducimos tres crónicas pertenecientes al libro Ochenta días en Iowa. Cuaderno de inapetencias, de Jacqueline Goldberg, que acaba de publicar Editorial Eclepsidra. Se trata del libro escrito tras la participación de la autora en 2018 en la prestigiosa Residencia de Otoño del Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa]

Los Utensilios de mi reino. Fotografía de Jacqueline Goldberg

«Para tener confianza en una ciudad extraña se necesita un espacio cerrado sobre el que ostentar un cierto derecho y donde se pueda estar solo cuando el barullo de voces nuevas e incomprensibles aumente. Ese espacio ha de ser silencioso; nadie debe vernos cuando nos cobijamos en él, nadie cuando lo abandonamos», escribió Elias Canetti en esa joya de libro que es Las voces de Marrakech.

No podría conseguir mejor párrafo sobre lo que significó un hotel.

Covacha, útero, nido. Donde casi todo ocurrió.

Junto a la llave electrónica de mi habitación, Mary me entregó un plato grande, otro más pequeño, un bol, tenedor, cuchillo, cuchara y cucharilla. Advirtió que debía cuidar aquella vajilla como un tesoro y devolverla intacta el día de mi partida.

Eso hice.

La enjuagué cada día en el lavamanos con jabón líquido, la puse a secar en el borde de la bañera sobre una toalla que dispuse especialmente para ello, la regresé al mueble sobre la nevera, junto al televisor que jamás encendí.

Cada vez que emprendía ese rito recordaba a mis abuelos y a mi padre entre las esquinas de Zamuro a Miseria, en Caracas -vaya nombre para acoger a unos inmigrantes-, donde el cuarto de baño hacía las veces de cocina y los usos debían turnarse según horarios y prioridades.

Comí de los envases plásticos en los que venían ensaladas y pastas. Las sopas las sorbí directamente de su contenedor de anime. A veces los ponía sobre el plato grande, sin ensuciarlo. Tenía la certeza de que comer en aquella vajilla, con esa cubertería barata, era una estrategia para ordenar el campamento, domiciliar el desgano, ornamentar la soledumbre.

He admirado a compañeros de trabajo que llevan manteles, cubiertos y platos de cerámica para hacer un altar de apresurados almuerzos de oficina. Su portátil respeto por la mesa.

Desde el principio juré que compraría un mantelito de tela o plástico. Nunca lo hice. Lo olvidaba. O no había uno que me pareciera suficientemente bonito. Ponía entonces sobre mi escritorio el plano del campus universitario, cartulina doble carta de colores pastel que podía tomar libremente del revistero de la Iowa House. Durante toda mi estancia comí sobre las calles, las cuestas y edificios de Iowa City.

*

Dos camas. Fotografía de Jacqueline Goldberg

Camas siamesas

Todos los escritores tenían en su habitación una butaca.

Decían que era cómoda, de espaldar alto, suave tapizado. Que se quedaban dormidos leyendo en ella.

Yo, en cambio, tenía dos camas tamaño queen. Idénticas. Separadas por la mesa de noche y una lámpara de neón.

Aún temerosa ante aquello de que una cama debe ser para dormir, tener sexo o convalecer, me hice de una vida entre camas.

La cercana al ventanal fue batiburrillo de libros, carpetas, ropa, carteras, abrigo, guantes.

En la cama de dormir, junto a la pared, leí, vi películas, escuché música, revisé redes sociales. Desde allí llamaba a mi mamá, a mi esposo, mi hijo. Debí explicarles las razones del encamamiento.

En esa cama escuché maravillosos réquiems que necesité como fondo de la novela que escribía, sobre todo el Dies Irae de Mozart, los de Verdi, Brahms, Fauré. Mi preferido, el del compositor galés Karl Jenkins, con haikús y música hip-hop.

Nunca comí en la cama. No comidas enteras, al menos. Quizás galletas, un trozo de chocolate, sorbos de paso.

No me quejé. Suelo leer en la cama, jugar Tetris, divagar mirando las costuras de los techos.

A otros les pasa igual. Sabemos que hicieron de las sábanas su reino Mark Twain, George Orwell, Marcel Proust, Edith Wharton, Vicente Aleixandre, Ramón del Valle-Inclán, Vladimir Nabokov. Truman Capote decía que era un escritor completamente horizontal, que no podía pensar a menos que estuviera acostado. Juan Carlos Onetti hasta recibía visitas formales en la cama.

Pienso en la cama como identidad, otredad, receptáculo, fuga. La cama, «lugar de producción de verdad», «plataforma metafísica», escribió mi preciado Paul B. Preciado.

*

Mi escritorio. Fotografía de Jacqueline Goldberg

Dueto de neveras

En Iowa la vida es «tan tranquila que casi se pueden escuchar las palpitaciones del tiempo», escribió Juan Tallón.

Se escuchan los nidos altos, las ramas que quiebran las ardillas, el río, el aliento límpido de la tarde. Se escucha el ruido que hacen los meniscos de los estudiantes que suben las cuestas del Capitolio.

Los agricultores de Iowa dicen que en las noches de verano puede oírse cómo crece el maíz.

En mi habitación había un silencio distinto, zanjado por mis palpitaciones y dos neveras que se turnaban para entonar una ronca balada.

Tras mi partida no habrá sido fácil entender por qué había dos refrigeradores en funcionamiento.

Un día, habiendo reconocido mi inapetencia, me reprendí e intenté ponerle coto. Hice una compra de mercado un tanto exagerada. La pequeña nevera, típica de hotel, dejó de enfriar.

Me angustió sobremanera que se marchitaran los vegetales, se pudriese el jamón, como en Venezuela cada vez que nos quedamos sin electricidad.

Tras muchas llamadas al front desk, subió una joven. Todos los empleados del hotel eran estudiantes, también las chicas que cada miércoles limpiaban mi habitación anunciándose con un cántico que nos daba mucha risa: toc-toc- housekeeping-housekeeping.

Echó un vistazo a los cables, metió la mano en el diminuto compartimiento que hacía las veces de congelador.

You have put a lot of things in the fridge -me regañó y desapareció.

Media hora después regresó con la nevera de la habitación de enfrente, idéntica a la mía. Pedí que se llevara la otra, contestó:

Leave it there, there is enough space.

Al principio, los dobles suspiros de las neveras no me dejaron dormir.

Reclamé que se llevaran una, que de paso arreglasen la persiana atascada y revisaran la calefacción, que me hacía sentir en un sequeral. Nunca me atendieron. Faltaba poco para irme, aquello era finalmente una tontería. La segunda nevera hizo las veces de estantería, alacena, mesa.

Fui pues residente sin butaca, con dos camas, dos neveras.


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