Actualidad

Alfredo Sadel: cantar en criollo

10/07/2019

Fotografía de la Fundación Alfredo Sadel

El canto está llenando, incontenible,

al gallo como un cántaro;

llena sus plumas, su cresta, sus espuelas,

hasta que lo desborda y suena inmenso el grito

que a lo largo del mundo sin tregua se derrama.

Eugenio Montejo

¿Cómo se llega a saber de un cantante? La respuesta más lógica podría engañarnos. Dependiendo de la época desde la que se responda, un cantante puede ser conocido por sus matrimonios, sus escándalos, la filiación política que compartió o su mito. En síntesis, por muchas cosas ajenas a su obra. La primera noticia que yo tuve del súper cantante Sadel fue a través de su estampa.

En el último año de mi bachillerato, nos mudamos por unas semanas a casa de unos parientes, mientras se terminaban de resolver los documentos del apartamento donde viviríamos. El cuarto que ocupé tenía frente a la puerta de madera una pared repleta de recortes con noticias y titulares viejísimos, así como fotos y rarezas de la prensa de Maracay. Uno de los artículos que más llamó mi atención daba la noticia del recital que Carlos Gardel ofreció para Juan Vicente Gómez en el año 1935.

A su lado, estaba pegada en un portarretratos una foto de un hombre que parecía haber nacido para estrenar la potencia expresiva de un par de cejas y el ladeo de una sonrisa. No tenía idea de quién era, pero parecía un actor. La pose me parecía curiosísima porque hoy día, ni el más galán de los galanes podría posar así. Pregunté quién era y mi tía respondió: “Ese era Alfredo Sadel, un hombre bellísimo”.

La frase se completó luego con los datos inevitables del artista. Algún comentario sobre sus canciones y muy poco más. Quepa decir que por el tiempo que viví en esa casa, la foto me acompañó en mis idas y venidas al baño, al comedor, como una suerte de referencia histórica. El balance de la fotografía, la pose y el peinado, eran el recuerdo de un hombre y una manera de ser, que había existido en mi país. Una forma popular que ya no existía.

*

Cuando en 2007 se reinauguró la plaza Alfredo Sadel en la avenida principal de las Mercedes, en Caracas, el nombre de nuestro cantor volvió a tomar vuelo, y con él la misma incógnita anterior, replicada en una o dos generaciones enteras de caraqueños: ¿Quién era ese? Podía tratarse de un exministro o alguna de las glorias de nuestro beisbol. Para ese entonces ya vivía en la ciudad y alcancé a escuchar, entre una y otra clase de la facultad de Derecho, que se trataba del nombre de un ex alcalde del municipio Baruta. Hoy día pienso que en alguna medida sí fue alcalde, pero del país entero.

El mapa vital de quien nació como Manuel Alfredo Sánchez Luna, y luego juntó su nchez con el Gardel, el apellido más sonoro del continente, mutando finalmente en Alfredo Sadel, es también el recorrido histórico, paso a paso, de un país. La Venezuela del siglo XX.

Sánchez nació durante el gomecismo, murió en la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, se casó con una hija de quien fuera presidente del Congreso de la República (cargo dicho con una sobriedad que no alcanza la modulación actual) en la capilla del Palacio de Miraflores.

En una foto de la ceremonia aparecen los novios, ella de blanco y él con un sombrero de copa negro, escoltados de lado a lado por dos hombres definitorios de la modernidad, pero sobre todo de la democracia venezolana, los tocayos Gallegos y Betancourt.

Pero en otros registros lo encontramos cantando en el show de Ed Sullivan, en el Carnegie Hall, tomando clases de baile e inglés para cumplir el contrato que tuvo con la Metro Goldwyn Mayer, también cantando la Tosca o el Rigoletto en Moscú, actuando en el cine mexicano, o grabando en la Habana con Benny Moré. Parece un soplo de hitos y extravagancias, pero fue la vida de un individuo.

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Uno de los estigmas y de los mayores pesos que ha enfrentado el país en medio de su crisis política y social ha sido la omisión de su memoria histórica. Todo está repleto de humo. Parece que nada ha sido. El país siente imposible su pasado, de tan ajeno y raro. La obra de Sadel puede resultar desconocida para una generación que creció viendo otra escena de la música y el espectáculo en los medios de comunicación, ardidos de urgencia política y atravesados por la inmediatez que las crisis imponen. Ese “ahora” que las coyunturas dictan y que termina postergando la revisión de los hechos culturales, haciendo imposible no digamos la celebración, sino la reflexión necesaria para incorporar al acerbo del país la hechura de sus artistas.

Sadel pasó de la canción popular al bel canto. Manejó ese doble registro que muchos no supieron entender o escuchar. Pasó de guarachas o merengues a las arias más complejas del repertorio operático, con un estilo sinceramente propio. Siempre se trataba de él, cantando. Guillermo Cabrera Infante alcanzó a decir que Alfredo componía los boleros cuando los cantaba. Es imposible objetar esa idea.

Fue un ídolo. Quizás el primero que tuvo la canción en Venezuela. ¿Y qué es un ídolo? ¿Cómo se configuraba la novedad musical y el talento artístico en una época sin Instagram ni YouTube? Uno escucha hablar de que antes se daban serenatas en las calles e imagina una caricatura. Pero era así. Se conquistaba a las audiencias con emisiones en vivo, en las radios, en las parrandas. Sadel es tan Sadel que dio más de un concierto acompañado de Carlos Cruz Diez, quien estaba encargado de una de las guitarras de aquellos tríos. Quepa acotar que el cantante trabajó con el maestro de las artes plásticas, apoyándolo con bastante éxito en el departamento de dibujo de la transnacional publicitaria McCann Erickson. Sí, Sadel también dibujaba muy bien.

*

La canción es un rito: se entona, se procura la mejor nota para decir algo. Los cantantes toman aire y levantan la mirada. Se preparan para abordar de una manera distinta las palabras. Para decirlas. Decir es el verbo clave en el recorrido de esta historia. Sadel es un tono, una forma, pero esencialmente un fraseo, que terminaba por moldear un ímpetu y una fuerza, la suya propia y la de un país que lo acompañaba embelesado.

La suya fue una palabra musical que gozó de una masividad distinta, levantada a pulso, y sumo (con el riesgo que el título implica) que era un verdadero cantante del pueblo. Lo podía escuchar todo el mundo. Tanto lo ocupaba esa tarea de comunicar a los venezolanos, que, en una época de represión, bajo un régimen de persecución, Sadel se convirtió él mismo en el correo ambulante de la comunidad de exiliados.

Llevaba y traía correspondencia, con todo el peligro que aquello implicaba. Sadel unió y comunicó a una población sometida al silencio, donde ciertas indiscreciones, como articular la lucha democrática, podían costar la vida.  El ejemplo es notable y tiene una triste vigencia, ya que Venezuela en este momento tiene la comunidad de exilados más grande de su historia.

Las ciudades necesitan que las canten, que una canción se parezca a una esquina. El recuerdo urbano con su zarcillo musical. Va con ellas. Enamorarse, silbar y padecer, son los cuerpos que toma la canción. Allí Sadel hizo su nicho. En eso y en su preocupación por el país, pero el país en todas sus formas, no en el reducto de fórmulas que se pretenden imponer actualmente.

Se ocupó del repertorio, de abordar todos los géneros, de explorar el cancionero popular, pero sobre todo de rescatar la idea de ser un cantor para el país. Es curioso, porque estamos hablando de amar sin nacionalismo, sino a través de una construcción sensible, un modo que rigió su vida artística y pública.

Descubrimos la casa lejos de la casa. Evocación, memoria, nostalgia y curiosidad. Nuestra propia génesis. Los venezolanos, de cerca o de lejos, tenemos cada día más pendiente ese descubrimiento. La pregunta es siempre la misma: qué somos y de dónde vinimos. Vale agregar: y cómo sonamos, cómo hemos sonado. Uno de los atisbos de esa sucesión de dudas es la capacidad que tuvo el caraqueño Manuel Alfredo Sánchez Luna para hacernos no escuchar, sino ver una voz. La de un país y sus ganas de ser libre, como todos los cantos.


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