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Pero los sueños de la razón, tal como lo intuyera Goya, producen monstruos: la crítica postmoderna a la utopía ha visto allí el terror de la vigilancia, la restricción de un orden geométrico, la ebriedad de la reglamentación y del colectivismo absoluto, la celebración del totalitarismo (…) Con la quiebra de las utopías… se produce la disipación y la banalización de las utopías.
(Víctor Bravo, Terrores de fin de milenio)
–Me temo que no es el día. ¿Y qué problema tiene?
–Mi problema es, o era, que desperté en ese hotel sin recordar nada de mí mismo. No estoy seguro de ser Ulises Zero, aunque hace tanto tiempo que soy lo que ya me lo parece. Sólo recuerdo cuando era niño en Bahía de Piedras.
–¿Dónde está Bahía de Piedras?
–Ése es el problema, precisamente. No lo sé.
–Yo tampoco sé quién es la dueña del Hotel Oasis.
(Ana Teresa Torres, Nocturama)
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Diorama es el relato de la luz (el escenario) para ocultar la noche de la brutalidad del poder (el aparato). Es la novela de Ana Teresa Torres (Caracas, Monroy Editor, 2021) donde las sombras de Nocturama (Caracas, Editorial Alfa, 2006) se disipan para dar paso a las proyecciones de los fantasmas que rigen al régimen opresor, que amontonan la realidad –antes ofrecida como un sueño– para convertirla en una máscara, que ahora es una pesadilla.
La ficción es también aquella realidad, una vez inadvertida.
Diorama es la utopía desgastada. Es decir, la densidad del segmento de la perversión donde lo que se ofreció durante décadas como el paraíso terrenal en el imaginario colectivo se hizo posible en el engaño, en la elaboración perfecta de la maldad, en la manzana podrida que la mano de hierro del poder ofreció a un mundo cegado por la esperanza. La ficción venida de la boca de los intelectuales utopistas derivó, como era de esperarse por el ejemplo de anteriores diseños, en un infierno, en una sociedad controlada, de laboratorio, portátil.
Una sociedad anulada, borrada, pervertida en el dolor y la incertidumbre. Una sociedad intemporal por el desuso de sus derechos.
Los monstruos ya lo habían anunciado. La imagen goyesca nunca se detuvo. Estaba presente en la faramalla de quienes abonaban y regaban la flora de la verborrea utópica. Los monstruos nunca se fueron: estaban analizando la escenografía del averno. Estudiaban las fórmulas para construir el museo de sus andanzas. Y lo lograron con la astucia propia del cinismo. Una vez en el poder se escondieron: una voz grabada, como la relatada en 1984 por George Orwell; unos ojos siempre abiertos calcados en paredes de todo un país, como en la Venezuela de hoy, ya borrosos porque el escenario es cambiante: delirante, más tenebroso; el realismo socialista en la boca atildada de poetas y usurpadores del arte, acartonados y envejecidos con sus cuadernos subrayados y sus poses de ángeles irredentos. Así se forjó el acero de la muchedumbre, el del hombre nuevo convertido en sospecha, en dibujo para la exportación, en simulacro, en un diorama que tuvo su origen en las sombras goyescas de aquellas noches, y que había que disipar para perfeccionar el disimulo.
Los sueños de la razón avanzaron hacia la pesadilla de la que, en este lado del insomnio, no se tenía noticias. Hasta que llegó la revelación: ya la utopía –o las utopías– se había gastado. El tiempo perfecto, la gramática de la historia dejó caer su guadaña. Sus verbos repetidos, sus adjetivos, su neolengua. Había que recrear las utopías con un proscenio atractivo, permanente, en el que los actores no respiren, no se muevan pero sí puedan –los que aún respiran en las calles– oír las voces y ver los ojos sin párpados grabados, dibujados, felices de los que han sido construidos con cartón, plástico, madera u otro material que sirviera para la inauguración de «El Reino de la Alegría» donde los personajes, aún vivos, escriben reseñas y las archivan sin tener idea de lo que se venía. Hasta que despertaron y comenzaron a deshacerse de la persona que antes los habitaba: fueron tachados, despedidos de sus trabajos, cercados, amenazados, transformados en perfiles que luchaban por salir de ellos: reelaboraron sus vidas, las hicieron posible a través de proyectos dudosamente capaces de salvar la memoria vertida en los libros.
Dimas, Samid, Cosme, Roque… una vez despedidos de sus trabajos pasarán a formar parte del «Departamento de Personas Inservibles».
En otros lugares de la realidad y la imaginación los libros fueron el pretexto para perseguir. Los nazis, los comunistas, los fanáticos de ideologías religiosas se dieron a la tarea de quemar, destruir o convertir en papel higiénico las hojas de las obras que chocaban con sus locuras.
A esta hora se derrumban bibliotecas, monumentos. A esta hora Ray Bradbury siente el calor de las fogatas (sabemos algo de Fahrenheit 451, pero poco de su otro libro Las maquinarias de la alegría cuyo título alegórico fue tomado de William Blake para desestimar la obra sobrenatural, la creación divina). Por su parte, Markus Zusak –el escritor autraliano– mira con los ojos de una niña la quema de volúmenes en las calles de Berlín en su novela La ladrona de libros. Y así, hasta el grueso de tantísimos “terrores de fin de milenio” y de los comienzos de este que no termina de desdoblarse, de quitarse las máscaras.
Un «orden geométrico» conduce al diorama, al museo de walking deads, de figurines o maniquíes capaces de hacer de la desmemoria un ambiente “feliz”, libre de la perturbadora realidad que molesta al poder.
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La novela de Ana Teresa Torres se divide en tres ambientes: «El Reino de la Alegría», «El Museo de los Lugares Perdidos» y «El Diorama Colosal». Tres ángulos que conforman la pirámide del horror.
El programa para deshacer el pasado pasa por la desaparición de los libros, por la muerte del papel-lectura, por la de la escritura que contenga los valores de la libertad. Así, Dimas, Cosme y Samid, entre otros, son despedidos de su trabajo y jubilados con un dólar mensual como pago por sus servicios. «El Reino de la Alegría» debe sustentarse en la simulación, en el rostro sonriente de quienes habitan la polis de un poder omnisciente, omnipotente y omnipresente, como Dios.
En la novela de Torres la voz debe decir y sentir la felicidad, de lo contrario, se castiga al infractor. Dimas, Cosme, Roque y Samid se las ingenian para sobrevivir. Una de las «representaciones del caos» (según el ensayista Víctor Bravo) está en la pérdida de toda esperanza. No obstante, los sujetos mencionados articulan estrategias para que otra representación, la de la memoria, no se pierda. Juegan obligados a la alegría mediante la participación en un «curso de instrucción política de la felicidad», suerte de prueba de la cual resulta felicitado Dimas, pero inmediatamente despedido. Una vez fuera del juego viene la otra etapa: la desaparición de las bibliotecas públicas y privadas denunciadas por un espía que se hace pasar por comprador de libros de universidades norteamericanas.
Cumplida esa etapa, Dimas se propone el inventario de lo que queda en la ciudad y de esta manera crea para su ocio «El Museo de los Lugares Perdidos». Tiendas, museos, cines, apartamentos, oficinas, casas de familia o esquinas han dejado de existir. El personaje se encarga de hacer un registro que a la larga resulta otro fracaso. Pero no para la tiranía: un proyecto hace aparición: la «dioramización» de la polis.
La ciudad portátil comienza a mostrar el rostro que el poder quiere.
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La solución final.
–Leíste algo sobre un diorama –dijo Roque–; es un tipo de maqueta por lo general a escala real, que muestra figuras humanas, vehículos, animales o incluso seres imaginarios, dentro de un entorno que simula la realidad. El efecto es el de reconstruir una escena viviente a partir de materiales inanimados. (p. 143)
Así se inicia, desde esta definición, «El Diorama Colosal»: suerte de ciudad fantasma donde los habitantes aún vivos sienten que la felicidad es absoluta. El museo será visitado por los que quedan en «El Reino de la Alegría». La metáfora perfecta. La ficción hecha realidad. La utopía queda relegada al estímulo sinestésico de unos sentidos controlados.
El proyecto, que ya es una realidad, tiene como objetivo ocupar las casas y apartamentos de quienes se han ido del país, de quienes han muerto o de quienes han desaparecido.
«El diorama es el gran proyecto, la espera infinita» (p. 156).
Los personajes protagónicos participan en aquella obra, la que a la larga resulta también un fracaso.
La neolengua trabaja con vigor. Los locos o enfermos mentales ya no son locos ni enfermos mentales: son «personas libres de locura» (p. 146) que serían incorporadas como personajes a los dioramas.
*
En la ciudad podían verse unos cuantos centros comerciales deshabitados, los propietarios habían ido cerrando los negocios hasta que finalmente no quedaba ninguno, o muy pocos, y esos no estaban en capacidad de sostenerse por sí solos. No había electricidad permanente, ni agua, ni recogían la basura. Se habían convertido en antros nauseabundos, guarida de indeseables, refugio de desechos humanos, habitación de abandonados. El DioMall sería el proyecto bandera del Reino de la Alegría. (p. 157)
Esta imagen –nada relegada a la ficción– es hoy parte del museo de ciudades solitarias, oscuras, tristes, cuyos habitantes caminan como zombis por calles y avenidas. La ficción recoge lo que la realidad le muestra.
«–¿Ves, Samid?, esto que dice Kertész es lo que se persigue con los dioramas. Producen un estado de presente continuo, nadie se siente triste o melancólico porque desaparecen el pasado y el futuro» (p. 163).
La realidad nos muestra «el presente continuo», eterno: un cementerio donde no reposan los muertos, sino donde los vivos han instalado sus moradas.
Es decir: «–El diorama crea una realidad perfecta, absoluta, que no puede degradarse por la infelicidad puesto que no es un organismo vivo que pueda alterar su estado de ánimo» (p. 176).
*
¿Dónde termina esta historia? Hasta ahora no tiene fin. No se detiene. La hoja en blanco espera por otras señales. El diálogo que cierra el libro reafirma la afirmación anterior:
–¿Siempre vamos a estar aquí? Yo los quiero mucho pero estoy aburrida y me hace falta mi abuela.
–Tenemos que resistir –le contestó Samid–, pero no sabemos hasta cuándo.
–Hasta el final –concluyó Dimas.
–¿Y cuándo es el final? –preguntó la niña.
–El final es cuando ocurre.
***
El narrador deja abierta la puerta de un asunto que angustia a Samid: ¿lo nuestro? En repetidas ocasiones, la mujer le pregunta a Dimas sobre cuándo hablar de «lo nuestro».
Esa intimidad queda en eso, en la intimidad.
***
En entrevista con Violeta Rojo, aparecida en Papel Literario del diario El Nacional (28/3/2021), Ana Teresa Torres afirma que en una sociedad como esa “No hay lugar para el disenso… el siglo XX fue el tiempo de las utopías y los grandes relatos”. Nombra algunos autores que aún siguen siendo referencia literaria. Más adelante utiliza la frase “crisis de representación” para revelar que “las grandes utopías han dejado de serlo para dar paso a las distopías”.
Afirma que su novela es “una indagación acerca del poder de manipulación política para crear falsas realidades: utopías que esconden distopías”.
Torres dice que se trata de “Mantener la esperanza permanente a cambio de la obediencia”. Así se crea el «principio de incertidumbre».
Un dato que se confirma durante la lectura de Diorama destaca en su declaración: “Nocturama es un juego de espejo con Diorama”, porque “obedecen a un mismo imaginario”.
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Durante los diálogos, tanto Dimas como Cosme hablan de los autores que han logrado reseñar y que, entre tantísimos otros, serán parte de la memoria leída, guardada, rescatada de las fauces de los destructores de libros. Nombran a Bohumil Hrabal, Ismail Kadaré, Imre Kertész, Ivan Klíma, László Krasznahorkai, Carmen Laforet, Sándor Márai, Yolanda Pantin, Anna Akhmátova, Mandelstam, Bunin, Alejandra Pizarnik, Thomas Bernhard, Rafael Cadenas… cuyos textos contienen la verdadera literatura, es decir, la realidad.
Alberto Hernández
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