Perspectivas

A 22 años de los ataques del 11 de septiembre

17/09/2023

Fotografía de Juan Luis Landaeta

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 –¿Tú estabas aquí?

–Oh, sí. Polvo blanco, brother.

Eso es lo que me responde Jimmy, el portero de un edificio de la calle 23 con décima avenida, muy cerca del High Line. Dice polvo blanco varias veces y se señala el pelo. Cuando lo repite, entiendo que la seña es extensiva. No habla de su pelo o de sus canas. Me está hablando de su cara. “Todo blanco” y se señala la nariz. Mientras me lo dice, pienso en los anuncios publicitarios que me llegan cada tanto en Facebook, de oficinas de abogados que ofrecen asesoría a vecinos del área, trabajadores y demás testigos que hayan estado a cierto radio de cercanía del desastre, cosa que los reúne y convierte, indistintamente de su posición aquel día, en víctimas.

La misma alcaldía de Nueva York tiene un programa especial de asistencia especial, dadas las enfermedades derivadas del contacto con el aire en ese momento. Las afecciones posibles no son pocas y casi todas son graves. Jimmy está sano, pero también está inscrito y acude una o dos veces al año a hacerse los chequeos. Le pregunto por los demás, los otros que estuvieron allí con él, que no eran bomberos, rescatistas ni voluntarios, sino particulares que contrataron para ayudar a remover escombros, limpiar y despejar la zona apenas se pudo acceder a ella. Hay que recordar que, siendo apenas afectados, las calles, plazas, estacionamientos y edificios, se convirtieron en la escena de un crimen. Por ello, durante buena parte de las primeras horas posteriores al ataque, ninguna persona que no fuera de los cuerpos de seguridad o asistencia oficiales, podía poner un pie dentro del perímetro. Eso. El World Trade Center pasó a denominarse perímetro. En su memoria, Jimmy no vio cuerpos, cadáveres, palabra que le costó conseguir en su español atrapado. Recuerda todo blanco. Polvo blanco, brother. La impresión de su propia cara pálida de escombros y ceniza. Como si el fuego hubiese burlado la piel y llegado directo al blanco del hueso.

Detalle del Oculus dentro del World Trade Center, diseñado por Santiago Calatrava. Fotografía de Juan Luis Landaeta

Desde un piso 63 en Midtown, muy cerca del complejo residencial y comercial, Hudson Yards, en uno de los pocos edificios con nombre y no con número de la zona (todo el lateral del edificio dice “The Eugene”), tomé mi teléfono y me acerqué a la rendija que separa dos láminas protectoras de vidrio en la azotea que sirve de observatorio y plaza común con súpervistas para los residentes. Apuntaba hacia el sur de la isla, procurando una buena toma de la proyección de luces que se hace en homenaje a las torres gemelas y que las simula. Los golpes de viento a esa altura me obligaban a abrir mucho las piernas y extender los codos, formando una X con todo mi cuerpo para procurarme estabilidad, mientras procuraba captar con mejor ángulo el monumento de luces por encima de los demás brillos y destellos que la cámara recibía. Era casi medianoche en Manhattan y yo estaba cazando ese espectro azul para acompañar este texto, evocando las torres que nunca vi en persona. Pensaba en las típicas cosas que se piensan cuando algo desaparece. Bajando mi cuello apenas un poco veía la quinta, sexta y séptima avenidas, una cantidad infinita de balcones, terrazas, el arco de Washington Square y tanto más. Pero si dejaba mi cabeza recta, de frente, sólo presenciaba una oscuridad nítida, atravesada por esas barras de rayos azules que casi hacían de fantasmas. De pronto, sin titilar, se apagaron los focos y la proyección de las torres se deshizo. La noche se impuso, neta. No puedo comparar mi sensación con la percepción de los testigos del ataque, pero se trataba de una imagen repetida: alguien ve algo que está y deja de estar. Una presencia extinta. El cielo o la banda negra del Hudson River a la derecha eran una misma cosa.

Desde la azotea del Eugene en Hudson Yards. Fotografía de Juan Luis Landaeta

En breve, se empezaría a romper la unanimidad de lo visto. La nueva versión: fue algo enteramente planificado, unas bombas-misiles-explosivos dispuestos por el gobierno, también municiones con puntas de metal empobrecido, etc. Pruebas, teorías, dibujos, entrevistas. Puerta de entrada a conspiraciones y a descubrir que en mi entorno había personas dispuestas a apoyarlas. Muy pronto empezaron las cadenas de correo electrónico, las presentaciones de PowerPoint con tablas de índices rellenas de datos y referencias imposibles de cotejar, luego las fotos, las versiones de esas mismas fotos, las supuestas imágenes que se desprendían del humo de las explosiones, incluso la mismísima cara del diablo o de un demonio. También las páginas web clandestinas, que enseñaban “lo que los medios no mostraban” o “que no se atrevían a mostrar”. Era el estreno de las Fake News, la posverdad, los foros en tiempo real, los portales on line versus lo que en breve pasarían a ser los medios de comunicación convencionales. La primera vez de todo eso que hoy, veintitantos años después, es tan cotidiano.

Recuerdo un portal que compartía por igual fotos de las personas que se lanzaron o cayeron desde las torres y ciertas imágenes pornográficas de otro orden. No recuerdo la dirección de la web, pero su mezcla, la oferta prohibida, me parece ahora mismo sórdida y maldita. Cuerpos desnudos teniendo sexo o cuerpos en el suelo, más o menos vestidos, desmembrados, muertos, en cualquier caso. Era adolescente y ver lo que no se debe ver, de un segundo a otro, en una computadora conectada a internet por dial up era casi un mandato. No recuerdo cuánto alcancé a ver en la página. Lo poco que haya sido fue suficiente. Nadie me vio, nadie me reclamó haberlo hecho. Creo que la dirección del portal aludía a los recién casados. ¿Just married dot com?

Segundos antes de que apagaran los focos del homenaje. Fotografía de Juan Luis Landaeta

Los rayos del monumento se extienden en líneas paralelas y algo así disparan hacia la inmensidad. Lo que vemos como dos columnas azules, de cerca es una composición de faros, situados muy cerca del lugar donde ocurrió el atentado, pero no exactamente donde estuvieron las torres. Son 88 reflectores que en perspectiva generan la imagen de dos paralelepípedos cuya proyección hacia el cielo hace que, vistos en la distancia, se curven. Es un fenómeno que pude comprobar desde un jardín en New Jersey. En la abundancia de imágenes alusivas en redes sociales no falta quien lo compare con los dientes delgados y largos de un roedor y también con la estela de algunos de los cohetes de Space X, que ahora vemos despegar a cada rato.

La salida por parte de las fuerzas militares de Estados Unidos de Afganistán, coincidió casi totalmente con el aniversario número 20 del ataque. Los nombres de las víctimas, las caras de los políticos implicados, asesores y demás protagonistas, los argumentos y el registro de mentiras y contradicciones, se repitieron reclamando su vigencia, como si la discusión no hubiese avanzado o no se hubiese resuelto. El mismo problema y con ello, la misma amenaza. Secretarios de estado, de defensa, el rostro del presidente Bush con un asesor hablándole al oído rodeado de niños en un salón de escuela, la rueda de prensa del presidente Obama haciendo saber de la operación que acabó con Osama Bin Laden, el número de asesinados (casi 3000 y de ellos, más de la mitad sin identificar del todo aún), y por otro lado, las tomas de las pistas de aterrizaje, formales o improvisadas, con aviones americanos despegando y dejando tras de sí a cientos de personas que quisieran abandonar en ellos la tierra que ahora terminará de controlar el gobierno Talibán. Especialmente mujeres, madres, niñas. La medida de abandonar el país era tan inevitable como el abordaje comunicacional que sobrevino. Ahora más que nunca, un lenguaje dictado por imágenes. Falsas, pertinentes o desfasadas. Imágenes como la del mismo número 3000 diseñado en distintas tipografías, con otros márgenes, o como las de colectivos radicales celebrando en las calles de Kabul la huida de los imperialistas americanos.

Uno conoce la ciudad y piensa que siempre ha sido como la ve. En Nueva York, especialmente, conviene asumir sus límites. Muchísimo de lo que la conforma se nos escapa y escapará. Es una ciudad con extremos por todas partes. Hay clubes privados, gente que se transporta en helicópteros y que jamás se entera de la congestión. Hay tráfico de drogas, disputas que cualquier viernes terminan en tiroteos, zonas con desplazados, escondites, sótanos, una calle de billonarios y una zona de torsos doblados de adictos al fentanilo. Sin embargo, el verdadero lugar recóndito, acaso el único lugar imposible de Manhattan, son los dos fosos de piedra negra, por donde fluye agua desde cuatro costados hacia un punto oscuro, del que nadie ve, conoce o puede calcular su profundidad. Son los dos cuadrados que están en el lugar donde estuvo cada una de las torres.

Hechos con piedra negra, rodeados por largas placas metálicas con nombres de víctimas. Las letras de los mismos están delineadas con vacío, permitiendo clavar una flor en cualquier vocal o consonante del pariente o amigo. Es o puede ser mármol negro. Es o puede ser un cementerio. Definitivamente un espacio fúnebre. Basta con alzar la vista y pensar lo que pasó allí mismo. Sin embargo, a pesar de la especificidad de todo, nada de eso evita que la gente se haga selfies y sonría. Incluso delante de una corona floral dejada recientemente, que todavía conserva la escarcha adherida. No es que quienes lo hacen, procuren ofender o deshonrar a propósito el aura del sitio. Simplemente no reparan en los significados. Están, quizás, respondiendo a la escena de un espectáculo. Vil, trágico, desastroso, pero inscrito a tales fines, en la perspectiva mediática del hecho histórico y, por todo lo anterior, al imán del testimonio, del registro testimonial de las redes sociales.

A pesar de esto, incluso en el caso más desafortunado de inconsciencia, al llegar a la zona, ocurre una pausa inmediata. La bandera de USA con algunas de las bandas alteradas en otro color, honran a múltiples colectivos que murieron prestando servicio. Son varios colores y todos significan o representan distintas cosas. Ver la bandera de Estados Unidos (que aquí respetan tanto) con otros colores, fuera de un museo, no deja de llamar la atención.

Piscina del monumento a la torre Norte. Fotografía de Juan Luis Landaeta

Leo en una entrevista hecha al periodista mexicano Jorge Ramos, que tuvo la oportunidad de cubrir los hechos apenas ocurrieron, incluso dentro de la zona 0. Dice Ramos que, al llegar a su habitación en el hotel, sintió el olor a muerto. No a muerte. En medio de la espiral de la cobertura, que termina por no decir nada de decir tantas las veces lo mismo, se saltó la abstracción de columnas de humo y usó la palabra última tras un acto así. Putrefacción, cables chamuscados mezclándose con piel calcinada. La brasa permanente en la que se había convertido aquella magnanimidad.

Fue la primera tragedia internacional que viví. Tenía en ese momento 13 años. Creo que ese día no fui a clase, porque todo lo recuerdo desde mi casa. Ya no tenía televisor en mi cuarto, así que dormía con la radio encendida. Me habrá despertado el sonido de alguna sirena que se transmitía en vivo. Un aparato Panasonic desde Maracay, una ciudad al centro de Venezuela, me permitía escuchar la narración apurada y nerviosa de alguien que traducía en tiempo real lo que recibían en la estación. Quizás no fui al colegio porque no habían empezado las clases, ya que esa misma tarde fuimos a comprar algunas cosas que necesitaba para mi nuevo año escolar. Un bolso negro, enorme, en el que cabía mucho más que libros, unos zapatos azules para hacer deporte. En la tienda, en el tercer piso del Centro Comercial Parque Aragua, como en todos los demás televisores alrededor, solo había una cosa: la escena de las dos torres con una columna de humo erguida, o la repetición del impacto del segundo avión. Era todo muy reciente y el material audiovisual era muy limitado. Era 11 de septiembre, mi hermana mayor cumplía 26 años y olvidé llamarla.

Nada en mi pequeña ciudad se podía alterar verdaderamente por lo que pasaba. Todo ocurría muy lejos. Sin embargo, en breve empezaría una guerra, la primera que vería transmitirse en cualquier sitio, desde los pequeños televisores de mi colegio, alguna pizzería o Internet. Vivíamos un momento histórico. El tipo de cosas que podía conseguir sumarse a la tapa de un libro de historia universal en bachillerato y anexarse como su capítulo final.

Detalle exterior del One World Trade Center tocado con un lateral del Oculus. Fotogrsfía de Juan Luis Landaeta

En 2001 ya había empezado la fama internacional del cantante guatemalteco Ricardo Arjona. A la constelación de situaciones más o menos absurdas que los noticieros necesitaban vincular a lo sucedido, se sumó una supuesta investigación al propio artista. Una suerte de balada cursi como las que frecuenta y que dado el ritmo a la altura del estribillo permite ser bailada, se podía interpretar como una predicción del ataque, convirtiendo al artista en vidente y sospechoso por igual. La canción se llama “Mesías” y habla de un hombre controversial, con romances, contactos y poder, que planea un gran “golpe” y que se pasea por Nueva York. Uno de los versos finales de la letra dice: “Y esta vez su estrategia no es igual». El tipo se suicida. El tema es el track número 8 del disco Galería Caribe, publicado el 29 de agosto del 2000, un año y una semana antes de los hechos.

La única respuesta consistente y funcional, desde entonces, ha sido el cuándo. A partir de allí, cualquier alrededor se hizo imposible. El número final de víctimas mortales es un aproximado. Se sostiene que desapareció más gente de lo comunicado, o que la cifra real es considerablemente menor o simplemente imposible de calcular, y que el siniestro, consentido por Washington, era necesario para desatar las guerras e invasiones que sucedieron. Cualquiera de estas opciones cuenta con un arsenal de documentales, especiales y entrevistas que las pueden sustentar.

Parece que veinte años después, cualquier precisión de los hechos es un acto político y suspicaz, pasando por alto el derecho que tiene cualquier ciudadano a entender o a que le expliquen por qué pasó lo que pasó. Por ejemplo, la posibilidad de que algunas agencias del gobierno hayan recibido información que hubiera permitido prevenir lo ocurrido y no la hayan compartido, por rivalidad o negligencia. Por otro lado, buena parte de lo que podría explicar lo que pasó en New York City no pasó en la ciudad. El avión secuestrado que se estrelló en Pennsylvania o el que dio con un lateral del Pentágono tiene mucho que decir también. Las escuelas de entrenamiento de vuelo en Florida. Los carnets de identificación de los terroristas que llevaban meses dentro del país y, por último, la historia y los vínculos de la propia familia Bin Laden con los Estados Unidos.

Los triángulos encontrados del One World Trade Center. Fotografía de Juan Luis Landaeta

Desde el lado sur de Washington Square, en su confluencia con la calle Thompson se puede ver con claridad el nuevo One World Trade Center, hecho de triángulos isósceles que se entrecruzan. Aunque en línea recta son un par de kilómetros, el edificio pareciera estar al final de la propia calle. Cada vez que atravieso esa esquina hago el cálculo mental del espacio que ocupaban las torres. Las imagino en el firmamento. Llevo diez años en esta ciudad y no puedo controlar las ganas de hacerlo cada vez que visito la plaza. Suponer esa altura en la que miles de personas comían, tecleaban, iban al baño o contestaban el teléfono. Entiendo que la nueva torre no es tan alta como las gemelas, así que trazo dos líneas paralelas desde la antena blanca de su último piso. Es una porción del aire sobre Manhattan que no se volverá a ocupar jamás y cualquier seña que intente delimitar esas columnas me parece ridícula, por innecesaria. Debajo de mi dibujo geométrico imaginario, ahora corre el agua de los monumentos que honran a las víctimas. Arriba, lo que otorga tanto significado a lo que veo, es precisamente la nada de ese vacío. En la época de la Inteligencia Artificial, cyborgs, bots y ofertas de criogenización para la vida eterna, la verdadera dimensión imposible: volver al pasado.

El espacio imposible. Fotografía de Juan Luis Landaeta


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