Arte

Arte Milán: Jannis Kounellis, una metafísica en hierro y carbón

11/11/2022

«Sin título». Jannis Kounellis. Fotografía de Il Giornale dell’Arte

Jannis Kounellis  fue uno de los más excitantes integrantes del Arte Povera, una tendencia artística que se manifestó a principios de los sesenta en algunas ciudades del norte de Italia como Génova, Torino y Milán. Su teórico fue el formidable crítico Germano Celant ,quien se refería al movimiento como una “guerrilla artística”, enfrentada al arte del pasado, un pasado que incluía el abstraccionismo francés y el neoyorkino. Celant, como toda su generación, se adhirió a la utopía revolucionaria en su versión guevarista. En Venezuela, los miembros del Techo de la Ballena sintieron parecido entusiasmo y cultivaron las mismas contradicciones. La más conspicua, la de un arte revolucionario elitesco y enemigo público de cualquier realismo, especialmente el realismo socialista promovido por Moscú. Para Celant, aparte de sus convicciones ideológicas, lo que relacionaba a los artistas del Povera era su desprecio por los materiales nobles y su preferencia por soportes pre-fabricados, desechos industriales, artículos de ferretería. No solo en esto hacían pensar en Duchamp, los poveristas también promovían un conceptualismo no pocas veces confuso y siempre hermético. La gravitación del Arte Povera habría de sentirse no sólo en Italia y Venezuela, sino en otros países cercano como Perú (Eileson) y Argentina, así como en todos los centros importantes del arte occidental.  Kounellis, quien había nacido en El Pireo en 1936, llegó a Roma el primero de enero de 1956. Después de estudiar en la Academia de Bellas Artes, tuvo su primera individual en la legendaria galería La tortuga  en1950. Empeñado en superar el informalismo de sus primeros años en Italia, hacia 1967 comienza a interesarse en las posibilidades del Arte Povera. De hecho, en una de sus muestras parecía haber llegado al límite de lo expresable. En efecto, en 1969, en un evento de la Galería L’Attico, de Milán presentó un rebaño de doce caballos vivos en un garaje.  Kounellis murió en 2017, reconocido como uno de los artistas europeos más influyentes.  Su más reciente exposición milanesa, en la galería Christian Stein, confirma su inquietante contemporaneidad.  La muestra se limita a siete obras de formatos varios, que son un compendio de la semiótica artepoverista: soportes pobres (paneles de hierro, mecates, crisoles, carbón, una campana, telas de coleto y una pared manchada con enigmáticos signos. El hermético conceptualismo de la selección es lo que primero impresiona, sin embargo. Una campana,  pintada a mitad de negro, que cuelga de una barra oxidada, gracias a un fuerte y complicado nudo, en medio de dos grandes paneles de hierro. A su izquierda, en otra pared, una de sus famosas construcciones de 1988 en metal que sostiene pesados sacos de carbón (la versión íntegra, en el Guggenheim de Bilbao, consta de 376 paneles con sacos de carbón para un peso total de 7520 kgs). Dos crisoles amarrados a una gran plancha de hierro que asume el papel del lienzo. En la pared más extensa, treinta y cinco pequeñas repisas parecen sostener igual número de diseños pintados en la superficie de la pared. Como si fuera poco, la misma obra se completa con una vasta superficie férrea que sostiene veinte rollos de cera amarilla. Después de parecidas experiencias con otras obras, el proyecto finaliza con dos obras de pequeño formato que parecen una síntesis de las intenciones del artista. En una, la tela de coleto se adhiere de manera contorsionada al soporte; mientras que, en la otra, en lugar de la tela un pequeño montón de piedras carbonizadas. Nada es seguro en el significado de este grupo de obras, pero sí muchas las intuiciones que estimula. Al final del recorrido, estamos seguro de que lo que expresa Kounellis es tan serio como un golpe de ataúd en tierra. Una sensación no muy distinta a la que nos dejan las telas de Soulages o Motherwell. Mucho de arquetipal, de recóndito, de distante y presente, de eterno y cotidiano. Se me ocurre que algo de sus orígenes griegos recorre estas superficies herméticas, oraculares. El sentimiento trágico de la existencia, su dramático absurdo. Una metafísica que no es fácil de expresar sino con esta escritura abstracta. Lo mismo tiene que haber pensado Rothko cuando comenzó con sus antimaterias flotantes. La cara de la muerte, como la de Dios, no se refleja, carece de señas de identidad, es abstracta.


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