Diario literario

Diario literario 2020, septiembre (parte I): Chahine, Robert Wise, Gide Madrileño, Charles Wright

05/09/2020

Fotograma de Alejandría otra vez y para siempre (1989)

Caracas, sábado 29 de agosto de 2020

Alejandría siempre

Yousssef Chahine (1926-2008), José Chagín para el público en español, fue uno de los más respetados maestros del cine egipcio. La escasa difusión de su trabajo no es ajena a sus opiniones políticas, las cuales incluyen críticas a los gobiernos de su país y a la sectaria hegemonía sionista de la producción hollywoodense. No me ha correspondido el privilegio de conocer su dilatada filmografía, más de cuarenta cintas, alguna de ellas reconocida en el Festival de Berlín. En otro festival, el de Cannes, el jurado, presidido por Isabelle Adjani, le otorgó el premio especial por su trayectoria. Ayer, gracias a un artículo de Richard Brody, el crítico de cine de The New Yorker, logré ver Alejandría otra vez y para siempre, tercera entrega de una trilogía que tiene como centro la mítica urbe. No conozco las otras dos, pero la que me ha tocado es despiadadamente autobiográfica. Chahine no sólo la escribió y dirigió, sino que la protagonizó, lo cual ya había hecho en la película premiada en Berlín. La historia es la de una crisis espiritual no necesariamente diferente a la de Fellini de acuerdo a 8 ½. El realizador egipcio es un enamorado de Shakespeare, quien ve en peligro su iniciativa de filmar Hamlet ante la deserción de su primer actor con quien mantiene la más ambigua de las relaciones. El fracaso del proyecto lo lleva a una versión alegórica de la vida de Alejandro Magno contrariada por una huelga de cineastas en la cual participa. La cinta se presenta como un gran mosaico de escenas y secuencias, con un orden que no por incomprensible deja de ser fascinante. Una obra maestra es como la define el escritor de The New Yorker, más familiarizado que yo, lo cual no es difícil, con el genio de Chahine.

Caracas, domingo 30 de agosto de 2020

Constanza y Alessandro en Capri en los últimos días de vacaciones de este 2020. Han pasado así, desde que comenzó la cuarentena, la primavera y el verano para los que viven en el norte del planeta. La mitad del año, en otras palabras, de los pocos años que le son concedidos a estas efímeras criaturas que somos. Para nosotros en el trópico, en el medio de los dos hemisferios, no ha pasado nada, salvo el tiempo, imperceptible ante una naturaleza en la que llueve o no llueve y nadie sabe cuándo comienzan y terminan las precipitaciones. Aquí los días no pasan, se van sin parar un punto. De este acontecido año, que comenzó con tantos días, trescientos sesenta y cinco para ser exactos, sólo quedan ciento veintidós que, mañana, y sin que nos demos cuenta, serán ciento veintiuno. El ingenio popular explica el vértigo de estos meses finales con la irrefutable aserción de que estos días “van en bajada”.

Fotograma de Nacido para matar (1947)

El cinema noir de Robert Wise

Robert Wise (West Side Story, La novicia rebelde) pertenece a una generación de directores de cine norteamericanos que hicieron su oficio siguiendo de cerca las enseñanzas de los ingenios llegados a Estados Unidos cortesía de Adolf Hitler. Artistas como Otto Preminger, Robert Siodmak, Fred Zinneman, Fritz Lang o Jean Renoir y René Clair. Wise inició sus años de aprendizaje con trabajos menores en RKO hasta llegar a dominar el arte del montaje. Y lo hizo de tal manera que fue llamado por Orson Welles para que se encargara del montaje de Citizen Kane. Reconociendo su talento, Welles lo incluiría asimismo en el equipo de la frustrada Magnificent Ambersons. Con semejante experiencia, Wise iniciaría su larga carrera como director, que incluye tres muestras notables del Cinema Noir: Born to Kill (Nacido para matar, 1947), Blood on the Moon (Luna de sangre, 1948) y Odds Against Tomorrow (Apuesta contra el mañana, 1959). En su Cine para una Cuarentena, el Luxor Cine-Club le ha rendido un pequeño homenaje, “Joyas escondidas del Cinema Noir”, programando dos de estas producciones. Born to Kill es una típica película de bajo presupuesto (Wise fue un maestro en la administración de sus recursos, pocos o muchos) que cuenta una de las historias más sórdidas del cine negro. Un asesino compulsivo (Lawrence Tierney con su implacable cara de piedra) se encuentra por azar con una cínica profesional (la bellísima Claire Trevor), una femme fatale que hace aparecer a Barbara Stanwyck como Blanca Nieves, y el resultado será una mezcla de codicia, deseo, traiciones y muerte. Elisha Cook, por su parte, repetirá el papel que lo hizo famoso en El halcón maltés. La historia es contada por Wise con claridad meridiana, y la dirección actoral lleva el sello de Welles.

Fotograma de Odds Against Tomorrow (1959)

Odds Against Tomorrow es una muestra del genio de este director que será más conocido por West Side Story (1961), La novicia rebelde (1965), Sand Peebles (1966), La amenaza de Andrómeda (1971) o Viaje a las estrellas (1979). Terminada dos años antes de la multilaureada West Side Story, Odds Against Tomorrow es una muestra de la alta calidad a la cual llega el Cinema Noir en el lente de un gran director. Un ejemplo de impecable narrativa cinematográfica, hecha despacito y con buena letra, cuenta la historia de dos hombres (Belafonte y Ryan) signados por la tragedia, aquellas criaturas que, no importa la decisión que tomen, al final el resultado será el mismo. Es también una expresión de las preocupaciones intelectuales y sociológicas de Wise. Conceder el protagonismo a un actor de color en aquellos años era una osada rareza. El encargado es el talentoso y multifacético Harry Belafonte. De hecho, uno de los tantos momentos memorables del film es la aparición de Belafonte como cantante e intérprete del vibráfono. El triángulo trágico lo cierra la siempre eficaz y memorable Shelley Winter, en el rol de una fugaz Penélope que nunca verá el regreso de su héroe. La escritura sin concesiones de Wise, sin un “adjetivo que no sea revelador”, se apoya en la fotografía neoexpresionista (angular, de campos profundos y contrastes de luces y sombras) tan querida por Orson, su amigo y maestro. La narración tiene la economía del mejor Hemingway o Steinbeck. Un realismo típicamente estadounidense que no hace concesiones a la fantasía o el desvarío pseudolírico. Odds… es una verdadera joya escondida de la historia del cine y no sólo del Cinema Noir.

La tercera producción que completó el ciclo del Luxor Cine-Club es The Man Who Cheated Himself (1950), dirigida por Felix Feist, egresado en la Universidad de Columbia, una verdadera excepción en aquellos años, y conocido también por la fantástica El cerebro de Donovan, con un guión de Kurt Siodmak. La historia de The Man… es lineal y simple pero marcada por la ironía intelectual de Feist que transforma la anécdota en asunto trágico. Uno de los pocos casos en los que la esposa es la que da muerte a su marido. Para encubrir el crimen, Jane Wyatt, en una de las apariciones más inquietantes de estas exquisitas y peligrosas femmes fatales, contará con la ayuda de su amante. En este caso, el veterano teniente Ed Cullen, quien, con torpeza de principiante, tratará de disimular el dudoso accidente. Al final, con dolorosa ironía, Wise y su guionista encargan de aclarar la situación a no otro que el mismo hermano de Cullen, un joven detective. Antes de presentarse ante el juez para conocer su sentencia, Ed responderá a la pregunta de su joven hermano con una frase irrefutable, I got there under my skin (“Se me metió bajo la piel”). Para el papel del malhadado gendarme, Feist, siempre intelectual, escogió a Lee J. Cobb, quien venía de estrenar en Broadway La muerte de un viajante. El actor ideal para el papel de Willy Loman, en palabras del mismo Arthur Miller. Algo que nadie se atrevería a cuestionar, no, por lo menos, hasta la interpretación de Brian Dennehy quien, a finales del XX, redefinió el rol de una manera memorable para los que pudimos verlo calzando los zapatos del pobre Loman en Broadway. Tres verdaderas joyas escondidas para los amantes del cine.

Caracas, lunes 31 de agosto de 2020

Un día más

Los totalitarios caríbicos, que de tanto reaccionarios ya son posmodernos, deben su matusalénica existencia, sesenta años en la isla antillana y veinte en Venezuela, a una táctica signada por la más impecable racionalidad, algo que en ocasiones parecen desconocer, u olvidar las fuerzas, que se le oponen. Y es lo que llamo la táctica de “un día más”. No dos o tres, que es la conocida variante “dilatoria” donde no se precisa, sin embargo, el alcance de la dilación. La táctica del “un día más” ha sido desarrollada de manera que provoca llamar admirable si no fuera por lo nefasta. Durante las últimas dos décadas, la administración de la revolución venezolana, en medio de crisis inimaginadas e inimaginables, ha sobrevivido, como un amante desesperado, gracias a la modestia de sus aspiraciones: un día más. Y así, hasta el día de hoy, cuando en medio de una pavorosa pandemia, el gobierno, como se esperaba, ha aprovechado para extremar la represión y prolongar el imperio de la tiranía. Un día más, después se verá.

Caracas, martes 1 de septiembre de 2020

Charles Wright

Wright, nacido en 1935 en el lejano Tennessee, la misma provincia de Elvis Presley (su libro de poesía más difundido no de balde se llama Country Music, 1983), debe ser uno de los poetas más leídos de su generación. Su larga residencia en Italia (graduado en la Universidad de Padua) le permitió acometer con éxito la difícil tarea de poner en buen inglés al difícil Eugenio Montale, lo que le valió el Premio del PEN Club a la mejor traducción. Toda su lírica está signada por la movilidad estilística. Su dicción cambia de un libro a otro desconcertando a la crítica distraída. Su musicalidad, que es lo que importa, no cambia. Ni su elocuencia. Sus versos fluyen sin metros ni medidas en un tono casi siempre alegórico y alusivo. Recientemente, la revista Poesía, de la Universidad de Carabobo, publicó la versión digitalizada de Buffalo Yoga con las ajustadas traducciones de Daniel Oliveros, quien en la introducción nos advierte: “Decir que la poesía de Ch. W. es sencilla sería esgrimir un arma de doble filo, bien amolada por ambos lados. En Buffalo Yoga encontramos una complejidad verbal y referencial que pone de manifiesto la maduración del poeta y su destreza, lo que se acompaña con su tratamiento contemplativo y particular del paisaje norteamericano”.

Aquello que dejamos sin decir es como el granizo
de la tormenta de anoche.
Todavía compacto y blanco
bajo sombras del sol del monte,
aún no alcanzado por el sol.
Como palabras sin pronunciar
desaparecen
uno por uno bajo la luz
cristalina y de oro
y luego absolutamente nada.
Como todo lo demás
que no fue hecho o escogido.
Como todo lo que es líquido
y pasado por alto,
aquello que no ofrecemos,
aquello que no tomamos.

***

En la alta casa del olvido hay muchas ventanas.
A través de una de ellas, se filtra una luz
como la que ahora
se desliza sobre el prado,
derramada y perpetua.
Uno la conoce de los viejos marcos
de celuloide, algunos expuestos,
que arden como leña, una luz dura
que no ilumina, pero que delimita
y sugiere una silueta.
Detrás de sus cristales cae la nieve,
una nieve que define, color de fuego.
En las otras ventanas ninguna luz brilla,
ni las aguas susurran ni el viento.

Caracas, miércoles 2 de septiembre de 2020

Exilio de libros de Gide

En el duermevela he llegado a una decisión definitiva. Hace unos días escribí que, de los miles de libros que se han acumulado en mi caótica biblioteca, en caso de emergencia, me conformaría con una cincuentena de ellos. Hoy, mientras escuchaba el saludo temprano (5:30 a.m.) del pajarito de mi calle, concluí que con una decena de volúmenes era suficiente. A saber: 1) Homero (épica e himnos); 2) Tragedias griegas completas (edición Loeb); 3) Virgilio completo; 4) Ovidio (todo); 5) Boccaccio (Metamorfosis y Genealogía); 6) Shakespeare (dramas y sonetos); 7) Goethe (casi todo, incluyendo su Teoría de la luz); 8) Racine (completo, teatro y prosa); 9) Cervantes (menos la poesía); 10) Machado (edición Losada poesía y prosa). En el exilio de libros en el que me encuentro, lo que más echo de menos es mi Machado (aquí en Caracas tengo a Homero, Esquilo y Shakespeare), que es el que Losada publicó a mediados de los sesenta del XX con espléndida cubierta de piel roja y letras doradas, con una estupenda selección de prosas que incluía cantidad de ensayos, artículos (entre ellos uno memorable sobre Heidegger), cartas (algunas estalinistas) y, por supuesto, todo Juan de Mairena. No fueron muchas estas ediciones especiales en papel biblia que la venerable editorial argentina dedicó a autores notables. Tuve las de Miguel Hernández, que regalé a un querido amigo aprendiz de torero; la de Machado y la del Diario completo de André Gide, un imponente volumen de más de seiscientas páginas. A propósito, digitalizada, recibí en días atrás, enviada por otro amigo, una nueva edición del Diario de Gide a cargo de una Laura Freixas. En su prólogo, en uno de esos despliegues de pedantería que tanto criticaba Cervantes a sus compatriotas, la traductora concede que existe por ahí una edición anterior: “Según nuestras noticias hubo una edición argentina: una selección –cuya extensión ignoramos- publicada por Losada; no sabemos tampoco en qué año ni de qué traductor, pues no figura en los ficheros de la Biblioteca Nacional”. La Biblioteca Nacional española dista mucho, con cuarenta años de franquismo a sus espaldas, de ser una de las grandes y confiables del mundo occidental. La ausencia en su catálogo de la edición de Losada es poco menos que patética. Confiada plácidamente en sus dudosos conocimientos, la traductora española ignora que lo publicado por la casa argentina no fue una simple “selección”. Se trató, nada menos, que del Journal íntegro en la edición de la Pléiade preparada por el mismo Gide, la única versión oficial en ese momento. La traductora, la estupenda Aurora Bernárdez, esposa durante muchos años y correctora de Julio Cortázar, realizó una labor admirable, al poner en un impecable español de América la estilizada prosa del francés. También parece desconocer la acuciosa traductora de lo que llama la primera versión “propiamente española” (“publicada en España en lengua castellana”) es que la ausencia del Diario en el catálogo del cual se fía, ya que la obra de Gide estuvo prohibida en España por la censura durante el medio siglo franquista, como la D.H. Lawrence, Joyce y tantos más que pudieron ser conocidos en América Hispana gracias a los sostenidos proyectos de las editoriales argentinas y mexicanas. Difícil de creer, pero el decisivo Ulises de Joyce sólo será leído, en España, en el castellano de la traductora, a comienzos de los setenta; cuando  lo traduzca José María Valverde, veinte años después de que la editorial Santiago Rueda lo publicara en Argentina. No he leído la nueva versión “española” del Diario de Gide. Sin embargo, tanta ignorancia y sectarismo no promete nada bueno.


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