Lucero Yánez: “El silencio te asila en la profunda soledad”

21/04/2021

Este testimonio es fruto de varias entrevistas por escrito a través de correos y chats en Facebook. Lucero Yánez Lezama tiene desde su nacimiento sordera profunda y ha contado a Jacqueline Goldberg cómo percibe el silencio, el ruido, la música, y cómo viven la pandemia en Venezuela personas con discapacidad auditiva.

Foto cortesía de la autora.

 

Soy sorda profunda.

No puedo escuchar nada.

Nunca he escuchado nada,

ni siquiera con aparatos.

 

La cadena de huesecillos de mis oídos

no se formó completa

y el nervio auditivo no está conectado,

por eso el sonido no puede llegar al oído interno,

por eso nunca pude ser candidata a un implante coclear.

 

Las personas que oyen hablan rápido,

no siempre puedo seguirlas.

 

No uso lengua de señas.

Mi mamá quiso que aprendiera a ser oralizada,

es decir, comprendo lo que alguien está diciendo

solo porque leo sus labios.

Y hablo, aunque cometa errores.

Puedo escribir.

Aunque a veces confundo el orden de palabras

o quito un artículo.

Tengo que revisar mucho.

 

Digamos que tengo una vida aburrida

porque no oí nunca.

 

Jamás he escuchado la voz humana,

aunque conozco cómo suena una risa, un carro.

Solo siento ruidos:

rrruuruuuruuu únicamente.

 

Imagino cómo suena el mar,

igual que la música, imagino cómo será.

Porque siento unos ruidos,

suaves o fuertes,

y pienso turutu ru ru ruti ti ti.

O el mar sssshhSSSHHH.

Así.

 

Las risas sí parece que las oigo,

que las entiendo.

Creo que siento temblor o algo como dulce,

con ruidos o vibraciones

y luego los imagino,

imagino que me gustan o no.

 

La vista ha sustituido a la audición.

Dicen que no me pierdo nunca nada.

Y pinto desde niña.

Me gusta mucho pintar.

Estudié pintura

en la Escuela Municipal de Artes Plásticas

de Ciudad Bolívar.

Ahí nací en 1972.

 

Teniendo dos años estudié

en el Instituto de Audición y Lenguaje (IVAL).

Veníamos a Caracas en autobús mi mamá,

mi hermana Flor Marina y yo.

Nos quedábamos unos días y regresábamos.

Apenas me acuerdo.

Después mis papás,

con otros papás de niños sordos,

formaron una fundación.

Hacían que maestras y terapistas

recién graduadas del IVAL fueran a Ciudad Bolívar

y allá se quedaban en nuestras casas.

Así fundaron un instituto de educación especial

llamado Angostura.

Estudié ahí varios años,

ahí aprendí a hablar y a leer los labios.

 

Luego fui a una pequeña escuela de monjas

llamada Escuela Privada Bolívar.

Fue un logro para mí y para mis maestras.

Entré en tercer grado y a la semana

me pasaron a cuarto por mis conocimientos.

Claro, siempre era un reto,

yo copiaba todo,

pero mi mamá siempre estaba pendiente,

en contacto con los maestros

para saber del contenido y ayudarme.

Ahí solo estuve un año,

porque era una escuelita solamente con primaria.

Mi mamá logró que me aceptaran

en el Colegio Nuestra Señora de las Nieves.

Fue difícil al principio.

Pero mi hermana mayor ya estudiaba ahí

y era muy buena alumna

y mis papás colaboraban mucho.

Así que ahí me gradué de bachillerato.

 

Mis papás tuvieron la idea

de que entrara a la Universidad de Oriente.

Pero no me gustó nada.

Entonces mi mamá,

que era una mamá muy buena,

estudió conmigo Administración

en la Universidad Simón Rodríguez.

Ella era contadora y yo ya trabajaba con ella.

Así que hicimos juntas la carrera.

Ella siempre me ayudó mucho.

 

Nunca sentí bullying.

Nunca jamás.

En el colegio tuve muy buenas amigas,

tuve profesores como todo el mundo,

algunos mejores, algunos no,

pero recuerdo con cariño mi colegio.

En la universidad algunas personas

a veces no sabían cómo acercarse,

cómo hablar conmigo.

Pero siempre conseguí personas buenas.

Me desesperaba mucho, eso sí,

no entender a los profesores.

Siempre estuve en clases particulares.

 

El silencio para mí es profundo.

Es un estado de calma profunda.

 

No siempre hay silencio.

Si estoy descalza, el suelo me transmite ruido.

Siento eso más que otros,

siento cómo tiembla la pared,

el suelo hace pum pum pum,

la mesa también suena, todo suena.

 

El viento me llega como olas frescas.

Los ruidos muy fuertes me asustan mucho.

Un pájaro no lo conozco,

demasiado bajito su sonido, nunca he oído uno.

No me lo puedo imaginar.

Pero me gusta verlos volar y sus colores.

Los colibríes me encantan.

 

En la calle, sin aparatos,

no puedo sentir nada,

no siento si vienen carros,

tengo que mirar muy bien,

ir con mucho, mucho cuidado.

Los aparatos me hacen sentir

vibraciones que puedo entender,

que me dicen cuándo se trata de carros o cornetas.

 

Ahora mi hijo de ocho años

me ayuda si vamos por la calle.

Porque la gente tampoco se da cuenta

de que no los oigo o no los entiendo.

 

Los truenos son los ruidos más feos que conozco,

porque los siento en el corazón.

Me asustan.

Los relámpagos también me asustan.

 

A mí me gusta mucho el silencio,

será porque toda mi vida he vivido en el silencio.

 

Cuando todos hablan,

y hay otros ruidos y tengo los aparatos,

mi cerebro da vueltas, me aturde,

porque de todos modos no entiendo,

me duele la cabeza y no escucho, solo «siento».

 

Si hay una música de orquesta, o cantan,

puedo sentirla: sé que eso es sonido.

Si suena el pum pum de la música de bailar en discotecas,

o percusión fuerte, o alguna música llanera,

no entiendo bien si es ruido o sonido,

los identifico por lo que otros dicen que es el ritmo.

 

Durante las protestas de hace unos años

se sentían ruidos de pistolas

y sin aparatos no podía ni siquiera oír eso.

Con aparatos, las pistolas son ruidos

que asustan tanto como un trueno.

 

Todo es silencio sin aparatos.

Desde hace más de un año

no he podido volver a usarlos

porque no se consiguen las baterías.

 

Desde que comenzó la pandemia

todo ha sido más complejo para mí.

 

Cuando bajé sola a la panadería por primera vez,

no sabía qué hacer.

Me di cuenta de que no podía:

todos con tapabocas, no podía quitarme el mío.

Y la gente no se da cuenta de que soy sorda.

Es frustrante no poder tener ni un poco de idea

de lo que están diciendo a mi alrededor.

Esta es una discapacidad invisible,

que puede hacernos invisibles,

sobre todo a los sordos

que no hablamos con las manos.

 

Así que tengo que respirar muy profundo

para hacer las cosas.

 

La gente no percibe que no estamos escuchando.

Los autistas también sufren esto,

son discapacidades que no se notan,

a diferencia de los ciegos, que tienen un bastón,

o de las personas con Síndrome de Down,

o aquellas con discapacidades motoras.

 

Ahora, en pandemia,

dicen que hay más silencio en el mundo

porque la gente no corre tanto,

porque hay menos carros.

Mi silencio siempre es el mismo,

siempre vivo en el silencio.

Sin aparatos es incluso más profundo.

 

Un poco antes de que comenzara

la cuarentena en marzo de 2020,

estaba acercándome a la danza,

algo que para mí es muy importante,

que ha sido transformador.

La música vive en nuestro cuerpo.

Es un mundo maravilloso

que va más allá del sonido de afuera.

 

No es imposible para un sordo

bailar y seguir el ritmo.

 

Yo he participado en eventos de AM Danza.

En el grupo la mayoría

son personas con discapacidades motoras,

hay algunos con discapacidad cognitiva,

y una muchacha que sí oye un poco es hipoacúsica.

Y hay otra sorda y yo.

Con el grupo he aprendido un poco

el lengua de señas porque una de las maestras

es intérprete y nos ayuda a entender las indicaciones.

 

También he ido aprendiendo

la lengua de señas por mi cuenta,

hice un curso básico hace años

y mi hijo está en un proyecto

de música y teatro muy bonito,

llamado «Mi juguete es canción»

y ellos, cuando me conocieron,

pensaron cómo compartir

su música con las personas sordas

y empezaron a usar lengua de señas

y a enseñarla a los niños que cantan

y la utilizan ahora en sus conciertos.

Todavía es más lo que puedo entender que gesticular,

me siento mucho más cómoda hablando.

 

A estas alturas, si me prometieran escuchar,

elegiría el silencio.

El mundo tiene mucho ruido.

Prefiero esperar a llegar al cielo.

Creo que ahí escucharé.

Y es un lugar más bonito.

 

En mi trabajo, cuando estaba en la computadora,

alrededor todas mis compañeras

hablando, hablando, hablando.

En el metro, la gente hablando, hablando, hablando.

 

El silencio es más cómodo.

Debe ser muy cansado

responder a todos los ruidos y sonidos.

A mí ya me cansa mucho cuando mi hijo me reclama,

cuando me llama mi hermana o suena la televisión.

 

Creo que con tanto ruido en el mundo

la gente tiene que estar muy cansada,

de mal humor.

Creo que las personas que oyen

no saben estar en silencio,

creen que estar en el mundo

es estar siempre haciendo ruidos,

haciendo, haciendo, haciendo.

 

La gente busca a veces silencio.

Eso es bueno solo si puedes encontrarlo cuando quieres.

Sino, el silencio te asila en la profunda soledad.

Te aísla, quise escribir.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo