#Memorabilia

Gente de Caracas

06/08/2021

Pedro Emilio Coll. Imagen de la Colección de la Biblioteca Nacional de Venezuela | Wikimedia Commons

[Considerado uno de los más destacados escritores del modernismo venezolano, Pedro Emilio Coll (Caracas, 1872-1947) fue un sutil y penetrante ensayista, además de narrador costumbrista y autor del célebre relato «El diente roto». Tuvo a su cargo, entre 1897 y 1899, la sección «Letras Hispanoamericanas» de la revista Le Mercure de France (París). La pieza que publicamos apareció originalmente en El Cojo Ilustrado, Caracas, el 1 de septiembre de 1902.]

Los caraqueños que mueren sin haber ido más allá del valle natal, viven tan imbuidos en la existencia cuotidiana, que para casi todos ellos los días deslizasen calmosos, grises, sin rumor. Si miran el cielo es por ver si amenaza lluvia y al suelo solamente cuando han perdido un objeto. Ignoran que envejecen porque a fuerza de encontrarse en la calle no se dan cuenta que el tiempo pasa.

Si muere alguno van otros, con el cuello más blanco y la ropa más negra, a apretar la mano de los deudos en la puerta de la iglesia, ponen una tarjeta en el platón de nickel y se van al café, porque siempre es agradable un vermouth o un cocktail después de enterrar a un conocido. Si asisten al cementerio en coche, recuerdan las virtudes del difunto y aun llegan a conmoverse; mientras cae la tierra gredosa sobre el terciopelo del ataúd, filosofan acerca de la vanidad humana y lo poco que somos; de retorno encienden cigarrillos, discuten de política y refieren anécdotas picarescas.

Entre veinte y veinticinco años, acaso antes, comienzan a enflaquecer, a usar más flamantes corbatas, a contemplar la luna y a afeitarse tres veces por semana; suspiran cuando la vecina toca un valse y leen la María de Jorge Isaacs; Acuña los hace pensar en un romántico suicidio. A veces escriben versos en que «calma» rima con «alma», y «amor» con «dolor».

–¿Qué fue?

Han visto en la retreta o en la misa del domingo unos ojos rasgados, una fresca garganta o un pie breve, según los gustos. ¡Cuán feliz el perrito que duerme en la falda de la amada! ¡Y el panadero que la ve todavía con el peinado de mañana!

Un amigo de la casa los presenta. Se habla de la guerra, del último temblor, luego del compromiso de Lucía con Arturito y de Carolina con Juan Pérez. Al salir de la visita el cielo es más profundo, más claras las estrellas, las rosas esparcen más aroma; la madre es muy simpática, la hermanita canta muy bien, y Ella es la mujer soñada, ¡el ideal!

Se casan. ¡Qué linda está la novia! –dice una criada del vecindario, desde la ventana abierta que arroja una mancha de luz sobre el empedrado.

–Se pinta, murmura una voz entre la muchedumbre.

–¿Qué dirá el otro que dejó por este? –pregunta una fregona a quien seduce y pone tierna el perfume de los nardos.

–Niña, si ha tenido cuatro, insinúa la más vieja. En tanto el novio se pasea del brazo de la desposada, con un blanco ramillete en la mano, bajo las bujías del patio que gotean su casaca. Las rosas no tienen tanta aroma y una lluvia imperceptible enturbia el cielo y vela las estrellas.

En el comedor se bebe champaña. Las señoritas están casi ruborizadas, y los jóvenes acarician con la mirada el raso del traje nupcial y los castaños cabellos empolvados cerca de la nuca. Cuando el coche de los novios arranca en la calle un trueno sordo y prolongado, llevándolos entre besos y juramentos de amor eterno hacia la lejana casita, hay una ambigua sonrisa en el rostro de los convidados, y más de una frase licenciosa es dicha al oído. Las flores de la boda, liras de diamela, corazones de gladiola, cisnes de magnolia, irán al día siguiente al altar de la Virgen, y la parienta pobre o la tía paralítica probará el ponqué.

Antes de un año, la mujer soñada, el ideal, duerme muy pálida bajo la trémula colgadura de encajes; sus cabellos castaños bañan dulcemente la almohada; a su lado reposa el recién nacido, informe aún como una masa rosada. La madre levanta la sábana con el ritmo de la respiración, y el padre entra en puntillas y besa al niño. Óyese el tic-tac de un reloj sobre el velador, semejante a un pequeño corazón. La madre se despierta y en la punta de sus senos, cruzados de venas azules, asoma la perla de una gota de leche. Del sueño parece revivir con un alma nueva; no es ella la misma que de soltera pintaba paisajes de acuarela en el fondo de los platos para adornar la sala de su casa, castillos a las orillas de un lago, cielo en que volaban mil pájaros; no es ella la misma que lloró en la celosía su primer desengaño, la que guardaba en su libro de oraciones una violeta disecada; recuerdos de amables locuras que se perdían en el pasado como una vaga esencia cuando su mano larga y débil tomó al niño para darle de mamar.

El caraqueño que regresa de Europa, viene casi siempre de París. Su alma está casi siempre muy triste por la ausencia de una obrerita a quien conoció una tarde en el Boulevard.

Niní se llamaba, y tenía los ojos y el pelo de color de avellana. Juntos se retrataron en Saint-Cloud, como dos recién casados, después de un almuerzo en que había ostras, carcajadas y vinos de Provenza. Con Niní aprendió francés y a la Niní enseñó a saborear la miel de la jalea de guayaba y el rubio dulce de icacos que de Caracas le mandaban; y la obrerita, que de geografía no conoce más allá de las fortificaciones, sabe que Venezuela es un país de la América del Sur donde hay muchos generales y caimanes, bosques, pájaros y jóvenes que por un beso dan un Luis de oro.

El caraqueño está muy triste. Caracas es silenciosa cual un cementerio, la torre de la Catedral es apenas tan alta como una casa del barrio; el calor lo sofoca, el Ávila lo asfixia con su mole impasible.

–No se puede vivir aquí, repite melancólico.

Niní le escribe en el vapor francés. Je t’aime toujours mon petit bebé, le dice en letra menudita, y él besa la vitela sonrosada.

Un mes, dos meses y el vapor no trae carta, y el caraqueño está más triste aún porque sospecha que Niní conoció a otro joven en otra tarde del Boulevard.

Pasan los días. La ropa que trajo de París se ha marchitado y tiene que hacerse un traje en casa de su viejo sastre; los pantalones carecen de elegancia y el chaleco se arruga; pero habrá de conformarse. Pasan los días. Hoteles blancos, teatros dorados, noches multicolores se hunden lentamente en la bruma de la memoria. Caracas va venciendo al recuerdo de París; el Ávila es de verde terciopelo al amanecer y el crepúsculo lo viste de sedas profundas en el desvanecimiento de la luz que embellece hasta los guijarros del arroyo; además hay nocturnos aromas en los jardines y lindas caras detrás de los barrotes de las ventanas.

Y el caraqueño, en la convalecencia de una liebre palúdica, recuerda su aventura con Niní como si la hubiera leído en una novela de Marcel Prevost.

El que regresa de los Estados Unidos, viene casi siempre de Nueva York. Trae sombrero de pajilla de alas muy cortas, y calza gruesos zapatos de anglosajón. Convencido de que el time is money tira con frecuencia del reloj, y camina velozmente en medio de sus compatriotas de marcha perezosa y mirar distraído. Está suscrito al Herald que lee mientras fuma cigarrillos de Virginia, olorosos a yerba seca. Come a los traguijones ante su familia sorprendida, porque tiene entre manos un proyecto de ferrocarril al través del Llano y de una plantación de caucho en el Alto Apure.

El Ministro le ha dado cita para las diez en punto, pero en la Oficina solo se escucha el correr de la pluma de un empleado que escribe a un amigo. El Ministro está en cama con el constipado.

–¡Qué contratiempo! –exclama y se va a su gabinete de trabajo, donde llena de números su libreta de apuntes, hasta la hora de almuerzo. Sobre la mesa el busto de Mac-Kinley, en nickel, hace de pisapapel. Cuatro tachuelas en la pared sostienen un itinerario de vapores y más abajo lucen los vivos colores de una caricatura del Punch. La criada llama con mano tímida a la puerta y el caraqueño se pone ágilmente de pie, mientras dos moscas se abrazan en la nariz de Mac-Kinley.

Vuelve una y otra vez al Ministerio, pero el Ministro no puede recibirlo con el pretexto de que no es día de audiencia o de que esté muy ocupado.

El caraqueño refunfuña y se monta en sorda cólera que le enferma el hígado; el ingeniero de la empresa va a llegar y nada puede escribir para la formación del sindicato. Habrá que tumbar el gobierno para realizar el negocio.

Así es como el caraqueño que vino de Nueva York se encuentra entre los ayudantes del jefe de la revolución, quien en la tertulia del vivac, la víspera del combate, se burla del proyecto de ferrocarril a través del Llano, en tanto tras la gloria de oro y sangre del crepúsculo que se extiende sobre el hastío de la, tierra, la noche se llena de luceros, como si el propio Tío Sam se hubiera puesto a regar dólares en el cielo.


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