Diario literario

Diario literario 2020, abril (parte III): Monk; traducción e impostura, Mizoguchi

18/04/2020

Portada del First Folio con retrato de William Shakespeare grabado por Martin Droeshout. Imagen de Yale University | Wikimedia Commons

Caracas, domingo 12 de abril de 2020

Para comenzar este día de Pascua, que entre nosotros no tiene la influencia que se reconoce en los países europeos, nada de Bach o Pergolesi. A esta hora, el programador de Radio France Musique ha escogido una pieza, de una rara serenidad, interpretada por Thelonious Monk con John Coltrane en el saxo. No es otra que la melodiosa “Ruby, my Dear”, escrita por Monk en 1948 y dedicada a su primera novia. De haber escrito música de jazz, Mozart hubiese escrito cosas así, buenas para comenzar un Domingo de Resurrección.

Caracas, martes 14 de abril de 2020

Traducción e impostura

Días seguidos entregado a la difícil y grata ocupación de traducir a Shakespeare. Las dificultades se presentan a cada línea, algunas, muchas, de la cuales pueden tomar no pocas horas para producir un equivalente satisfactorio y siempre provisional. Es una de las pocas tareas en las cuales la inteligencia artificial no ha estado a la altura de las expectativas. Ha sido menos difícil para sus creadores derrotar a un Gran Maestro de ajedrez, que traducir de manera satisfactoria un verso de Virgilio, Dante, Milton o Shakespeare. Traducir siempre ha sido una perversidad. Virgilio lo entendió y concluyó que era más seguro apropiarse de algunos versos de Teócrito que traducirlos. También es la traducción un asunto moral. No hay traducción buena, por lo tanto, todas, salvo unas sanas excepciones, son malas. Y proponérselas a un eventual lector es una manera velada de hacer mal el mal. El traductor es un farsante. Sabe que el texto traducido dista mucho de ser el original. No importa lo meritorio de su trabajo. Y hay algunos que, de manera poco obvia, lo son, como “El cuervo” del venezolano Pérez Bonalde o el Fausto de Nerval. No es la primera vez que incurro en esta inmoral actividad; de hecho, mi primer premio literario, que obtuve cuando cursaba segundo año de Medicina, fue por una carpeta que contenía tres pequeños ensayos (John Donne, Fausto y algo sobre Salvador Espriú) y una traducción del francés de la Iniciación solitaria de O.V. de Lubicz Milosz. Pero esta vez es la más grave, ahora que traduzco una obra del Bardo. Comencé a traducirlo después de enseñarlo durante décadas en la universidad y de dedicarle trabajos suficientes como para llenar un volumen. En una oportunidad, la editorial Norma, en un proyecto encomiable de traducir todo el Bardo en versiones hispanoamericanas, me ofreció traducir el Tito Andrónico y tuve que declinar por razones que no recuerdo con claridad, lo inseguro que me sentía probablemente es sólo una de ellas. Lo primero, hace algunos años, fue la escena inicial de Julio César, un trabajo que no me avergonzó del todo, pero que no encontré ni espacio ni tiempo para continuar. Hasta estos días de cuarentena, cuando lo he retomado y se ha convertido en “the mark of my time”. Son distintos los motivos que me han llevado a escoger esta pieza de las treinta y tantas de su autor (mi segunda preferencia sería Ricardo II).  La menos profesional es que, desde niño, he sido admirador del gran estadista romano. Me impresionaron tanto sus victorias, resumidas en mis libros de historia de la escuela primaria, como su ensangrentada muerte. Con el tiempo, vería cómo su figura se convertía, de acuerdo a los criterios trasnochados de muchos críticos del siglo XX, en el prototipo de todos los dictadores modernos. Mussolini, por supuesto, y versiones criollas como las de Perón y Strossner. No obstante, una generalización abusiva lo convirtió en responsable del ascenso de tiranos tan distantes como Franco o Pol Pot. Una deriva que se complementaba con la exaltación de Bruto como adalid de la democracia, sin tomar en cuenta los componentes negativos de su personalidad (ingratitud, complejo de Edipo psicopático, mediocre comandante, pusilánime, hipócrita y traidor). Aparte de esta preferencia muy subjetiva, otras razones más objetivas me llevaron a preferir el drama que le dedicó Shakespeare para mi primer trabajo de traducción de una de sus obras. Julio César es una de las piezas más coherentes del canon. Su dicción es más contenida que la de Lear, por ejemplo, y su estructura menos caótica que la de Hamlet. Otras piezas son en esto como Julio César, es decir, más “ordenadas”. Macbeth, por ejemplo, o Coriolano y Timón. Julio César es una obra que tiende a cerrarse sobre sí misma, lo que hace menos imposible un intento de ponerlo en otro idioma. Pero una particularidad puramente textual se impone como insuperable. Y es que Julio César, como el resto de la producción shakesperiana, no fue compuesto para ser leído, verla publicada, no fue algo que quitara el sueño a Shakespeare. No estaba interesado en que lo leyeran, lo que quería es que lo vieran y lo escucharan.

 

Caracas, miércoles 15 de abril de 2020

Sub-diario de una plaga

No es la primera vez que me siento inmerso en una película de terror; uno de esos personajes que, en medio de la multitud, huye espantado de una amenaza no distinta a la que describe H.G. Wells en su clásico de la ciencia-ficción. En aquel caso, había la certeza de que se trataba de criaturas llegadas de otro planeta; en el del Corona 19, ni siquiera eso. El desconcierto es total y del extraño microorganismo, tres meses después de su aparición, lo único que sabemos es que no sabemos nada, como si de una metafísica se tratara. Y es lo que más nos afecta a nivel psíquico. Nunca, desde que Nietzsche decretara la muerte de Dios, la humanidad se ha sentido tan desconcertada. Sí, como aventura Massimo Cacciari, la economía del capital no cambiará después de la pandemia, nuestra manera de enfrentar el destino será alterada. A las crueles limitaciones propias de la condición humana habrá que sumar esta sensación de incertidumbre. No olvidaremos que, en cualquier momento, se presentará una nueva plaga que será peor que la anterior. Lo que puede pasar pasa, según el viejo axioma.

Kenji Mizoguchi

Afiche original de Los amantes crucificados (1954), de Kenji Mizoguchi | IMDB

Gracias a las programaciones de mi particular “Cine Club Virtual Lexus”, he podido saldar parte de una vieja deuda, que data de mis años en el Cine Club Universitario de Carabobo, con el maestro Mizoguchi. “En esa época eran pocas, si es que las había, las películas de Mizoguchi en manos de los distribuidores, con excepción de Ogetsu Monogatari”, aclara Daniel Labarca, fundador de aquel grupo de cinéfilos (“Daniel es el cine”, me dijo una vez el querido Rodolfo Izaguirre, creador del inolvidable ciclo radiofónico, “El cine mitología de lo cotidiano”, y autor de Alacranes, una de las diez mejores novelas venezolanas del siglo XX). Con más holgura y oferta, el CCVL, en su ciclo “Las alegorías de Mizoguchi”, después de ofrecer La señorita Oyu, la Emperatriz Yan y 47 Ronin, presentó ayer Los amantes crucificados, una conmovedora elegía amorosa, contada con la elegancia de porcelana de los mejores momentos, que son muchos de Mizoguchi. Por la lectura de un brillante ensayo de Ian Buruma sobre Mizoguchi, me entero de las predilecciones de Jean-Luc Goddard (Labarca desempolvó sus archivos y me hizo llegar una fotografía de Goddard en el momento en que presentaba sus respetos al maestro en su tumba en el cementerio de Tokyo) por Mizoguchi. Con estas son dos mis afinidades electivas con Goddard: Mizoguchi y la serie norteamericana Bonanza.

Fotografía de Andrés Kerese | RMTF

Caracas, viernes 17 de abril de 2020

Sub-diario de una plaga

Llega el fin de semana y nos encuentra en el limbo de la desinformación, una de las pocas actividades en las cuales son eficientes las administraciones totalitarias. La existencia en esa opaca región es la más limitante. La psique responde de manera sorda ante una realidad confusa. Ante la precariedad de los estímulos que recibe, responde de una manera torpe. Ni siquiera sabe cómo comportarse en el hondo mundo del sueño. A nivel consciente lo mismo. El horror que produce la catarsis trágica no es obvio. Se conoce a partir de los datos que nos proporciona el mundo exterior. Pero lo que caracteriza el mundo es precisamente eso, la imposibilidad de conocer, de distinguir entre el bien y el mal. Así los describe Dante en su pre-Infierno. En Venezuela, en términos aristotélicos, no sabemos en qué etapa de la tragedia nos encontramos, si en la primera, la segunda o la tercera. Los menos optimistas sugieren que, para nosotros, la tragedia ni siquiera ha comenzado y nos encontraríamos en una especie de entremés trágico. Igual de confundidos andamos a nivel emocional, una de las primeras víctimas de la desinformación totalitaria, y así vivimos como los habitantes del socialismo real. No sabemos si estar agradecidos por la clemencia con la cual el coronavirus ha desplegado sus actividades en el país, o consternados ante la sospecha de que todo sea de nuevo un fraude a la manera china, no de balde son los especialistas de ese lejano y desinformado país, los que han llegado para asesorar a una administración cuyas realizaciones a nivel sanitario han sido las más fraudulentas. Y así llegamos a este viernes con una emocionalidad “límbica”, sin atrevernos a una cosa ni a la otra.

 

Música para una cuarentena

En una de esas encuestas tan del uso en el periodismo de estos días, uno de los cronistas del Il corriere della sera ha preguntado a una serie de músicos milaneses sus recomendaciones sobre la composición ideal para ser escuchada en la cuarentena. Las escogencias son las más obvias, Beethoven, Vivaldi, Pergolesi, Mozart. La que se reseña el día de hoy me parece la más acertada. Se trata de uno de los Cuartetos para cuerdas de Dimitri Shostakovich. El octavo, para ser exactos, lo más expresivo y permanente que, en ese formato, se ha compuesto desde los últimos Cuartetos de Beethoven. Fue escrito sobre las ruinas que, de la ciudad de Dresde, dejaron los criminales bombardeos aliados poco antes del fin de la Segunda Guerra. El resultado es una magnífic elegía, en términos épicos, que canta el dolor de la pérdida en vidas humanas y en tradición de aquel hecho abominable. Sobre el desgarramiento inicial de la partitura se insinúa, como en el legendario Opus 132, una posibilidad de redención a través de la solidaridad, de la empatía profunda, dos recursos siempre necesarios cuando nos toca vivir situaciones límites como las que vive el aquejado planeta en estos tiempos. No habla de versiones el cronista de Il corriere, pero dificulto que alguna supere la del legendario Cuarteto Borodín, que la grabó en estrecho contacto con el compositor. Si me limitaran a escoger una sola pieza para esta cuarentena, me haría de mi vieja versión en acetato del Cuarteto para cuerdas #8, de Dimitri Shostakovich, interpretado por los virtuosos del Borodin.


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