Memorabilia

De la poesía y el arte

24/09/2019

Samuel Taylor Coleridge; por Washington Allston

El hombre se comunica mediante la articulación de los sonidos, y fundamentalmente, por la memoria del oído; la naturaleza, por la impresión de los límites y superficies en el ojo, y mediante el ojo, da significado y adecuación y, así, las condiciones de memoria, o la capacidad de ser recordados, a los sonidos, olores, etc. Ahora bien, el arte, usado colectivamente para la pintura, la escultura, la arquitectura y la música, es el mediador entre la naturaleza y el hombre, y el conciliador de ellas. Es, por lo tanto, el poder capaz de humanizar la naturaleza, de infundir los pensamientos y las pasiones del hombre en todo lo que es objeto de su contemplación; el color, la forma, el movimiento y el sonido son los elementos que combina y convierte en unidad en el molde de una idea moral.

El arte primario es el arte de escribir; primario, si consideramos abstractamente la finalidad de los diferentes modos de llevarla a cabo, de esos pasos de progresión cuyos ejemplos pueden verse todavía en los grados más bajos de la civilización; luego sartas o wampum; después, pictografías; más tarde, jeroglíficos, y, finalmente, letras alfabéticas. Todos ellos contribuyen con una traslación del hombre a la naturaleza, con una sustitución de lo visible por lo audible.

La llamada música de las tribus salvajes no es en realidad arte ni desde el punto de vista del entendimiento, ni desde el punto de vista del oído. Su estado más bajo es mera expresión de pasiones mediante aquellos sonidos que la pasión misma exige; el más alto no pasa de ser una reproducción voluntaria de esos sonidos sin aquellas causas que los motivaron, con el fin de proporcionar el placer del contraste; tal, por ejemplo, los variados clamores del combate en el canto de la seguridad y el triunfo. La poesía también es puramente humana, pues todos sus materiales provienen del pensamiento, y todos sus resultados son para el pensamiento. Pero es la apoteosis del primer estado, en el cual, por la excitación del poder de asociación, el sentimiento mismo imita el orden, y el orden resultante produce un sentimiento placentero, y eleva así el espíritu, haciendo de sus sensaciones el objeto de su reflexión. Del mismo modo, al recordar las visiones y sonidos que habían acompañado a las ocasiones en que surgieron las pasiones originales, la poesía, por medio de las pasiones, los impregna de un interés que no es propiamente suyo, y sin embargo, atempera la pasión con el poder apaciguador que todas las imágenes precisas ejercen sobre el alma humana. De este modo, la poesía es la preparación para el arte, en cuanto aprovecha las formas de la naturaleza para recordar, expresar y modificar los pensamientos y los sentimientos del espíritu.

Todavía, sin embargo, la poesía sólo puede actuar mediante la intervención del lenguaje articulado, tan peculiarmente humano que en todos los idiomas es la frase común que distingue las cualidades opuestas del hombre y la naturaleza. Es la fuerza original de la palabra bruto, y aun mudo y sordo no expresan ausencia de sonido, sino ausencia de sonidos articulados.

Tan pronto como el entendimiento humano es dirigido de manera inteligible por una imagen exterior formada exclusivamente de lenguaje articulado, comienza el arte. Pero obsérvese que he puesto énfasis particular en las palabras entendimiento humano queriendo excluir así todas las conclusiones comunes al hombre y a las otras criaturas sensibles y limitándome, en consecuencia, al efecto producido por la congruencia de la impresión animal con los poderes reflexivos del pensamiento; de modo que la fuente del placer no será la cosa presentada, sino lo que es re-presentado por la cosa. En este sentido la naturaleza misma es, para un observador religioso, el arte de Dios; y por idéntica razón el arte mismo puede definirse como cualidad intermedia entre un pensamiento y una cosa, o, como dije antes, la unión y reconciliación de lo que es propio de la naturaleza con lo que es exclusivamente humano. Es el lenguaje figurado del pensamiento, y se distingue de la naturaleza por la unidad de todas las partes en un pensamiento o idea. Por consiguiente, la naturaleza misma nos daría la impresión de ser obra de arte si pudiéramos ver el pensamiento presente al mismo tiempo en el todo y en cada una de las partes; y una obra de arte será legítima en la medida en que transmita adecuadamente el pensamiento, y rica, en proporción a la variedad de las partes que ella, como unidad, contenga.

Por lo tanto, si el término mudo se toma como contrario, no al sonido, sino al lenguaje articulado, la antigua definición de la pintura será en realidad la legítima y mejor definición de las bellas artes en general: esto es, muta poesis, poesía muda, y de ahí, por supuesto, poesía. Y como todas las lenguas se perfeccionan a través de un paulatino proceso de desinonimización de palabras originalmente equivalentes, he abrigado el deseo de emplear la palabra “poesía” como término genérico o común, y distinguir aquella especie de poesía que no es muta poesis por su nombre corriente: “poética”; en tanto que de todas las otras especies que colectivamente forman las Bellas Artes, la siguiente quedará como definición común: que todas ellas, como la poética, han de expresar propósitos intelectuales, ideas, conceptos y sentimientos que tienen su origen en el entendimiento humano, mas no, sin embargo, de modo igual al que utiliza la poética, por medio del lenguaje articulado, sino como lo hacen la naturaleza y el arte divino, mediante la forma, el color, la magnitud, la proporción, o mediante el sonido; es decir, silenciosa o musicalmente.

Bien –podría decirse–, pero ¡quién ha pensado alguna vez lo contrario! Todos sabemos que el arte es el imitador de la naturaleza. E indudablemente las verdades que espero transmitir serían verdades trilladas e infructuosas si todos los hombres dieran el mismo sentido a las palabras “imitar” y “naturaleza”. Pero presumir que ésa es la realidad sería lisonjear mucho al hombre. Primero, imitar. La impresión sobre la cera no es una imitación del sello, sino una copia; el sello mismo es la imitación. Pero, además, para formar una concepción filosófica debemos buscar la calidad, como el calor en el hielo, la luz invisible, etc., mientras que en cuanto importa fines prácticos debemos tomar en cuenta el grado. Filosóficamente alcanza con que entendamos que en toda imitación deben coexistir dos elementos; y no sólo coexistir, sino que debe percibírselos como coexistentes. Estos dos elementos constitutivos son la semejanza y la desemejanza, o igualdad y diferencia. Y en todas las legítimas creaciones artísticas debe de haber una unión de estos contrarios. El artista puede adoptar el punto de vista que le parezca, siempre que el efecto deseado se produzca perceptiblemente, siempre que haya parecido en la diferencia, diferencia en el parecido, y una reconciliación de ambos en uno. Si existe semejanza con la naturaleza sin ningún obstáculo o diferencia, el resultado es desagradable, y mientras más completo sea el error, más aborrecible es el efecto. ¿Por qué resultan tan desagradables esas simulaciones de la naturaleza, como las figuras en cera de hombres y mujeres? Porque al no hallar el movimiento y la vida que esperamos nos sentimos chocados como por una falsedad, y todas las circunstancias y detalles que antes atraían nuestro interés hacen ahora más palpable la distancia que separa de la verdad. Si se empieza con una realidad supuesta, la decepción le hace sentir a uno desilusión y disgusto; mientas que, con respecto a una obra de imitación genuina, se empieza con una diferencia total admitida, y entonces cada rasgo natural proporciona el placer de un acercamiento a la verdad. El principio fundamental de todo esto es indudablemente el horror por la falsedad y el amor por la verdad inherentes al corazón humano. La danza trágica griega se basaba en estos principios, y en mi imaginación puedo simpatizar hondamente con los griegos en esta parte favorita de sus exhibiciones teatrales cuando recuerdo el placer que sentí al contemplar el combate de los Horacios y los Curiacios; danzando primorosamente, en Italia, al compás de la música de Cimarosa.

En segundo término, por lo que toca a la naturaleza: ¡debemos imitar a la naturaleza! Sí, es verdad, pero ¿qué imitar?, ¿todo, absolutamente todo? No, lo bello de la naturaleza. Y ¿qué es lo bello, entonces? ¿Qué es belleza? Es, en abstracto, la unidad de lo múltiple, el enlace de lo diverso; en concreto, es la unión de lo bien formado (formosum) con lo vital. En lo muerto orgánico depende de la regularidad de la forma, cuya especie primera y más inferior es el triángulo, con todas sus modificaciones, como en los cristales, la arquitectura, etc.; en lo vivo orgánico no es mera regularidad formal; tampoco está subordinado a nada que no sea él mismo. Puede estar presente en un objeto desagradable en que la proporción de las partes constituya un todo; no surge de la asociación, como lo agradable, sino que a veces se halla en la ruptura de la asociación; no es diferente para individuos y naciones diferentes, como se ha dicho, ni tiene conexión con las ideas de lo bueno, lo adecuado o lo útil. El sentido de la belleza es intuitivo, y la belleza misma es todo lo que inspira placer sin que medie interés, aparte del interés y hasta contrariamente al interés.

Si el artista copia la mera naturaleza, la natura naturata, ¡qué rivalidad vana! Si parte solamente de una forma dada, que se supone responde a la noción de belleza, ¡qué vaciedad, qué irrealidad hay siempre en sus producciones, como ocurre en los cuadros de Cipriani! Creedme, hay que dominar la esencia, la natura naturans, lo cual presupone un lazo entre la naturaleza, en un sentido superior, y el espíritu del hombre.

La sabiduría de la naturaleza se distingue de la sabiduría del hombre por la co-instantaneidad del plan y la ejecución; la idea y el producto son una sola cosa, y se dan a un mismo tiempo; pero no hay acto reflejo, y por ende no hay responsabilidad moral. En el hombre hay reflexión, libertad y elección; él es, pues, la cabeza de la creación visible. En los objetos de la naturaleza se presentan, como en un espejo, todos los elementos, pasos y procedimientos posibles del intelecto anteriores a la conciencia, y por ello, al total desarrollo del acto intelectivo; y el entendimiento del hombre es el verdadero foco de todos los rayos de intelecto que se encuentran esparcidos por las imágenes de la naturaleza. Ahora bien: colocar esas imágenes, totalizadas y adecuadas a los límites del entendimiento humano, en cuanto a sacar de las formas mismas las reflexiones morales a las cuales ellas se aproximan, y sobreañadirlas, hacer interno lo externo, lo interno externo, hacer de la naturaleza idea, y naturaleza la idea, éste es el misterio del genio en las bellas artes. ¡Me atrevo a añadir que el genio debe actuar sobre el sentimiento, que el cuerpo no es más que un esforzarse por convertirse en mente, que es mente en su esencia!

En toda obra de arte hay una reconciliación de lo externo con lo interno; lo consciente se impresiona así en lo inconsciente en cuanto a lo que en él aparece; como comparar meras inscripciones de una tumba con las figuras mismas que constituyen la tumba. Quien combina los dos elementos es el hombre de genio. Y ésta es la verdadera exposición de la regla de que el artista debe primero alejarse de la naturaleza, a fin de volver a ella con pleno vigor. ¿Por qué? Porque si fuera a empezar con un mero copiado, arduo por otra parte, sólo produciría máscaras, no formas que alienten vida. Debe crear formas sacadas de su imaginación según las rigurosas leyes del intelecto, para generar en él mismo esa coordinación de libertad y ley, esa implicación de obediencia en lo prescrito, y de lo prescrito en el impulso a obedecer, que lo asimila a la naturaleza y le permite entenderla. No hace sino alejarse de ella por un tiempo para que su propio espíritu, que tiene la misma base que la naturaleza, pueda aprender de ella su lenguaje mudo en sus principales raíces, antes de acercarse a las interminables composiciones de las mismas que presenta la naturaleza. Sin embargo, para no adquirir nociones frías –reglas técnicas inanimadas–, sino ideas vivientes y productoras de vida, que contendrán su propia evidencia, la certeza de que forman esencialmente una unidad con las causas germinales de la naturaleza –siendo su conciencia el foco y el espejo de ambas–, para ello abandona el artista por un tiempo lo real exterior, a fin de volver con una simpatía completa, con lo suyo interior y verdadero. Porque la sustancia de todo lo que vemos, oímos, sentimos y tocamos está y debe estar en nosotros mismos; y por lo tanto no hay alternativa con razón entre la triste (¡y gracias al cielo, casi imposible!) creencia de que toda cosa que nos rodea no es más que mero fantasma y que la vida que está en nosotros está asimismo en ella; y saber asemejar, cuando hablamos de objetos que están fuera de nosotros, así como dentro de nosotros mismos aprender es, según Platón, sólo recordar; y la única respuesta eficaz a ello que he tenido la gran suerte de hallar es la que Pope ha consagrado para el uso futuro en este verso:

¡Y los faroleros vencen a Berkeley con una sonrisa sarcástica!

El artista debe imitar lo que está dentro de la cosa, lo que actúa a través de la forma y la figura y se nos expresa mediante símbolos –el Natur-geist, o el espíritu de la naturaleza, pues nosotros imitamos inconscientemente a lo que amamos–, pues sólo así puede abrigar la esperanza de producir alguna obra verdaderamente natural en su objeto y verdaderamente humana en su efecto. La idea que congrega la forma no puede ser ella misma la forma. Está por encima de la forma, y es su esencia –lo universal en lo individual, o la individualidad misma–, la apariencia y el exponente del poder que en ella reside.

Toda cosa viviente tiene su momento de autoexposición, y así también lo tiene cada período de toda cosa, si eliminamos las causas perturbadoras accidentales. Hacerlo es la tarea del arte ideal, ya en imágenes de la niñez, ya de la juventud, ya de la vejez, tanto en el hombre como en la mujer. De aquí que un buen retrato sea la abstracción y el resumen de lo personal; no es la semejanza por una verdadera comparación, sino por el recuerdo. Ello explica por qué no siempre se reconoce el parecido en un retrato excelente; porque algunas personas jamás abstraen, y entre éstas han de contarse especialmente los parientes cercanos y los amigos del sujeto, a raíz de la presión y freno constante que ejerce en sus pensamientos la presencia viva del original. Y cada cosa que sólo parece vivir tiene también su posición posible de relación con la vida, como lo prueba la naturaleza misma, que donde no puede manifestar su ser lo profetiza en el metal cristalizado o en la planta inhalante.

El encanto, el requisito indispensable de la escultura, es su unidad de efecto. Pero la pintura se apoya en un material más remoto de la naturaleza, y su alcance es por lo tanto mayor. La luz y la sombra dan existencia exterior, e interior también, aun con todos sus accidentes, en tanto que la escultura está confiada a lo último. Y aquí puedo anotar que los temas elegidos para las obras de arte, tanto en pintura como en escultura, deberían ser realmente aptos para que el artista los exprese y los transporte dentro de los límites de esas artes. Además, tendrían que impresionar al espectador por su veracidad, su belleza o su sublimidad, y de ahí que puedan dirigirse al juicio, a los sentidos, o a la razón. La peculiar impresión que ellos pueden producir puede derivarse del color y la forma, o de la proporción y la justeza, o de la conmoción de los sentimientos morales; o bien pueden combinarse todos los elementos. Las obras que combinan estas fuentes de efecto deben contar con preferencia en punto de dignidad.

La imitación de lo antiguo puede resultar demasiado exclusiva, y puede producir un efecto perjudicial a la escultura moderna. Primero, porque generalmente esa imitación no puede dejar de tener una tendencia a fijar la atención en las exterioridades más que en la idea que anima la obra. Segundo, porque de consiguiente lleva al artista a quedarse satisfecho con lo que siempre es imperfecto, a saber, la forma física, y circunscribe exclusivamente a las ideas de fuerza y grandeza sus concepciones de expresión mental. Tercero, porque mueve a un esfuerzo por combinar en una sola dos cosas incoherentes, vale decir, sentimientos modernos en formas antiguas. Cuarto, porque habla en una lengua que es, por así decirlo, erudita y muerta, cuyos acentos, por pocos familiares, dejan frío e impasible al espectador común. Y por último, porque necesariamente causa un descuido de ideas, emociones e imágenes de más profundo interés y más exaltada dignidad, como la maternidad, el amor de hermanas y de hermanos, la piedad, la devoción, la humanización de lo divino: la Virgen, el Apóstol, Cristo. El principio guía del artista en la construcción de la estatua de un gran hombre debería ser la ilustración del mérito extinto; y no puedo menos de creer que una diestra adopción de vestimentas modernas daría en muchos casos una variedad y fuerza de efecto que una fanática adhesión al ropaje griego y romano excluye. Yo creo que se debe a artistas que encuentran inadecuados los modelos griegos para varios importantes fines modernos el hecho de que veamos tantas figuras alegóricas en monumentos y en otras partes. La pintura era, por así decirlo, un arte nuevo, y al no estar aherrojada por viejos modelos eligió sus propios asuntos y tomó un vuelo de águila. Y un nuevo campo parece abrirse para la escultura moderna en la expresión simbólica de las finalidades de la vida, como en el monumento de Guy, en los niños de Chantrey, en la catedral de Worcester, etc.

La arquitectura ofrece la diferencia más pronunciada de la naturaleza que pueda existir en obras de arte. Incluye a todas las aptitudes creadoras, y es escultura y pintura inclusive. Muestra la grandeza del hombre, y al mismo tiempo tendría que enseñarle humildad.

La música es, de las bellas artes, la más enteramente humana, y también la que menos elementos análogos tiene en la naturaleza. Su primer encanto es simple armonía con el oído; pero es algo asociado, que despierta las profundas emociones del pasado con un sentido de proporción intelectual. Todo sentimiento humano es más importante y más grande que la causa que lo provoca, prueba, para mí, de que el hombre está destinado a un estado o condición más elevada, y esto se nota profundamente en la música, en donde siempre hay algo más que la expresión inmediata, algo que, asimismo, está más allá.

Con respecto a las obras de todas las ramas de las bellas artes, puedo señalar que el placer que surge de lo nuevo debe tener su debido lugar y peso, sin duda. Este placer consiste en la identidad de los elementos opuestos, vale decir: igualdad y variedad. Si en medio de la variedad no hay algún objeto fijo para la atención, la sucesión incesante de la variedad impedirá que el entendimiento pueda observar la diferencia de los objetos individuales; y lo único que quedará será la sucesión, que producirá entonces el mismo efecto que la igualdad. Esto lo experimentamos cuando dejamos pasar delante de la mirada fija una sucesión de árboles o de setos, yendo en movimiento rápido en un carruaje, o, por otra parte, cuando vemos una fila de soldados o hileras de hombres en procesión que pasan delante de nosotros sin posar la mirada en ninguno en particular. Para sacar placer de la ocupación del entendimiento siempre debe estar presente el principio de unidad, de tal modo que nunca se suspenda la fuerza centrípeta en medio de lo múltiple, ni se fatigue el sentido por el predominio de la fuerza centrífuga. Ya he expresado en otra parte que esta unidad en lo múltiple es el principio de la belleza. Es de igual modo la fuente del placer en la variedad, y en realidad un término mayor que incluye a ambos. ¡Que es el término que los separa, que los distingue!

Recuérdese que existe una diferencia entre la forma que procede de algo y la forma sobreañadida a algo; ésta es la muerte o el encarcelamiento de la cosa; aquélla es su esfera de influencia, testigo de sí misma y del efecto sobre sí misma. El arte tendría que desear ser el compendio de la naturaleza, debería serlo. Ahora bien, la naturaleza, en su plenitud, carece de carácter distintivo, así como el agua es más pura que nunca cuando no tiene gusto, olor ni color; pero esto es lo más elevado, el vértice, nada más; no es el todo. El objeto del arte es dar el todo ad hominem; de aquí que cada paso de la naturaleza tenga su ideal, y de aquí la posibilidad de una culminación que emerja hacia la forma perfecta de un caos armonizado.

Para la idea de la vida la victoria y la lucha son necesarias; pues la virtud no consiste simplemente en la ausencia de vicios, sino más bien en saber vencerlos. Lo mismo pasa con la belleza. La vista de lo que está subordinado y conquistado eleva la potencia y el placer; y el artista debería mostrarlo, ya incluido en su figura, o si no fuera de ella y a su lado, para que actuara a modo de complemento y contraste. Y con este propósito obsérvese la aparente identidad de cuerpo y mente en los niños, y de ahí la hermosura del primero, la separación que comienza en la pubertad, y la lucha por el equilibrio en la adolescencia: de aquí en adelante el cuerpo, por vez primera, es simplemente indiferente; y, finalmente, todo lo que presenta al cuerpo como cuerpo se va volviendo de una naturaleza poco menos que excrementicia.


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