Diario literario

Diario Literario 2021, enero (parte 3): Liszt & Marie d’Agoult, Richard Russo, Harry Abend (1937-2021), Ricardo III, Hora del lobo

23/01/2021

Ema (desnudo en escalera). 1996. Gerhard Richter

Milán, sábado 16 de enero de 2021

Simetrías

Hace justo dos años, el 17 de enero de 2019, dediqué un par de entradas de este diario literario a Gerhard Richter que serían publicadas en Prodavinci.com. Y lo hacía a propósito del revelador artículo de Dana Goodyear aparecido poco antes en las páginas de The New Yorker. Recordaba en esa ocasión mi memorable encuentro con la obra de Richter en la muestra organizada por el Museo de Arte Moderno: Gerhard Richter: 40 años de pintura. Sin embargo, tal vez lo único relevante  de mis líneas haya sido recordar las afinidades que encuentro entre los desnudos del alemán, realizados a mediados de los sesenta del XX, y los del venezolano Juan Vicente Fabbiani, pintados hacia la misma fecha. En ambos priva lo grotesco y un erotismo que algún perverso habría considerado perverso. Con su exacerbada “voluntad de orden”, Richter estaría encantado con estas simetrías trasatlánticas.

Un cuento de Richard Russo

Russo (Nueva York, 1949) fue premiado con el Pulitzer por su novela Empire Falls y es asimismo responsable de una dilatada bibliografía de ficciones, ensayos y guiones. Su prosa parece un afortunado “blend” de Steinbeck y Cheever, con los que además comparte el realismo que es envidiado atributo de la narrativa norteamericana desde que la deriva fantástica de Melville y Poe fuera desplazada. Un estilo que se expresa de manera ajustada en el cuento que acabo de leer, “Una América después” (una América que, en inglés, como sabemos, se limita a los Estados Unidos). Lo que cuenta Russo, sin sobresaltos ni gritos desgarrados, es la conducta que asumió un sector de la población femenina estadounidense con la derrota de Hillary Clinton a manos de Donald Trump. De la noche a la mañana, el protagonista, un profesor universitario jubilado, partidario convencido de la señora Clinton, por lo demás, se ve señalado, de manera abusiva, por su sectaria esposa de “toda la vida”, de ser uno más de los blancos machistas que llevaron a Trump a la Casa Blanca. Y, de una manera que tendría algo del cómico absurdo de Ionesco si no fuera por lo dramático, la mujer lo abandona de manera a todas luces definitiva. El relato es una notable muestra de una literatura “política” de la intimidad. Su asunto son las repercusiones del macrocosmos político en el frágil microcosmos de las relaciones familiares en los devaluados tiempos de la posmodernidad.

Franz Liszt. 1958. Autor desconocido

Los años de peregrinaje

Una de las expresiones más gloriosas del tardo romanticismo musical es Les années de pèlerinage (en francés en el original). Se trata de un “libro de viajes”, compuesto por Liszt durante dos años en gira por Suiza e Italia. Una larga serie de piezas para piano escrita a partir de sus experiencias en ambos países. La mayoría dedicada a los paisajes y literaturas peninsulares, entre los cuales sendos homenajes a Dante y Petrarca. Las que escribe sobre tres sonetos de Petrarca los tengo entre la música para el instrumento que más me conmueven, tanto que no soporto escucharlos con frecuencia. Y ha sido así desde hace más de cuarenta años cuando los escuché por primera vez, animado por el poeta panameño y exquisito melómano Roque Javier Laurenza. “Pero tienes que escucharlo solamente en la versión de Lazar Berman, es el único que entiende lo que quiso decir Liszt”, sentenció, mientras caminábamos a un recital de Leontyne Price con la Orquesta de la Capilla Estadal de Dresde en la sede de Naciones Unidas. Como siempre, Roque tenía razón, nadie como Berman en estos Peregrinajes. Pero estoy seguro de que se hubiese sentido a gusto con la versión de Aldo Ciccolini que transmite Radio Classica en esta gélida mañana milanesa. Ciccolini tiene la rara habilidad, como pianista, de destacar el contenido lírico de todo lo que interpreta. Lo he sentido así desde que lo escuché por primera vez en un “club” del Village en un homenaje precursor a Erik Satie, cuando el francés carecía de su actual y detestable popularidad. Volviendo a Liszt, la emisora clásica difunde en este momento “Los cipreses de la Villa d’Este”, del Segundo Año de Peregrinaje. Una música líquida que claramente alude al espectáculo de aguas de la residencia estense en las afueras de Roma. Sería aquí, por lo demás, donde, años después, Liszt realizaría una de sus últimas presentaciones. Cuando escribió su extraordinaria serie, Liszt estaba acompañado por la controversial María d’Agoult, su amante a lo largo de una excitante década. Como de costumbre, escindido entre la pulsión religiosa y el hedonismo, solicitaría al Vaticano, en su condición de ser uno de los genios musicales más admirado de su tiempo, la anulación de Marie con el vizconde d’Agoult. Una gracia que no le sería concedida, pero que no le impediría continuar con una relación de la que saldrían varios hijos, entre ellos la formidable Cosima Liszt, ex de Hans von Bülow y esposa de Wagner hasta el final. Los lectores de Balzac recuerdan a d’Agoult como una de las protagonistas de Beatrix, una de sus novelas más largas e irregulares. A su lado, otros personajes basados en George Sand y el mismo Franz Liszt. En otra ocasión, en estos cuadernos, he hablado de Marie a propósito de su revelador libro de memorias, Mes souvenirs, y de su interesante Historia de la revolución de 1848;  dos apenas de los libros  que publicaría con el seudónimo de Daniel Stern.

Retrato de Marie d’Agoult 1843. Henri Lehmann

Milán, lunes 18 de enero de 2021

d’Agoult y la revolución de 1848

He vuelto a la lectura intermitente de la Historia de la revolución de 1848 firmada por Daniel Stern, sinónimo de Marie d’Agoult, injustamente desconocida como escritora. Una lástima, porque sus memorias, Mes souvenirs, son un documento precioso para el que quiera conocer la arribista sociedad francesa de su tiempo, que son los de Baudelaire, Balzac y Flaubert o Delacroix, Courbet y Manet. Sobre los influyentes sucesos del 48 se extiende en su no pocas veces apasionante Historia. Conoció a muchos de sus protagonistas y vivió aquellos días que conmovieron el mundo y que estimularon el Manifiesto de Marx y Engels. No estamos leyendo a una historiadora profesional como Michelet o Mommsen, sino a una afortunada aficionada, más bien como el Lamartine de la Historia de los Girondinos. Ya en sus primeras páginas, Marie refiere la intransigencia de los comunistas, “Un reducido número de fanáticos que se hacían llamar comunistas-materialistas”, un adelanto de lo que iba a ser el atributo insoslayable de los que más tarde se llamarán marxistas. Sus descripciones de los protagonistas de aquella “tercera revolución francesa” se destacan por su ingenio y no son muy diferentes a las de los Goncourt en sus Diarios. Sobre Auguste Blanqui: “Pequeño, pálido, con una ardiente mirada, y llevando en sí el germen de una enfermedad del corazón que los insomnios, la debilidad y la prisión habían hecho incurable, parecía buscar con el estallido de su ira una reactivación del aliento de una existencia que amenazaba con apagarse antes de realizar sus ambiciones. ¿Y cuáles eran? Reforzar los lazos con la tradición jacobina, plantar más alto y más lejos que nadie la bandera de la igualdad, encarnar el dolor, las quejas, las amenazas a un proletariado tantas veces desilusionado por abortadas revoluciones”. No es mucho lo que se dice de Auguste Blanqui en nuestros tiempos post posmodernos, a pesar de la admiración reiterada de Walter Benjamin,  consignada en varias páginas de su Proyecto de los pasajes, prefiguración literaria y filosófica de todos los posmodernismos: “Nadie durante el siglo XIX tuvo una autoridad comparable a la suya. La imagen de Blanqui pasa como un relámpago por las “Letanías de Satán”, de Baudelaire”. A Marie d’Agoult se le debe el reconocimiento como una de las inteligencias que hicieron posible que París fuera la “capital del XIX”.

Milán, martes 19 de enero de 2021

Harry Abend      

En una carta escrita durante los años de la Segunda Guerra, Albert Camus le advertía a Francis Ponge que las amistades sólo eran de dos tipos: las que duran y las que no duran. La que me unió con Harry Abend, muerto ayer en la mañana, era de las primeras. Nos hicimos amigos hacia 1984, cuando coincidimos como miembros del jurado del Salón Michelena; y dejamos de vernos durante casi veinticinco años, cuando un amigo común me comunicó que estaban preparando un libro sobre la obra del gran artista, quien había expresado su deseo de que me incluyeran entre los escritores que iban a participar en el proyecto, y que le agradaría verme de nuevo. En verdad, tratándose de Harry, nada de aquello me sorprendió. La idea del libro la habíamos comentado durante nuestro primer encuentro, y que quisiera verme no era más que un mutuo anhelo. Nuestro atento amigo propició no uno, sino repetidos encuentros, casi todos en los espacios armónicos del edificio Atlantic del este de Caracas. Veinticinco años después, nada había cambiado en Harry, su fina cordialidad, su inteligencia, su vitalidad y nuestras afinidades electivas. En adelante, nos seguiríamos viendo, en su taller, en mi apartamento o en mi casa de Valencia, la ciudad que había propiciado esta amistad del primer tipo de Camus, ésas que sólo la muerte ingrata puede interrumpir.

La muerte de Ricardo III en Bosworth. 1781. Thomas Pennant

Milán, miércoles 20 de enero de 2021

Notas sobre Ricardo III

El protagonista de esta pieza temprana de Shakespeare (c.1592) es Ricardo, duque de Gloucester y último de los Plantagenets, la dinastía llegada de Francia que relevó a la descendencia del normando Guillermo el Conquistador. Catorce fueron los reyes Plantagenets desde 1154 a 1485, cuando desaparece a manos de Owen Tudor, quien instaura la advenediza casa que se encargará de la corona hasta la muerte de Isabel I. Plantagenets fueron Ricardo Corazón de León y el rey Juan de Robin Hood; el díscolo Ricardo II, el magnicida Henri IV y el glorioso y efímero Henri V. A Ricardo III le correspondió el mentido honor de dar fin a tan ilustre genealogía. No obstante, la historia lo conocerá no tanto por esta derrota como por su indeclinable crueldad. Un malvado en los tiempos en los que todavía el mal, en la mejor tradición senequiana, disfrutaba de indisputable prestigio. Una tradición que encontrará su más espléndida expresión en el Satanás de Milton, cuyo carisma empequeñece la omnipotencia del Creador. El mal en Ricardo no alcanzó en ningún momento esas épicas proporciones, pero tal como lo presenta Shakespeare, como en el caso de Macbeth, estimula en el espectador o lector una malsana simpatía. ¿Quién de nosotros, en el campo de batalla de Bosworth, le hubiese negado su montura a Ricardo cuando, acosado por fantasmas y ejércitos, gritaba con valentía (“with great courage to his last breath”): “Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”?

Ricardo III

El invierno de nuestras discordias se ha transformado
en glorioso verano gracias a este hijo de York,
y todas las nubes que flotaban amenazantes
sobre nuestra casa han sido enterradas en el seno
profundo del océano.  Nuestras frentes ostentan
victoriosas coronas, y con nuestras abolladas
armas se han erigido monumentos. Las temidas
alarmas son ahora alegres encuentros,
y las temibles marchas deliciosos placeres.
El rostro ceñudo de la guerra ha alisado
su frente lleno de arrugas, y en lugar de montar
armados caballos para aterrorizar el ánimo
de los terribles enemigos, se mueve con gracia
en la pieza de una dama siguiendo el lujurioso
sonido del laúd.

Retrato de Luis Felipe de Orleans. 1836. George Peter Alexander Healy

Milán, jueves 21 de enero de 2021

Marie d’Agoult en 1830

La de 1848 no era la primera revolución de Marie d’Agoult. En 1830, en estado y felizmente casada con el vizconde d’Agoult, consejero del príncipe Polignac, consejero del rey Carlos X, residía en la magnífica residencia familiar en rue de Beaune. Desde una de sus terrazas, la vista de Pont Royal, Tullerías y el quai Malaquais. En aquel caluroso verano prefiere estar en uno de los jardines del palacio a la sombra de los viejos castaños. Nada serio parecía amenazar el segundo reinado después de la Restauración. El vizconde se había reunido con el príncipe Polignac, ministro de su majestad, quien le había asegurado la normalidad en todo París. Pero, como me decía con frecuencia el poeta Raúl Gustavo Aguirre, cuando no hay que preocuparse es cuando más hay que hacerlo. Poco después de las seguridades del ministro, las manifestaciones comenzaron por el este de la ciudad dando comienzos a la evolución que exalta Delacroix en su enorme tela. La manifestación popular había, en tan poco tiempo, terminado violentamente con la monarquía borbona para instaurar, en una de esas “paradojas francesas”, no una república, sino otra monarquía, la conocida Monarquía de Julio, con Luis Felipe de Orleans como nuevo monarca. La crónica que hace Marie d’Agoult de estos sucesos es apasionante: “Los primeros signos se produjeron ese 27 de julio que precedió a las tres gloriosas jornadas que pusieron fin a la restauración borbónica”. Entre otras cosas, comenta cómo, desde la terraza de su residencia, vio pasar, en un coche descapotable, a Luis Felipe que se dirigía a buscar la corona que le ofrecía el revolucionario pueblo de París.

Milán, viernes 22 de enero de 2021

De viernes en viernes

De nuevo es viernes, el número cuarenta y uno desde que he sido reducido al radical confinamiento. Si en una época el viernes era el esperado quinto día de la semana, ahora no deja de ser uno más, una entidad confusa, de la cual sólo sabemos que dura veinticuatro horas, y que se alterna entre el sol y la oscuridad. Ha perdido toda relación original con la dorada Venus o cualquier presencia sobrenatural. Todos los días son iguales, incluyendo los domingos que, para los presidiarios, son días de visita. Y en nuestro caso, el de mujeres y hombres de mi edad, es una circunstancia aún más injusta. No son tantos los viernes que nos restan, no tantos, en todo caso, como cuando teníamos treinta, y vivíamos en Nueva York, y todos los días visitábamos su Public Library, leyendo para escribir un libro sobre poesía norteamericana del siglo veinte. No obstante, aun en el más limitado encierro, otro viernes  es un milagro, un don de los inmortales. Se me ocurre que una copa del Nebbiolo de Nicola Chionetti (autor de la introducción a mis Exilios en la versión al italiano) y la visita de Constanza y Alessandro son más que suficientes razones para reiterar mi agradecimiento profundo a los dioses.

Pasando el tiempo

Hora del lobo

En la hora
del lobo,
el tiempo
se detiene;
una aguja
de terciopelo
que se queda
en las paredes.
No avanza
ni retrocede
en la noche
coagulada.
Sólo
se escucha
el silencio
con su
voz sorda
y demorada.
Si hubiese
un pájaro
que cantara
canciones
de la infancia
hasta la madrugada.
¿Dónde están
el cielo y la playa
en esta hora
congelada?
Apenas
un puente de plata
entre la vida
pasada
y el resto,
de lo cual
yo no sé nada.
En la hora
del lobo
mis manos buscan
la piel amada.


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