Albert Camus: ¿Quién expulsó la belleza?

03/11/2019

Albert Camus. Fotografía de United Press International

«Clamé al cielo y no me oyó. Mas si sus puertas me cierra, de mis pasos en la Tierra responda el cielo, no yo».
José Zorrilla: Don Juan Tenorio. 

 

Nietzsche consideraba la muerte de Dios como un hecho cultural evidente, y la liberación suprema era aceptarla de forma gozosa. ¿Qué significa esa muerte?

En principio, Camus coincide con Nietzsche al calificar de nihilista o absurdo al mundo sin Dios, donde los valores se convierten en voces vacías. Pero a diferencia de Nietzsche, Camus alerta sobre las consecuencias de ese acontecimiento. Ha muerto el rey, viva el rey. Ha muerto Dios, viva el hombre. Solo se ha producido una sustitución. 

El hombre que usurpa el trono divino está sometido a la razón instrumental. Esa no es la razón por la que luchaba Sócrates, sino la que está presente en los sofistas de todos los tiempos. El carácter instrumental no se orienta por valores sino por la mera utilidad. El utilitarismo aplicado sobre la naturaleza es explotación de los recursos sin conciencia ecológica y, aplicado sobre los hombres, es dominación sin escrúpulos éticos. 

El hombre ensoberbecido ya no se inclina ante nada. Embriagado de poder, expulsa lo sagrado del mundo. El resultado es un universo donde la divinidad no tiene lugar. Lo que nos lleva a preguntarnos si es realmente humano un paisaje tan inhóspito. 

Camus se diferencia de los otros existencialistas, pues rechaza como inadmisible el sufrimiento de los inocentes. Acepta el absurdo, pero como el primer momento que conduce a la rebelión del hombre. 

En una Europa arruinada por la Segunda Guerra Mundial, Camus analiza la tragedia del pensamiento moderno que redujo la civilización a la barbarie y encuentra dos causas del quiebre de la razón valorativa. En primer lugar, el positivismo y su fe radical en la ciencia y la tecnología. En segundo lugar, los irracionalismos y su culto a la voluntad de poder. El nihilismo trajo el conjunto de utilitarismo y dominación que expulsó la belleza del mundo, simbolizada por la figura mítica de Helena de Troya. 

En tal sentido, Camus nos legó un hermoso texto donde compara la mentalidad antigua y la contemporánea: El exilio de Helena (1948), un ensayo tan corto como profundo, hermosamente escrito. 

A través de sus agudas reflexiones, comprendemos muchos rasgos de la conciencia contemporánea y sus miserias. Y uno de los rasgos más distintivos de nuestra mentalidad es la vocación a competir con los dioses, es decir, a cometer el pecado de soberbia, hybris, que tanto condenaba Sócrates. 

Lo limitado es hermoso 

Para Camus, los antiguos griegos amaban la belleza, mientras que los contemporáneos, afectados por la inversión de los valores, preferimos rendirle pleitesía a la fealdad. 

En virtud de tal reverencia, nuestro sufrimiento ni siquiera puede convertirse en verdadera tragedia, la cual está presidida por la belleza sublime, pues preferimos arrastrar nuestras miserias en el lodo de la vileza. 

Nosotros, los contemporáneos, hemos expulsado la belleza y la idea de límite a la que está asociada. Es lo que Camus llama el “exilio de Helena”. 

Para los griegos, lo bello estaba geométricamente limitado, tal como se evidencia en la arquitectura del Partenón. Mientras que el hombre contemporáneo, adicto a la prepotencia, se siente fascinado por el abismo del ansia de infinito: el anhelo fáustico. 

La religión griega tenía unas terribles vigilantes, las Erinias vengadoras, como las llamaba Heráclito, que impedían traspasar las fronteras entre lo mortal y lo inmortal. Camus refiere los efectos deletéreos de la aplicación de la soberbia a la más importante virtud de la vida asociada: la justicia. Para los antiguos, la justicia se daba dentro de ciertos límites, mientras que nosotros buscamos que sea ilimitada. 

Con esto, seguramente, Camus se refiere a uno de sus temas más obsesivos: el inconforme metafísico. En su gran libro, El hombre rebelde, distingue entre quienes se sublevan contra las injusticias humanas y quienes lo hacen contra Dios. Los rebeldes contra Dios, en nombre de una utopía imposible, terminan practicando el genocidio.

El universo desolado

Lo que ha sucedido con la justicia, de alguna manera también ha tenido lugar con el conocimiento científico. Pues con osadía nos arrojamos a explorar el universo, para descubrir que ya no existe el amable cosmos de los antiguos -un todo ordenado por la divinidad-, sino un hostil espacio vacío como escenario para nuestra desolación. De esa forma, la desesperación nos conduce a la tentación totalitaria.  

Para los antiguos, el objeto supremo de contemplación era el universo. Con el advenimiento  del cristianismo, surgió un cambio de objeto: los conflictos espirituales. Durante la edad media, dichos conflictos encontraban, al final, su redención en Dios. Posteriormente se declaró la muerte de Dios, y nos quedamos con el espíritu desgarrado y sin posibilidad de reconciliación. La historia, es decir, la política, ocupa su lugar, y la tiranía se convierte en la opción inevitable para llenar ese vacío existencial. 

A partir de la modernidad, se ha perdido el concepto de esencia humana, o lo que es lo mismo, la naturaleza del hombre. Los filósofos modernos sufrieron una especie de ceguera respecto de este concepto. Ello afectó hasta a un pensador de la categoría de Kant, cuyo concepto del deber queda disociado de la teleología humana. Esta característica impide que el proyecto ético de la modernidad tenga éxito. 

Ya el universo no es cosmos sino caos. A nosotros mismos no nos define la razón, sino un manojo de impulsos inconscientes, como quiere el psicoanálisis, o de reflejos condicionados, como afirma el conductismo, los cuales usurpan la voluntad para ponerla al servicio de los más bajos instintos de tiranía.

La serpiente tentadora  

Camus parece referirse a la famosa tesis 11 sobre Feuerbach de Marx, donde se proclama que es hora de que los filósofos dejen de contemplar al mundo para empezar a transformarlo. Esa frase es el colmo de la soberbia. La serpiente del Edén le ofrece al intelectual la manzana de la potestad de cambiarlo todo sin haberlo comprendido.

En contraposición, Sócrates sostenía que primero hay que conocer al mundo para poder transformarlo. Especialmente se deben reconocer los límites morales. No es extraño que una de las consignas de los políticos mesiánicos sea tomar “el cielo por asalto”. Se toman prerrogativas que son propias de los dioses, mientras que lo que hace falta es mucha humildad, a lo Gandhi, para reducir las injusticias humanas. 

En esas actitudes arrogantes hay mucho de titanismo. Los poetas griegos acusaron a los titanes por su desmesura, por eso siempre las acciones de estos seres míticos terminaban en desgracia. No es extraño que la cultura romántica, y el mismo Marx, fuesen tan devotos del titán Prometeo, a quien interpretaban en sentido de un humanismo blasfemo.  

La dignidad rebelde 

El clima cultural de posguerra, con el que se encuentra Camus, es el del absurdo, el cual comprende la muerte de Dios y la negación de la esencia humana. Sin valores y sin  sentido de la vida, los intelectuales se dedican a la exaltación de las pasiones políticas y de los totalitarismos. 

Camus acepta valientemente la realidad del absurdo, pero rechaza sus consecuencias homicidas. Con el propósito de superar dichas consecuencias, toma el más famoso filosofema de Descartes y le brinda un nuevo contenido: me rebelo, luego existo. 

No se trata de la rebelión metafísica contra Dios, sino de la rebelión contra las injusticias humanas. En tal sentido, su filosofía es un acto de inconformismo contra toda forma de opresión. Esto es posible porque nuestra esencia humana  y su dignidad emergen cuando se las niega.

Además de corregir a Descartes, Camus también reformula la frase del Iván Karamazov de Dostoievski: “Si Dios no existe, entonces, no todo está permitido”. En caso de la inexistencia de la divinidad, no tenemos licencia para asesinar a los seres humanos; al contrario, debemos cuidarnos los unos a los otros. 

Camus nos muestra nuestras dos alternativas existenciales. Primero, una vida sin valores, es decir, nihilista, donde impera el utilitarismo y la dominación o, segundo, una que haga de la dignidad humana el bien supremo. Es la vía de la compasión y de la solidaridad. 

Como puede apreciarse, Camus no se limita a criticar los vicios del pensamiento contemporáneo. Además diseña su superación sobre fundamentos humanistas. Nos propone recuperar la humildad lúcida de los clásicos griegos, la cual se basa en la mesura y el equilibrio. 

Estamos en condiciones de confirmar por qué El exilio de Helena no ha perdido vigencia. Este ensayo tiene mucho que enseñarnos respecto a nuestros excesos, tanto los tecnocráticos, que han producido la crisis ecológica, como los filotiránicos, que amenazan la democracia. 

Nuestro desafío es superar las deformaciones de la conciencia contemporánea. Nos hemos extraviado en el desierto existencial por el olvido de la esencia humana y la soberbia del ansia de infinito. Pareciera ser hora de rescatar a Helena de Troya de su exilio injustificado.


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