"Joven decadente", por Ramón Casas, 1899.
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En las discusiones de fines del siglo XIX respecto a la naturaleza y al sentido de la literatura latinoamericana, este texto de Pedro Emilio Coll tuvo amplia resonancia. Se enmarca en una de las polémicas generadas por el movimiento modernista: el influjo de las literaturas foráneas. Forma parte del libro El Castillo de Elsinor, publicado en 1901.
Hay actualmente en América un movimiento literario sobre el que caen crueles sátiras y al que críticos celosos y malhumorados tratan de detener en nombre de la tradición y del buen sentido. Por un momento se creyó pasajera nube de verano, mera cuestión de moda: pero se generaliza y persiste demasiado para creerlo. Efímeras revistas que mueren, falta de lectores, entre espasmos líricos; adolescentes que cuentan sus ensueños en poemas vagarosos, en prosas complicadas, y esto, no uno ni en una sola nación, sino muchísimos y en todo el continente.
Se atribuye a la moda, a la moda que nos viene de París, junto con las corbatas y los figurines de trajes; pero, aun así, podría argüirse que una moda extranjera que se acepta y se aclimata es porque encuentra terreno propio, porque corresponde a un estado individual o social y porque satisface un gusto que ya existía virtualmente. Hasta los nuevos modelos de vestidos y los colores en boga son determinados por el ambiente de ideas y sentimientos de una época; ¿y no ha de serlo la literatura? Si se aclaran o se obscurecen los tintes de las telas, es de acuerdo con la estación del año; cada vaivén de la moda indica una variación en el termómetro social; también las maneras de pensar y de escribir están sometidas a la temperatura moral. Si París impone hoy sus modas, es porque satisfacen íntimas afinidades de los pueblos que las adoptan; cambien esas afinidades, y entonces nos vendrán de Londres o de Nueva York las ideas y los patrones de modistas, hasta que nosotros podamos exportarlos.
Ahora, con llamar a otro «decadente» ya se cree quien tal epíteto lance persona docta y muy a plomo sobre sus dos pies. Y lo peor es que casi todos los que así hablan no dejan de dar un golpe de piqueta al antiguo edificio o de poner una piedra para la nueva Babel; digo Babel por su altura, que no por su confusión, pues que si ésta llega a producirse, es recogiendo los dialectos dispersos y mezclándolos en la lengua que han de hablar las generaciones futuras, si antes no ocurre un diluvio u otro cataclismo por el estilo. Ahora, si alguien llamara al ave «ramillete con alas» sentaría plaza de «decadente» y de «simbolista» y esto lo escribió Calderón hace qué sé yo cuántos años.
Es a los simbolistas franceses a quienes se atribuye la «funesta sugestión» y las cosas que el mundo de las letras pasan en América. Que me perdonen si los injurio, pero yo sospecho que la mayoría de los llamados simbolistas americanos no conocen a los llamados simbolistas franceses. El mismo Rubén Darío, en su libro Azul, que ha sido la piedra de escándalo de la escuela, no tiene nada que trascienda a simbolismo; lo que sí puede tal vez encontrase allí es la huella de Gautier, de Mendès, de Loti y aun de Daudet y otros realistas de su índole. Se me dirá que no hay peor ciego que el que no quiere ver; así sea; pero es la verdad que sólo en algunas páginas de sus últimos libros vislumbro la influencia «simbolista», y eso muy disuelta en su temperamento. Para mí, a Darío le ha pasado en esas ocasiones como a la mujer de Lot: tanto le hablaron de la ciudad maldita, que volvió los ojos para mirarla; sus primeros pasos iban por otras rutas; pero quiso ver las regiones extrañas a las que le dijeron que pertenecía; su propio nombre oriental lo excitaba a la aventura. Además, es probable que a veces le ocurriera lo que a ciertos escritores muy admirados e imitados, los cuales corren el peligro de exagerar su propia originalidad para no permanecer al mismo nivel de los que han descubierto el secreto de su estilo o de su método ideológico. Gutiérrez Nájera, que pasa también como otro de los padres de la «decadencia americana», más tenía de Musset y de Banville que de Mallarmé y de sus discípulos. ¿No pone el exquisito poeta, al final de su «Vestido blanco» a Verlaine y a Eduardo Rod como escritores de una igual familia espiritual? ¡Deliciosa confusión! Martí había bebido en antiguas fuentes castellanas; Julián del Casal era un parnasiano con el alma torturada, y esto de tener un corazón triste es cosa inevitable que casi nada tiene que hacer con la retórica ni con la métrica.
En mi concepto, los simbolistas franceses han ejercido poca o ninguna influencia en América, donde son casi desconocidos, lo que se llama «decadentismo» entre nosotros no es quizás sino el romanticismo exacerbado por las imaginaciones americanas.
Veamos qué es el simbolismo. El llamado simbolismo no ha tenido nunca una estética, ni ha profesado ningún código, según uno de sus críticos, significa: individualismo en literatura, libertad del arte, abandono de las fórmulas enseñadas, personal originalidad. He aquí por cierto una fórmula bien amplia que aceptarán todos los que anhelan la sinceridad artística. Que cada uno profese una estética a su imagen y semejanza. El simbolismo no fue nunca una capilla cerrada, sino una palestra abierta, en donde se reunieron los que protestaban contra el naturalismo triunfante, «más contra sus pretensiones absolutistas, que contra sus obras», los que «venían a reintegrar la idea en el Arte». Hay quien se imagina que ser simbolista es emplear los vocablos «lilial» y «esfumar» y ser anfibológico y tener los ojos y los oídos tapados a la realidad; no, oigamos a Remy de Gourmont, uno de los más altos representantes de las nuevas tendencias literarias: «La observación exacta es indispensable a la refabricación artística de la vida. Aun para una figura de ensueño, un pintor está obligado a respetar la anatomía, a no hacer divagar las líneas, a no amontonar colores imposibles, a no abandonarse a perspectivas chinescas. El idealismo más desdeñoso de la realidad bruta debe apoyarse en la exactitud relativa que es dado a conocer a nuestros sentidos». Nada menos parecido al etéreo neurótico forjado por algunos satíricos y adversarios.
Es probable que haya confusión lamentable de términos, y es lo que yo desearía que meditasen quienes estudian la vida mental en sus manifestaciones artísticas. Tal vez visto con mejores intenciones y más comprensivamente, sea un hermoso espectáculo el que ofrecen en América algunos espíritus que afinan y cultivan su sensibilidad en medio de las más ásperas y rudas costumbres. Tal vez la nombrada «decadencia» americana no sea sino la infancia de un arte que no ha abusado del análisis, y que se complace en el color y en la novedad de las imágenes, en la gracia del ritmo, en la música de las frases, en el perfume de las palabras, y que, como los niños, ama las irisadas pompas de jabón. Habría que preguntarse si un estilo de decadencia no es más bien el estilo árido y frío, fruto de una inteligencia fatigada que abandona la belleza de las apariencias para irse como un escalpelo al corazón de las cosas.
Ha habido sin duda una revolución en la técnica: la prosa tiende hacerse menos oratoria y más plástica, y el verso más sutil y sugestivo; martillean menos los consonantes al final de las estrofas, y el ritmo flota con más libertad en torno de la idea; suenan más los instrumentos de cuerda que los de cobre en la orquestación verbal; pero, según mi criterio, esta evolución en la técnica es paralela a una evolución sentimental; a nuevos estados de alma, nuevas formas de expresión, y si esos estados de alma son vagos y «crepusculares», débese a hondas causas sociales, a la educación, al angustioso momento histórico cuyo aire respiramos. Por ejemplo, es más visible hoy la desproporción entre el hombre y el medio: el progreso individual de gran número de inteligencias ha sido, naturalmente, más rápido que el del medio social rebelde, en cierto modo, al perfeccionamiento armonioso; a la cultura estética ha seguido un malestar y una turbación profunda en las almas, los «retozos democráticos», la escasez de goces intelectuales, la vulgaridad de las opiniones, hieren más profundamente las sensibilidades refinadas: de éstos sí puede decirse, invirtiendo una frase célebre, que vinieron demasiado pronto aun mundo demasiado nuevo. En las ciudades más o menos incipientes de América sufre más que en las de Europa quien se eduque en una dirección artística; muchos emigran hacia centros más civilizados, otros sucumben trágicamente como Julián del Casal y José Asunción Silva, otros vulgarmente se gastan en las intrigas políticas. Es de creerse que cuando la cultura intelectual se generalice y los «casos» de hoy constituyan una fuerza, ésta tenderá a elevar el nivel social, acelerando así el progreso de la sociedad.
Se critica con razón el abuso que de los arcaísmos y neologismos se hace: pero aun en esto debe verse algo más que mera garrulería y presunción sistemática. La psicología del lenguaje forma parte de la psicología del que lo emplea. Cada autor tiene causas de simpatía por las palabras que emplea con frecuencia. Se ha observado que el poeta francés Henrique de Regnier usa más de cincuenta veces «oro» y «muerte» en uno de sus volúmenes de poesías; Maeterlinck repite «extraña» y «noche»; Verhaeren»alucinación»; nuestro gran Pérez Bonalde «siempre» y «jamás». Cada uno de nosotros tiene esas que provisionalmente podríamos llamar manías verbales.
Pero las palabras, con el trajín diario se gastan, y pierden por un tiempo su poder evocador; entonces renacen los arcaísmos y se crean neologismos, que por su novedad parecen aptos para provocar la sensación precisa que el autor desea despertar en el lector, puesto que todo artista es por naturaleza expansivo. El notable escritor alemán Hermann Bahr ha hecho un perspicaz análisis sobre su propio estilo, análisis que me atrevo a condensar aquí –no sería honrado apropiármelo–y que nos ilustrará acerca de la cuestión de que venimos tratando.
Nuestra desgracia –dice– es que hemos crecido entre palabras sin valor propio; no teníamos a nuestro alcance sino palabras que no habíamos vivido, que nos parecieron usadas, y por eso buscamos otras que teníamos por nuevas. Para las cosas que vivimos por primera vez necesitamos también palabras que aún no hayamos pronunciado. Habíamos siempre hablado sin sentir nada, y ahora que sentíamos por primera vez, no podíamos emplear las mismas palabras de que nos servíamos cuando no sentíamos nada. Verbigracia, en la escuela nos enseñaron a llamar «bellas» mil cosas antes de que hubiéramos sentido que algo era «bello», pero cuando lo sentimos no supimos con qué palabra expresarlo; ¿nos serviríamos de la palabra «bello», vieja y usada que habíamos pronunciado tantas veces para designar cosas indiferentes? No, no era posible; y como no encontrábamos un adjetivo suficientemente precioso, procedimos de otra manera: descomponiendo la impresión de «belleza» en todos sus pequeños momentos, denominando cada uno con un adjetivo.
En síntesis, para Bahr, como para todos los de su raza intelectual, europeos o americanos, el estilo es un reflejo de la vida interior. Más tarde, también por razones sentimentales, volvió sobre sus pasos recogiendo las palabras despreciadas al principio. Esperábamos –escribe– que de la suma de todos esos adjetivos resultaría una definición para el conjunto de nuestra gran emoción; pero más adelante nos dimos cuenta de nuestro engaño: lo que había de «bello» en la «belleza» se perdía cuando, con tan gran número de adjetivos, lo dividíamos en sus elementos. Teníamos ante nosotros fragmentos cuando queríamos un todo completo, y así volvimos a buscar la vieja y mediocre palabra despreciada «bello» que no nos había parecido suficiente. Y al adoptarla nos sorprendimos, pues nos pareció grande y potente cual ninguna. Piénsese en un hombre a quien a menudo se le ha hablado del amor, y que un día lo experimenta; al principio la palabra usada le parecerá vulgar e inventará mil términos nuevos; ninguno lo satisfará hasta que aprenda a respetar el viejo «yo te amo», pues las palabras vuelven a ser jóvenes con tal que los labios lo sean.
Acaso esta larga y jugosa citación nos ayude a encontrar la causa del aparecimiento de los neologismos y arcaísmos en el lenguaje de nuestros seudodecadentes. Acaso el lenguaje atraviese por una inevitable crisis para llegar a una mayor limpidez y pureza, a un estilo diáfano, como la luz blanca, que es el último resultado de la composición de los colores del prisma. Se señala igualmente como un defecto la verbosidad o ampulosidad del estilo; pero esto puede originarse, aunque parezca paradójico, de un escaso vocabulario, de un conocimiento incompleto de los tesoros del idioma: así, por ignorar el término preciso, nos vemos con frecuencia obligados a construir una frase o un párrafo que los sustituya, y vese de ese modo hinchada la forma por pobreza de lenguaje.
Existe también hoy una noble impaciencia por apresurar el advenimiento de los que unos llaman «criollismo» y otros «americanismo», es decir, de la cristalización estética del alma americana y su objetivación por medio del arte. Laudable ideal, que es el de casi todos nosotros los hijos del Nuevo Mundo y al que marchamos deliberada o indeliberadamente de años acá. Desde mi punto de observación, veo ya en nuestra literatura un “aire de familia” que la distingue no sólo de las literaturas exóticas, sino aun de la misma castellana. Hay en quienes se marca más esta diferencia, y no precisamente en los que se esfuerzan en ello, pues hasta en los que suponemos que rinden un culto exclusivo a las hegemonías extranjeras, obra la energía que brota de las entrañas de las razas y del medio. Se diría que las ideas que vienen desde la vieja Europa al mundo nuevo, reciben aquí el bautismo de nuestra tierra y de nuestro sol, y que nuestro cerebro, al asimilárselas, las transforma y les da el sabor de la humanidad momentánea que representamos. El resto será labor del tiempo.
Se cree que las influencias extranjeras son un obstáculo para el americanismo; no lo pienso así, y aun me atrevería a suponer lo contrario.
Seamos justos en reconocer que a las literaturas extranjeras, y en especial a la francesa, les debemos un gran afinamiento de los órganos necesarios para la interpretación de la belleza; a ellas les debemos los métodos de observación y el gusto para ordenar nuestras impresiones, según una especie de perspectiva estética. Los sentidos, como todas las fuerzas de la vida, están en perpetua evolución, y a las literaturas extranjeras les debemos en gran parte el aceleramiento de aquélla. Nuestros ojos han aprendido a ver mejor, y nuestro intelecto a recoger las sensaciones fugaces. Son las literaturas extranjeras algo como un viaje ideal, que nos enseña a distinguir lo que hay de peculiar en las cosas que nos rodean y entre las cuales hemos crecido. Si nos aleja un tanto de la raza, es lo necesario para apreciar mejor sus relieves, matices y rasgos característicos; tal como hacemos con un cuadro que ha de ser visto a distancia y no con los ojos sobre la tela.
No hace mucho un puntilloso compatriota, recordaba a los nuevos escritores de América el consejo de don Andrés Bello:
Tiempo es que dejes ya la culta Europa
y dirijas el vuelo adonde te abre
el mundo de Colón su grande escena.
¿Pero no aprendería Andrés Bello en los clásicos griegos, latinos, españoles, ingleses y franceses a gustar la belleza de la zona tórrida?; ¿no lo iniciarían Teócrito, Horacio, Fray Luis de León, Pope, Lamartine, Delille, sobre todo, en el manejo del pincel, y no le revelarían los secretos de su mágica paleta, sin lo cual hubieran quedado inéditos los «colores mil» de nuestras selvas, ríos, aves y flores?
Adonde quiero ir con estas apuntaciones, o como se las llame, es a desear una crítica más comprensiva y benigna de las manifestaciones del arte nuevo en América. ¿Por qué ahogar con burlas y rigorismos gramaticales el despertar de un arte naciente? No niego la virtud de una crítica severa; pero prefiero una crítica tolerante que tenga el santo temor de equivocarse. Entre nosotros la crítica implacable y dogmática es menos justificada que en los países en donde la literatura es una de las maneras de luchar por la existencia. Es sabido que escribimos como el árbol da flores, y, si se quiere, espinas, pero en fin, es para nosotros el arte una función natural del alma, tal vez un consuelo y una liberación, y nunca un cómodo sistema de acaparar monedas. El literato suele ser entre nosotros un hombre que, como cualquier otro, va a su taller o calcula sobre los libros comerciales, dedicando algunos ratos a cantar sus esperanzas y desesperaciones, quizá con algunas faltas de gramática, y que termina sus días en un consulado o en un almacén, después de saborear la gloria de ser leído por media docena de amigos en la sección recreativa de un periódico.
Pedro Emilio Coll
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