Diario literario

Diario literario 2020, julio (parte IV): Voltaire y Goya en Castres

01/08/2020

Castres. Fotografía de Taz Wake | Flickr

Caracas, sábado 25 de julio de 2020

Castres (1)

En 1760, la ciudad occitana de Castres, que poco antes de esta fecha había sido centro del difundido culto protestante en la región, volvió a darse a conocer por tristes circunstancias. Hablo del juicio a Pierre Paul Sevin y su esposa. Ambos hugonotes y acusados, falsamente, de haber asesinado a su hijo por motivos religiosos. La debilidad de la acusación y las claras motivaciones proselitistas del juicio llamaron la atención de la opinión francesa. Uno de los escandalizados fue Voltaire, cuya intervención pública a favor de Sevin fue determinante para que la condena a muerte de la pareja fuera revocada. Su intervención en Castres había estado precedida por una manifestación más sonada y de repercusiones más difundidas en la cercana ciudad de Toulouse poco antes del asunto Sevin.

Roma città aperta

De acuerdo a la programación del Luxor Cine-Club, hoy de nuevo frente a una de las mejores producciones del neorrealismo italiano y del cine universal. Roma città aperta fue rodada en aquel 1945 que señaló el fin de la Segunda Guerra. Sobre las ruinas de dos de las grandes ciudades protagonistas, Roma y Berlín, Rossellini filmó un par de sus mejores obras. A la segunda, en 1948, dedicó la impecable y dolorosa Alemania, año cero. Trágica también sería la dedicada a Roma con la muerte de varios de sus personajes; no obstante, el sobreviviente protagonista y su hijastro aseguran el futuro de la ciudad. Roma città aperta es a Anna Magnani lo que Ingrid Bergman es a Casablanca: su luz y alma. Lo fue la Magnani no sólo de la Roma de Rossellini, sino de la Ciudad Eterna durante toda su vida. Lo sabía mejor que nadie Fellini, quien, de manera furtiva, en su propia Roma de 1972, la sigue por una de las calles de la Urbe para que hiciera su última y fugaz aparición en la gran pantalla. Roma città aperta es un manual, como Terra trema de Visconti, de los fundamentos de la poética neorrealista. Filmada fuera de los estudios, nada difícil porque Cinecità había sido destruida por los bombardeos aliados, con bajo presupuesto y actores no siempre profesionales, cuyas historias son los que protagonizan las clases marginales. El neorrealismo es un cine de “dolor y llanto”, como la vida misma de las clases marginadas, desde Ladrón de bicicletas hasta Rocco y sus hermanos. Un cine de una dilatada influencia y que no hacía sino hacer nuevos y prolongar el poderoso realismo de John Ford (La ruta del tabaco, Viñas de la ira) y el más “poético” de Jean Renoir (Las reglas del juego, La gran Ilusión, El río).

Caracas, domingo 26 de julio de 2020

Castres (2)

No era la primera vez que Voltaire tenía que enfrentar una infamia como la de Castres con el affaire Sevin. Sobre un caso similar, ocurrido apenas a 79 kilómetros, en Toulouse, se había manifestado con la beligerancia y el ingenio que le conocemos. El resultado de esta intervención es el conocido Tratado sobre la tolerancia: “El asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la espada de la justicia el 9 de marzo de 1762, es uno de los acontecimientos más singulares que mueven la atención de nuestra época y de la posteridad”. Con estas líneas comienza su reflexión sobre la tolerancia, lectura obligatoria para todo los que han sido víctimas del sectarismo. El Calas al que se refiere es Jean Calas, comerciante tolosano acusado falsamente del asesinato de uno de sus hijos ante el terror de que abandonara el culto hugonote para convertirse al catolicismo. La mayoría católica de la ciudad hizo del joven asesinado un mártir y al pobre Calas lo condenó a la muerte más atroz. Al enterarse de los sucesos en su exilio ginebrino, Voltaire exaltó la conducta de los jueces en el proceso, de lo cual se arrepentiría más tarde al enterarse, por uno de los hijos de Calas, de la verdad de lo ocurrido. En lo sucesivo, el autor de Zadig se convertiría en el más airado defensor de Calas. La primera sección de Sobre la tolerancia es una minuciosa relación de los hechos, para continuar con una de esas muestras de erudición enciclopédica que le conocemos donde nos enteramos de la actitud de los griegos ante el asunto, la de los romanos, chinos y así. La página final la dedica al reconocimiento oficial de la inocencia de Calas y su familia. Demasiado tarde para Jean que había sido ejecutado de inmediato. Escribe “Le Philosophe”: “¡Ojalá este ejemplo pueda servir para inspirar a los hombres la tolerancia, sin la que el fanatismo desolaría la tierra o, por lo menos, la entristecería para siempre. Tales casos son raros pero suceden, y son el efecto de esa sombría superstición que inclina a las almas débiles a imputar crímenes a todo el que no piensa como ellos”. Sobre la tolerancia, escrito todavía con el olor a pólvora y sangre coagulada de las guerras religiosas, es de una actualidad inquietante. La intolerancia aguda ha marcado las dos décadas que llevamos de siglo, como si el período más largo sin guerras mundiales que ha disfrutado la humanidad sólo hubiese servido para estimular el sectarismo individual y colectivo a nivel planetario. Una realidad nefanda que vivimos desde hace dos décadas en Venezuela. La intolerancia, es cierto, forma parte de nuestro genoma. Si no estamos preparados para condenarla en nosotros cuando llegue la ocasión, estaremos incurriendo en la misma violación de las mínimas reglas de convivencia de la cual somos víctimas. Padecer durante tantos años la intolerancia no nos garantiza que no incurramos en ella apenas podamos. La crítica a la intolerancia debe partir del reconocimiento de nuestra propensión a asumir una conducta similar. El tratado de Voltaire es un buen punto para comenzar la reflexión sobre esta irrefutable certeza.

La pequeña y acogedora ciudad de Castres es mejor conocida por otras razones. Para los gastrónomos, lo fue por uno de los mejores chefs de la región que oficiaba desde los fogones de “La mandrágora”, con su cava repleta de vinos del conde Lafon. Para los estudiosos de la pintura española es una parada obligatoria. No se debería hablar en público, ni en privado, de la pintura de Goya si no se ha llegado hasta Castres para visitar el Museo Goya de la ciudad. Una breve pero exquisita colección de grandes maestros que incluye a Pacheco, Velázquez, Ribera, Zurbarán Murillo, Zuloaga y, claro, Goya. Del maestro de Fuendetodos se ofrece la colección completa de “Los desastres de la guerra”. La escalofriante serie de grabados, con las obras de la colección, valen el desvío, como dice la guía turística. Sin embargo, lo que la convierte en una incursión ciertamente obligatoria es que el museo, por aleatoria razones, guarda una de las mejores pinturas de Goya, la más grande de sus telas, por añadidura. Se trata de “La junta de Filipinas”, una pintura alucinante, pesadillesca, donde el “soberano de la infamia”, como me gusta llamarlo, el resentido Fernando VII aparece presidiendo una reunión de la famosa por inepta compañía que administraba los intereses hispanos en Filipinas. Sólo por casualidad es en la tranquila Castres donde se exhibe una de las mejores expresiones de la infamia de la pintura universal.

La junta de FIlipinas. Francisco de Goya. 1815

Caracas, lunes 27 de julio de 2020

Fernando VII en Castres

No conozco ninguna presentación de la psicología del tirano más reveladora que la que logró Goya en su retrato de Fernando VII en “La junta de Filipinas”. Una pintura que tal vez no sea del todo peregrino relacionarla con “Las meninas”. Ambas toman por tema el poder y su fisiología. Velázquez conocía bien a su soberano, el distraído Felipe IV. Y Goya conocía el suyo “desde chiquito”. Ya lo había presentado de cuerpo entero en su también velazquiano “Retrato de la familia de Carlos IV”. A pesar de un breve período de tempranas simpatías entre el futuro monarca y el artista, lejos estuvieron de mantener una relación cordial y dilatada como la del sevillano y el Habsburgo. Felipe IV, entre sus innumerables defectos, nunca fue un hombre resentido ni se le conocen mayores odios públicos o privados. Fernando VII fue lo contrario, cargado de resentimientos y con mala memoria para las buenas promesas y una capacidad elefantiásica para albergar rencores. Es probable que nunca le hubiese perdonado a Goya sus simpatías, más de conveniencia que otra cosa, por el valido Godoy, el arribista amante de su madre, la reina María Luisa. El de Fernando es un caso psicológico no desprovisto de interés. Como un pequeño Hamlet hispano, al no poder eliminar al rival del amor por su madre, se desahogó con un odio irreversible hacia la humanidad. En primer lugar, la minoría culta de su país e incluyendo, por supuesto, al artista que había inmortalizado al advenedizo Godoy ostentando todos sus “haberes de lanza”, y confirmándole al observador que ese bastón de mando que exhibe entre las piernas había sido el instrumento de su irresistible ascenso a las altas esferas de la monarquía. “La Junta” fue terminado en 1815, un año después del regreso a España del “deseado”. La apariencia despreciable con el que lo representa Goya no puede haber sido del agrado del monarca; quien se debe haber sentido como el Inocencio X de Velázquez, molesto, porque el retrato que le había hecho se parecía demasiado a él. Nueve años después, Goya, con sus 79 años a cuestas, prefirió morir en el exilio que vivir bajo la amenaza y zozobra en su degradada España.

En “La Junta de Filipinas”, Goya presenta al resentido monarca en el centro justo de la enorme composición de tres metros por cuatro. Su detestada figura es la única iluminada por la ancha luz que entra por la derecha provocando una enrarecida oscuridad que reduce al grupo de asistentes al acto. Un conjunto con 51 indolentes, miembros de la más inútil de las compañías de la inepta burocracia imperial. Fernando VII es un resumen de los vicios del Mal Gobierno reforzado por el despotismo y el deseo de venganza. Al final de su reinado, podía mostrarse orgulloso de haber “deconstruido” la brillante herencia liberal de su abuelo Carlos III. En lo sucesivo y durante más de un siglo, España será un reflejo de su oscurantismo reaccionario, su mal disimulada violencia, su intolerancia a la democracia y su entrega a la influencia de la más bochornosa de las iglesias. El mismo espíritu que animó al mejor de sus herederos, el amanerado Generalísimo Franco; de odios y resentimientos igualmente cargado, pero con mayor cinismo para disimularlo. Goya, siempre buen psicólogo, y no descaminado sociólogo, nos dejó en su “La junta de Filipinas”, que guarda la acontecida ciudad de Castres, el mejor retrato que se ha hecho en Occidente del abuso del poder. El retrato de Fernando es universal, su rostro es el del gobernante que, por razones inconfesadas y disimuladas en lo profundo de su retorcida psique, somete a sus gobernados a los rigores insoportables de la tiranía.

Lira anónima

Arrojado por las olas
a esta isla sin dioses o ser humano,
busco la luz de la rosa
y el espejo de la mano,
para volver ahora que he llegado.

Teatro antiguo de Epidauro. Fotografía de Carole Raddato | Wikimedia

Caracas, martes 28 de julio de 2020

Salamina

A 2500 años de la Batalla de Salamina, en la cual los griegos derrotaron a los persas de una manera más definitiva que la que ha experimentado por su padre, el gran Darío. La flota de Jerjes, más de mil naves con un ejército tan numeroso que al saciar la sed en una fuente la secaba, según el confiable Heródoto. Para conmemorar la ocasión memorable, el Teatro griego de Epidauro programó la más oportuna de las obras: Los persas, de Esquilo. Cuando se presentó en 572 a.C., la memoria de los hechos todavía estaba viva en el inconsciente colectivo ateniense. La única de las tragedias que tiene como asunto una de las páginas de la historia ática. Para recordar al mundo occidental la trascendencia del acontecimiento (de haber triunfado Jerjes estaríamos hoy hablando persa), la organización del Epidauro ha transmitido en vivo el montaje del drama en uno de los escenarios originales. Una magnífica ocasión para comprobar los dos atributos esenciales de la tragedia griega: a) la relevancia del coro y b) la naturaleza religiosa del espectáculo. Lo primero, logrado de una manera espléndida por la dirección, se expresa a través de la conspicua presencia de la parte coral, activa a través de la poesía, el canto, la danza y la música. La coreografía en la tragedia clásica es por lo menos tan importante como la poesía que recitan los actores. Al fin y al cabo, en su origen la tragedia era puro coro. La religiosidad de esta alta manifestación del genio ateniense está presente por todas partes en Esquilo. Aquí, a través de la invocación al mundo de los muertos que hace la reina viuda de Darío, acompañada por la ruidosa presencia de los nueve integrantes de la sección coral en un despliegue memorable de frenesí báquico:

REINA: He llegado hasta aquí trayéndole al padre de mi hijo las ofrendas que aplacan a los muertos: la dulce leche de blanca vaca sin señal de yugo; miel de flores rociada con agua de una fuente virgen; la alegría que nos da la vida; el fruto oloroso de la verde oliva; y flores trenzadas nacidas de la tierra que todos los frutos produce. Amigos míos, con estas ofrendas a los muertos entonad himnos y llamen para que venga aquí arriba el divino Darío, que yo enviaré estas ofrendas que bebe la tierra en honor de los dioses subterráneos.

 CORO: ¡Sagradas deidades subterráneas: Tierra, Hermes, y tú, Rey de los muertos, enviad desde abajo un alma a la luz! Si algún remedio de nuestras desdichas conoce, sólo él podría decirnos el fin que tendrás… ¡Tú, Tierra, y ustedes los otros soberanos de las subterráneas regiones permitid que salga el rey de los persas! ¡Enviad aquí arriba a quien nadie puede superar en Persia!

 Lo que pide el coro de ancianos persas, en términos de la leyenda cristiana, es lo que llamamos un milagro. Un hecho sobrenatural que se produce gracias a la intervención divina. En Los persas, es Hades, dios de las profundidades, el que puede autorizar el regreso de Darío. Y el milagro se produce:

SOMBRA DE DARÍO: No es fácil salir de las profundidades, sobre todo porque las deidades que tienen poder bajo tierra están más dispuestos a acoger que a soltar. Date prisa porque tengo sólo un tiempo breve para conversar con los vivos.

 Nada mejor que esta especie de auto sacramental para conmemorar un año más del triunfo ateniense en las cerúleas aguas del Ponto alrededor de Salamina.

Caracas, miércoles 29 de julio de 2020

Sonetos españoles (1)

SONETO DENTRO DEL SONETO 

Un soneto me manda hacer Volante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen es soneto,
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a mitad de otro cuarteto,
más si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante. 

Por el primer terceto voy entrando,
y aun parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando. 

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho,
que estoy los trece versos acabando:
contad si con catorce, y está hecho.

El autor de este prodigio no es otro que Lope de Vega, uno de los críticos más implacables de Cervantes como poeta. Con un contemporáneo como Lope, y con el debido respeto, tengo la impresión de que el gran don Miguel se ha debido quedar con sus zapatos.

Caracas, viernes 31 de julio de 2020

Sonetos españoles (2)

Otro soneto de la lírica del Siglo de Oro castellano:

Estas que fueron pompa y alegría
despertando al albor de la mañana,
a la tarde serán lástima vana
durmiendo en brazos de la noche fría. 

Este matiz que al cielo desafía,
iris listado de oro, nieve y grana,
escarmiento será de la vida humana:
¡tanto se emprende en término de un día! 

A florecer las rosas madrugaron
y para envejecerse florecieron:
cuna y sepulcro en un botón hallaron. 

Tales los hombres sus fortunas vieron:
en un día nacieron y expiraron;
que pasados los siglos, horas fueron.

Es el único poema que la antología incluye de don Pedro Calderón de la Barca, el más grande dramaturgo de la lengua castellana de todos los tiempos. Su tema fue conocido bien, de acuerdo con Huizinga, durante el otoño de la Edad Media: la impotencia del hombre, el mayor de los inconvenientes de la humana condición, ante el paso cruel del tiempo. A él volverán, de manera obligatoria, los mejores ingenios del Barroco europeo. “Cómo de entre mis manos te resbalas!”, refiriéndose al tiempo, había escrito antes el más permanente de sus protagonistas, Francisco de Quevedo, en este otro soneto memorable:

¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría
que con callado pie todo lo igualas!

Feroz de tierra el débil muro escalas,
en quien lozana juventud se fía;
mas ya mi corazón del postrer día
atiende el vuelo, sin mirar las alas.

¡Oh, condición mortal! ¡Oh, dura suerte!
¡Que no puedo querer vivir mañana,
sin la pensión de procurar mi muerte!

¡Cualquier instante de la vida humana
es nueva ejecución con que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera, cuán vana!

Que hoy sea el último día de este mes de julio 2020 es buena ocasión para recordar las endechas de Quevedo. ¿Quién puede negar hoy, en este encierro, donde el sentimiento del tiempo se agudiza, que todo el mes de julio pasó sin que pasara ni un día?


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