El Hot dog más grande del mundo. Fotografía de José Gabriel Fonseca Carmona
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Un hombre cuasi centenario
Soho Art Materials está en el número 3 de Wooster Street, en una de esas calles que no están asfaltadas, sino cubiertas por adoquines de piedra, responsables de desequilibrar la perspectiva de los automóviles estacionados, como en un dibujo mal hecho. Entrando la primavera, el primer día de 2024 que alcanzaba los 30 grados centígrados, alcancé a ver a un hombre encorvado que caminaba muy lento. Era un hombre calvo sin cejas ni barba. Vestía una franela azul muy gastada, bajo una camisa blanca muy gastada, sobre un pantalón blanco todavía más gastado que todo lo anterior. Avanzaba con la boca abierta de los maratonistas, aunque se moviera muy lento. Toda su cara estaba dominada por la exageración de ese gesto, como si tuviera la quijada caída o respirara mejor así. A medida que se acercaba, los detalles de las líneas de expresión a cada lado de la nariz hacia el mentón, en juego con sus ojos diminutos, casi ocultos, me resultaron familiares.
Creer dar con alguien conocido o famoso es un fenómeno potencial de las aceras en Nueva York: te expone a la posibilidad de hacer el ridículo tomando a alguien por otra persona, o bien, de acertar con una impertinencia que casi nadie busca o agradece. Casi seguro de que era él, saqué mi teléfono y escribí su nombre seguido de 2024, procurando fotos recientes. Apareció la misma postura de pie. La misma mirada. Se mostraba idéntico. Mientras lo constataba, me pasó por un lado, y entró a la tienda de materiales de pintura de la que yo acababa de salir. Divagué unos segundos calculando qué era y qué no era acoso, me dio risa la precaución tan inútil que estaba tomando y volví a entrar.
Crucé la puerta buscando la mirada del encargado y no tuve que hacer más. Walter atajó mis ojos y mis cejas muy abiertas, asintió, y luego me hizo una seña para que no me acercara a molestar a aquel hombre, que ahora, de espaldas al mostrador, escogía tonos de azul en la sección de óleos. Tenía un tubo en la mano y lo veía como si hubiera encontrado un insecto y le inquietaran sus patas. En ese instante lo pude ver un poco mejor. Lo único que resaltaba de toda su indumentaria, era una pulsera grande, muy brillante. No pude distinguir entre una esclava o un reloj, pero por la trama podría ser una prenda… ¿Cartier?
Sin ningún ánimo de molestarlo y sorprendido por el encuentro, di por cerrada la anécdota y decidí irme muy rápido del local, casi como un niño, como si las zancadas no solo asentaran lo que acababa de ver y vivir, sino garantizaran su veracidad. Todo lo que había visto, todo lo que registré, lo hice en menos de dos minutos. Podría contabilizarlo mejor en miradas o escenas raudas. Mi apuro se detuvo apenas llegué a la esquina norte y volteé, para entonces verlo salir de la tienda con el tubo de óleo en la mano, sin bolsa ni factura. Decidí devolverme, caminar hacia él y abordarlo con mucho respeto (es decir, guardando una distancia absurda de tan prudente para una conversación) y además, procurando establecer algún contacto visual previo, que acaso aprobara el intercambio.
Le dije “Maestro” pronunciando una “u” entre la “r” y la “o” que en español no existe, pero que en inglés sí. Miró hacia el frente y luego hacia mí, asintiendo. La ciudad era un set y nosotros, dos actores. Dije lo que el guión dictaba y él escuchó lo que siempre escucha. Lo admiro, me encantó el show que hicieron en Guggenheim el año pasado, gracias por su arte, ha sido una gran influencia para mí, usted es de los artistas contemporáneos que más estudio. Nada era falso. Nada era especial.
Al terminar, le pregunté si le molestaba que me tomara una foto con él, conociendo el riesgo que tomaba y lo aleatorio que puede ser un registro de ese tipo. Como cuando lo saludé, los universos idiomáticos se cruzaron de nuevo. Mi frase en inglés fue: “Would you mind if we took a picture together? A lo que respondió “Yes, I do”, sonriendo. En español este intercambio se hubiera sentido más rudo y menos elegante, “No, no quiero, no puedes, no me da la gana”. En inglés, al menos el inglés oral, “mind” sinceramente respeta el albedrío del interlocutor de aceptar o negar lo propuesto, con cortesía.
Es probable que Alex Katz haya estado en medio de una sesión de trabajo, incluso vestido para ella, en medio de esa acera, cuando yo lo intercepté. Le di las gracias y aunque ya había empezado a redactar este texto en mi mente, por primera vez me abstuve de tomarle una foto a alguien que me interesara, aunque fuera de espaldas.
El Hot dog más grande del mundo en Times Square
Magnificaciones de esta ciudad. Ver de cerca a Alex Katz fue como hacerle zoom in. Nueva York en los lóbulos de unas orejas, en los dientes de un hombre de 97 años. Aquí se pueden ver y sentir en persona los rostros, perfumes, torsos y tacones que se suelen adivinar en formato de cine, en las dimensiones de una tableta o en la pantalla del teléfono. Hay una diferencia entre ver en realidad y ver de cerca. La magnificación no tiene por qué ser siempre un aumento de las dimensiones disponibles de algo, sino también una repetición, algo que haga más total la percepción de la cosa. Warhol hizo eso. Generó un énfasis que acaso ya (solo) ocurría en los anaqueles del supermercado. Un Hot dog gigante en Times Square es una cosa así. Incluso rodeado de puestos que ofrecen perros calientes reales o por lo menos comestibles.
Vi el invento en reposo, sin que estuviera erguido (el aparato asciende hasta 45 grados un par de veces por día y al hacerlo, dispara confeti por un orificio en su parte superior). Comparar las acciones de una salchicha que despide algo en uno de sus extremos con una eyaculación me parece un gesto adolescente, pero considerando las obviedades a las que apuesta la obra (porque es una obra de arte) me resulta inevitable. La pieza reposa sobre lo que parece una plataforma con ruedas, muy similar a las bandejas de carga de los camiones.
Jen Catron y Paul Outlaw son una pareja de artistas. En cualquier foto reciente, aparece ella muy embarazada y él con una barba gigante, que, sumada a sus lentes de sol, consigue anularle el rostro. No son unos provocadores improvisados y han presentado anteriormente sus propuestas en instituciones como Brooklyn Museum. Han hecho muestras que incluyen copas enormes de helado bañadas en sirope y lluvias de hamburguesas suspendidas en el aire. Ahora, con el giga-perro-caliente suman a su discurso la migración (los vendedores ambulantes de comida callejera son casi todos extranjeros), además de las costumbres y gustos de una sociedad clavada en el consumo y el capital. La bestia que prepararon para Times Square tardó seis meses en construirse, es presentada como una pieza “animatrónica” y ellos la comparan con un caballo de Troya, que concentra algo de espectáculo, crítica y colaboración.
Alrededor de la salchicha con ruedas, las personas, como cualquier entidad que se atreva a deambular por ese espacio, actúan como se puede prever: intentando disfrutar lo que ven sin entenderlo de todo, aturdidos por la luz de las pantallas, las muchas músicas, golpes de hombros, pisotones y olores de comida dulce o frita. Todo se resume en cualquier rincón donde esté alguien sacándose una foto, alguien posando o buscando algo con la mirada. Cada tanto se percibe algo como impreciso pero hostil encima, y es así como se descubre que estamos obstaculizando la toma fotográfica de alguien más. Durante mi visita, nadie le estaba tirando fotos a la instalación de Catron y Outlaw. Camuflada, como si fuera evidente su armonía, era apenas una cosa más en el templo de todas las cosas que es Times Square.
Un portal Dublín – Manhattan
Debajo del Flatiron Building, famoso por su forma triangular, se instaló un portal diseñado por Benediktas Gylys que conecta ambas ciudades en tiempo real, a través de una transmisión (en principio) ininterrumpida de video. De pronto, la plazoleta en la calle 23 y la calle O’Connell de la capital irlandesa, estuvieron conectadas y con ellas, sus transeúntes. Al visitarla se puede ver un aro de metal gris de un par de metros de altura con una pantalla circular en su centro, y en ella, gente saltando, confundida de pie, saludando, moviendo los dedos o riéndose.
Las reacciones de la gente en los medios y las redes (en realidad, las comparaciones) fueron inmediatas: qué tanto podía ofrecer otro Skype, llamada de Zoom, un FaceTime… Sin embargo, sus promotores exaltaron el valor interactivo, recreacional y su valor simbólico. De hecho, ya Nueva York tuvo una conexión directa de este tipo, pero en el siglo XIX, cuando el empresario y showman Phineas Taylor Barnum incorporó a su extravagante American Museum, una réplica entera de Dublin, a la par del supuesto cadáver de una sirena, una muestra de gemelos siameses y un par de belugas.
Por unos días “el portal” se sumó a la variedad de atracciones y novedades disponibles para gozar las temperaturas cálidas, el cambio de horario y las ganas de estar lejos de cualquier espacio cerrado. Una pareja de novias, separadas por el Atlántico se saludaron, y enviaron besos que pudieron ver y percibir con una proporción incomparable a la del iPad. Un grupo de amigos de bachillerato también se sacudió en lo que parecía un reencuentro con perspectiva errante. La gente hizo todo lo que se podía hacer, hasta que empezó a hacer todo lo que evidentemente iba a hacer.
Muy pronto, alguien del lado de Dublín acercó su móvil a la cámara con imágenes del 11 de septiembre, concretamente de las torres gemelas en llamas. Grupos animados por el alcohol (mostrando sus botellas) también hicieron lo propio, insultando a quien fuera (un hecho anónimo, venido de alguien que vemos pero que no conocemos y que está en otro continente, ahora mismo). La enumeración de lo que pasó es aburrida por predecible.
Sin embargo, no fue el consumo de sustancias o la falta de tacto de algunos impertinentes lo que llevó a que el uso y la operatividad del portal fuera suspendida. Fue un semidesnudo, lo que se entiende como “flash”, o puntualmente: el bajar o correr muy rápido una prenda de ropa, revelando una o más partes del cuerpo. La piel desnuda, sí, pero por poco tiempo, como en un destello. A diferencia del anonimato de aquellos insultos o imágenes en teléfonos móviles de cuyos responsables solo veíamos manos, muñecas o antebrazos, el acto en cuestión sí tuvo autoría. Una muy orgullosa Ava Louiise reclamó con orgullo su logro: “Hice que suspendieran el portal”.
El video que subió a Instagram, muestra cómo su novio, en el momento del incidente, se acercó a un policía para distraerlo, mientras ella escapaba de la escena. También dice que solo pretendía mostrarle sus “patatas” a las personas de Dublín. Para demasiadas personas en Internet fue confuso que comparara sus pechos con patatas en vez de las archisabidas frutas o vegetales que suelen servir para ello. Un noticiero de New Jersey, de donde es Ava, le dedicó un espacio solo a esa particularidad. Louise no es una novata en el campo de las controversias espectaculares. Hace un par de años, en plena pandemia, se hizo viral por lamer la tapa del inodoro de un avión y filmarse en ello. Es modelo, actriz y tiene un perfil en OnlyFans con el que en apenas un fin de semana después del escándalo del portal, reportó haber facturado alrededor de treinta mil dólares.
Por unos días el aparato estuvo inactivo, hasta que se acordó retomar las transmisiones de manera acotada: algunos días entre tales y tales horas. No quedaron claras las medidas que tomaron ni cómo evitarían que se repitiera nada de aquello. Las tres veces que fui era de día y en todas estaba un encargado de seguridad (gigante) de turno. Dos de las veces estaba apagado. Cuando conseguí verlo funcionando, sentí una alegría idiota, comunitaria, que me impidió recordar todos los argumentos que se oponen a la hechura de algo así. La gente se hacía fotos, exclamaba, sorprendida de ver una transmisión real y no un video. En Nueva York había luz diurna y en Dublín también. En Nueva York la gente saltaba y en Dublín también. Un aro, parecido a una lupa, nos acercaba (y recordaba) a nosotros mismos.
El círculo de tiza
Contemplas cosas en el cielo, a la altura de tu barbilla o debajo de los pies. Así descubrí las obras de Félix Morelo, mientras caminaba por el distrito de galerías en Chelsea. Él es un colombiano/estadounidense radicado en la ciudad, con un trabajo que implica varias disciplinas. Ha exhibido en Nueva York, pero también en Atlanta, Venecia y Lingang, ciudad de la que no sé nada. Medios como el New York Times han escrito sobre él y lo que hace.
En su página web se encuentran dibujos, pinturas e ilustraciones, pero fueron sus círculos de buena suerte – mala suerte los que me llevaron a él. Los círculos son hechos con tiza, de un mismo color y sin relleno alguno. Los diámetros varían dependiendo del espacio disponible y del ámbito que Morelo quiera abordar. Los intersticios entre figura y figura son parte de la experiencia. Adentro solo habrá una o dos palabras, alternándose con su contrario en cualquier dirección. Punto de buena suerte. Punto de racismo. Punto de un abrazo. Punto de sanación.
A veces los espacia y a veces satura la acera haciendo casi imposible esquivarlos u obligándote a saltar, para ello. Cuando se entra en su lógica, como de hechizo, resulta difícil hacerse indiferente a lo propuesto. Nadie quiere pisar (y con ello, convertirse) al circulo de mala suerte o racismo. Con los círculos positivos pasa lo contrario, nadie quiere desperdiciar el chance de verse imbuido en la buena suerte, la ocasión de un beso o de la sanación. Basta con que se provoque una sonrisa imprevista en los transeúntes valiéndose de tan poco.
En una ciudad tan regida por la voluntad y las decisiones invariables de cada quien, verse involucrado en un experimento artístico, sin previo aviso, podría parecer una afronta. Sin embargo, la intromisión es casi infantil: se trata de líneas inofensivas en el suelo, como una travesura. Un arte público e interactivo, delicado y efectivo, irresistible. En la ciudad de Nueva York no hay nada que moleste tanto como formar parte de algo para lo que no te consultaron. Félix Morelo consiguió que atravesar una plaza, entrar a la boca del metro o cruzar de acera, sea o no sea una manera inmediata de transformarte. Como en un hechizo, es algo que solo funciona si crees en ello. Incluso aquí, ¿Quién se atrevería a saltar a una piscina de (anunciadísima) mala suerte?
Juan Luis Landaeta
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