Diario literario

Diario literario 2020, septiembre (parte III): Franz Schmidt, Brubeck, Koolhas, el otro Machado, Quevedo y Velázquez, Night and day

19/09/2020

Franz Schimidt

Caracas, viernes 10 de septiembre de 2020

 Franz Schimidt: un maestro olvidado

La historia del arte y la literatura está llena de situaciones inesperadas. En los años setenta del XX, los lectores todavía insistían en sus preferencias, al menos en lengua alemana, por viejos autores reconocidos. Mucho Mann (Thomas, que no su notable hermano, Heinrich, conocido sobre todo por la adaptación memorable que von Stenberg había hecho de su Blaue Engel con la Dietrich); Hesse (no conocía yo a nadie que no se hubiese leído El lobo estepario); Zweig (solamente el biógrafo y como un “second fiedler); un poco Musil, en especial su Joven Törless, también objeto de una bella adaptación al cine; Alfred Döblin (sólo en traducciones al inglés); Herman Broch y sus Inocentes, puestos en castellano por Lumen; Kossak, y los más jóvenes Holthusen,  Grass (prulcramente en castellano gracias a los esfuerzos de Joaquin Mortiz); Böll; Uwe Johnson; Frisch; Dürrenmat (su teatro); Werfel, ya pasado de moda. De  Robert Walser se comenzaba a hablar, pero de Joseph Roth, poquísimo. No recuerdo una sola página suya en la inolvidable revista ECO, publicada por los alemanes de Bogotá. No obstante, por motivaciones desconocidas, comenzó a ser publicado en castellano a mediados de los setenta. Y un buen día, durante esos años, la prestigiosa Asociación de Editores de Alemania decidió incluir La marcha Radetzky, sorprendiendo a todos, entre las diez novelas más importantes publicadas en alemán a todo lo largo del siglo XX esplazando a unos cuantos monstruos sagrados. Y pocas decisiones más justas. En lo sucesivo, las editoriales más prestigiosas (Adelphi, Gallimard, Pre-textos, Siruela) se dedicaron a dar a conocer toda la luminosa y sombría narrativa de Roth (no Philip, por supuesto). Me resulta incomprensible cómo pude llegar a los treinta años sin haber leído ni uno solo de sus libros. Me había leído en inglés la voluminosa Alexanderplatz Berlin, de Döblin, y la remota y fascinante Enrique IV, de Heinrich Mann. ¿Cómo fue que nadie me habló de él en ninguna parte? Ahora, el gran Joseph  es insoslayable entre los verdaderamente grandes del novecientos.

En música, he comentado aquí los casos de los visionarios futuristas Luigi Russolo, Franco Pratella o Casavola; y de los expresionistas Schreker y Korngold, hoy casi olvidados después de ser reconocidos entre los más grandes desde Wagner. Ahora asisto al redescubrimiento del casi desconocido Franz Schmidt, en su momento altamente cotizado como intérprete (el mejor cellista según Mahler y, de acuerdo a Leopold Godowsky, uno de los dos pianistas más grandes de su tiempo), además de compositor (con Ravel y otros distinguidos autores fue contratado por Paul Wittgenstein para que escribiera música adaptada a sus limitaciones).  Parece llegado el momento para una reactualización y reconocimiento de su indiscutido genio. En su último boletín, Deutsche Gramophon, anuncia la salida al mercado de la grabación de sus cuatro sinfonías a cargo de Paavo Järvi. Sin oportunidad aún para dejar un comentario en estos diarios sobre ese trabajo, he disfrutado su música para cámara. En especial su armonioso, casi haydeniano, Quinteto para mano izquierda, clarinete y trío de cuerdas. Una música que me acerca por instantes a la armonía perdida, a la reconciliación con nuestra desfavorecida condición humana y sentir en el rostro la luz bendita de las regiones más transparentes del aire. No es que Schmidt haya sido por completo olvidado (Karajan, para el mismo sello, grabó parte de su ópera Notre Dame, cuyo “Intermezzo” es una de las piezas sinfónicas más conmovedoras del siglo XX, y que es lo único que  recuerdo haber escuchado del gran músico húngaro hasta ahora. Schmidt, de formación católica, nació en la Hungría del imperio de Francisco José en 1874 (un año después lo haría Rilke) en lo que es hoy Bratislava. Si brillante fue su carrera musical, llena de miserias fue su vida privada. Su primera esposa fue internada en el manicomio de Am Steinhof en 1919; la hija moriría prematuramente después de un alumbramiento, a lo que siguió el desmoronamiento de su salud mental. Sólo se recuperaría después de escribir su bella y melancólica Cuarta Sinfonía  (a ratos me recuerda a algún Mahler),  pensada como un “Réquiem para su hija”. Poco más tarde, reuniría inspiración y voluntad para componer su apocalíptico oratorio El libro de los siete sellos. Los dioses compensarían tantos dolores psíquicos en un cuerpo enfermo, en la figura de su joven estudiante Margarethe Jirasek, su segunda esposa hasta el final. Antes de morir, en el acontecido 1939, Schmidt fue contratado para escribir una Cantata con el mentido nombre de La resurrección alemana, un encargo que, sin que el pobre Schmidt lo supiera, se trataba de una manipulación más de los servicios de inteligencia nazi (casi lo único que funciona bien en los sistemas totalitarios, desde Lenin y Mussolini hasta sus secuaces antillanos). Después de la guerra, a seis años de su muerte, el contra-sectarismo de la posguerra descubrió que este compositor austríaco, de formación católica, había sido una prefiguración, no importa si consciente o no, de las más recalcitrantes convicciones nazis. Una infamia, porque casi todos sus amigos, incluyendo a Schönberg, eran judíos que fueron beneficiados por su generosidad; como lo reconocería Oskar Adler, director del cuarteto en el cual Schmidt hacía de cellista, quien huyó de Austria en 1938. En este momento, en estos días aciagos de distanciamiento, escucho, con admiración y empatía, su Cuarta Sinfonía, en la versión de Järvi; un prolongado élego donde el pathos del asunto es tratado con una divina elegancia y distancia estética. Menos comprometidos a nivel emocional, pero igual de brillantes, son las dos piezas que escribió para mano izquierda, el mencionado Quinteto y su “Toccata para piano solo”. Weilkommen, Herr Schmidt!

Dave Brubeck (izq.) y Paul Desmond (der.). Fotografía de
Carl Van Vechten | Wikimedia

Caracas, sábado 11 de septiembre de 2020

Take five

Para compensar la frustración de no poder salir a la calle, al mercado o a donde sea, los sábados en la mañana, Radio Classique ofrece, a tempranas horas, un programa  musical de jazz que lo reconcilia a uno con la claridad del día. En este instante, transmiten “Take Five”, la clásica pieza de Dave Brubeck con Paul Desmond en el tenor y, creo recordar, Joe Morello en la percusión. Fue una ocasión de las más memorables cuando, en 1965, en el Teatro Nacional de Caracas, pude asistir a un recital del legendario Cuarteto de Dave Brubeck. Escuchar en vivo “Take Five”, no quisiera exagerar, fue, para mí, a mis diecisiete, una experiencia epifánica. Tantas veces la había escuchado en el vinilo de Columbia de mi hermana Alicia (fue por ella que vine en autobús desde Valencia, para regresar en el último que regresaba esa misma noche a las 11 p.m.), que la ocasión de  tener a los músicos a pocos metros de distancia es “the matter of what dreams are made of”; un sueño, si los sueños fueran tan hermosos. En el momento que interpretaron “Take Five”, aún recuerdo mi alarma cuando, después de ejecutar la primera sección de la asincopada partitura, Paul Desmond, cual monje cartujo de la Edad Media, desapareció (seguramente a orar, decía yo, como un Santo Tomás cualquiera) detrás del escenario. ¿A dónde va  Desmond?, pensé. ¿Se olvidó de la parte crucial, que son las improvisaciones? Por fortuna, justo cuando le tocaba, ni un segundo antes, allí estaba en medio del viejo escenario, produciendo aquella lluvia de notas de oro que salían de su bendecido saxo.

Rem Koolhaas. Fotografía de Strelka Institute for Media, Architecture and Design | Wikimedia

Caracas, domingo 13 de septiembre de 2020

Rem Koolhas

Antología de Koolhas, maestro de la querida Zaha Hadid, en un breve documental patrocinado por BMW. He podido vivir de manera reiterada la experiencia de su radical y deconstructivista arquitectura en la espacios de la Fundación Prada de Milán. Fue inaugurada antes de que el proyecto estuviese realizado en su totalidad y he podido ver cómo los fragmentos de esta arquitectura fragmentaria se iban integrando, como si los edificios ya terminados estuviesen esperando la llegada de los otros para sentirse tranquilos. La famosa Torre Dorada, una edificación de cuatro niveles que, como casi todo lo demás, había formado parte de una destilería en tiempos de la industrialización, sólo se sintió a sus anchas con la inauguración de la imponente Torre Blanca hace un par de años, con la cual, hasta dónde sé, se concluía el diseño original. De este modo, se integraban el pasado mítico de la Milán de la revolución industrial, con un Milán igualmente confiado que, desde los panorámicos ventanales, mira hacia las alturas alpinas de un futuro incierto pero apasionante. La idea de Koolhaas en Milán, como todo lo suyo, exige el regreso, una segunda y tercera visita, para sentir las ideas que lo justifican. Un cuestionamiento al principio unitario inventado por Bruneleschi y, en su lugar, la propuesta paradójica de unidad en la fragmentación. Algo de la inquietante estética culinaria de Ferrán Adriá he sentido más de una vez en este conjunto. Tal vez no sea casual que la Fundación Prada haya abierto, en lo alto de la Torre Blanca, un restaurante de cocina ultra modernista. Los edificios del proyecto Fundación Prada están dispersos en un área gigantesca. La sala de cine, las dos o tres salas de exposición, las dos torres con sus muestras permanentes, la librería, el grato café diseñado por Wes Anderson, todos fragmentos  que se van integrando, como atraídos por un imán en un centro virtual que se encuentra alrededor de la boletería, desde donde el visitante comienza su recorrido. A diferencia de la Tate Modern, del igualmente inquietante Jacques Herzog, donde todo se reúne en el mismo edificio, en la Fundación Prada estamos ante una estupenda expresión de una post-post-moderna poética arquitectónica.

Manuel Machado

Caracas, lunes 14 de septiembre de 2020

El otro Machado

FELIPE IV

Nadie más cortesano ni pulido
que nuestro rey Felipe, que Dios guarde,
siempre de negro hasta los pies vestido.

Es pálida su tez como la tarde,
cansado el oro de su pelo undoso,
y de sus ojos, el azul, cobarde.

Sobre su augusto pecho generoso,
ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.

Y, en vez de cetro real, sostiene apenas
con desmayo galán un guante de ante
la blanca mano de azuladas venas.

Este poema impecable, envidiable sería lo justo, es de Manuel Machado, uno de los hermanos menores de Antonio. Un solo error, sin embargo, en la lograda écfrasis. El poeta confunde dos pinturas de Velázquez, el motivo del texto. Felipe IV, en esa tela de 1626-28, sostiene, con “la blanca mano de azuladas venas” un pedazo de papel, no la prenda que le atribuye Machado en su paranomasia, “guante de ante”. El del guante es el hermano menor del monarca, el infante Don Carlos, también inmortalizado por el maestro sevillano. Como quiera que sea, pocas descripciones más precisas de la personalidad de aquel penúltimo Habsburgo, centro de una corte tan aburrida que, como decía el mal hablado Lope, “hasta las figuras en los tapices bostezaban”. Don Carlos, un producto enfermizo de doscientos años de incestos de la dinastía reinante, murió a los 24 años. Otro poeta, el más grande quizá de su lengua, quiso inmortalizarlo con un “Túmulo”; mucho me temo que no tuvo la suerte de Velázquez.

Del Parnaso español:

Entre las coronadas sombras mías
que guardas, ¡oh glorioso monumento!
bien merecen lugar, bien ornamento,
las llamas antes, ya cenizas frías.

Guarda, ¡oh, sus breves malogrados días
en religioso y alto sentimiento;
ya que en polvo atesora el escarmiento,
su gloria a las supremas monarquías.

No pase huésped por aquí que ignore
el duro caso, y que en las piedras duras,
con los ojos que el título leyere,

a don Carlos no aclames y no le llore,
si no fuere más duro que ellas duras,
cuando lo que ellas sienten no sientiere.

No recuerdo que le haya ido muy bien al poeta con el hermano de don Carlos, el todopoderoso Felipe IV, cuyo valido, el conde-duque de Olivares, entre sus primeras acciones estuvo la de encarcelar al primer ministro del muerto Felipe III y amigo de Quevedo, el descuidado duque de Lerma. Para colaborar con sus muchos infortunios, el gran poeta escribió su implacable “Epístola satírica y censoria al Conde-Duque de Olivares”, donde entre otras lindezas, le dice al poderoso Olivares (protector de Velázquez. por lo demás):

No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, o ya la frente,
silencio avises, o amenaces miedo.

¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿siempre se ha de sentir lo que se dice?
nunca se ha de decir lo que se siente?

De castigo, pero seguramente salvó al poeta su condición hidalga y de ser caballero de la Orden de Santiago. No obstante, desde su exilio (de la corte, que era como decir de España) en la heredad familiar que lo hacía Señor de la villa de la Torre de Juan Abad, no dejó Quevedo de dejar testimonio del deterioro terminal de la corona española en la sienes reblandecidas de “nuestro rey Felipe, que dios guarde”. Más acertado que en política pudo haberlo sido Quevedo en la crítica de arte. Es lo que demuestra en algunos versos de su conocida silva “Al pincel” donde “lee” a su amigo, el autor de las Meninas con una penetración admirable y actual, como pocas:

Y por ti el gran Velázquez ha podido,
diestro cuanto ingenioso,
ansí animar lo hermoso,
ansí dar a lo mórbido sentido
con las manchas distantes,
que son verdad en él, no semejantes,
si los efectos pinta
y de la tabla leve,
huye bulto la tinta, desmentido
de la mano el relieve
y si en copia aparente
retrata algún semblante, y ya viviente
no le puede dejar lo colorido
que tanto quedó parecido
que se niega pintado y al reflejo
se atribuye que imita en el espejo.

Nobleza obliga y con estos ajustados elogios (esas “manchas distantes” que prefiguraban el impresionismo, o su implacable realismo: “que tanto quedó parecido, que se niega pintado…”), Quevedo correspondía al estupendo retrato que, hacia 1639, le había hecho el sevillano. La más clara exploración psicológica que nos ha llegado del genio tortuoso del gran vate.

Caracas, miércoles 16 de septiembre de 2020

Night and Day

Del libro en preparación Pasando el tiempo:

NIGHT AND DAY

El tiempo
de noche
y el tiempo
de día
no son el mismo
ni se guardan
en compañía.
Como el búho
de Minerva,
el tiempo de noche
ama la niebla.
Vuela
en lo oscuro
mientras
dormimos,
lejos del cielo
y cerca
del abismo.
Las horas
nocturnas
no se mueven,
se fugan
en el aire leve.
El tiempo
de noche,
con su destello,
pareciera
de lo eterno
un reflejo.

El tiempo
de día
solo llega
si encuentra
al hombre
con los ojos
abiertos.
Nada pregunta
y nada responde,
apenas se va
sin decir dónde.
No es circular
ni redondo,
y a caballo
cruza el cielo
que lo esconde.
Un caballo
sordo y ciego
que no paran
el sol o el viento.
Al oeste cabalga
a comer
hierba espesa,
cabalga, cabalga,
y ya no regresa.
Esa es
nuestra vida,
cuando llega,
después de la noche
el tiempo de día.

 


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