Ensayo

Albert Camus, el primer filósofo del siglo XX

04/01/2018

“Lumiére! Lumiére! c’est en elle
que l’homme s’achève”
A.C.

“Estábamos hambrientos de libros y sexo, éramos meritocráticos y anarquistas. Todos los sistemas políticos y económicos nos parecían corruptos, pero nos negábamos a aceptar otra alternativa que no fuera un caótico hedonismo. Sin embargo, Adrián nos convenció de la necesidad de adaptar el pensamiento a la vida… era un lector de Camus y Nietzsche”. El que así habla es Tony Webster, uno de los protagonistas de la más reciente y laureada novela The Sense of an Ending, de Julian Barnes. Mientras sus compañeros de liceo leían a Wittgenstein, Russell, Orwell, Huxley, Baudelaire o Dostoievski, Adrián es el único que se detenía en los libros del autor de La peste. Un día cualquiera, la institución es conmovida por una noticia inesperada: uno de los jóvenes se había suicidado. Ante los comentarios que estimula la lamentable decisión, Adrián acude a la frase más repetida de El mito de Sísifo: “Sólo existe una cuestión filosófica verdaderamente seria: el suicidio”. En ese momento no reconocemos la connotación premonitoria de la frase. Cuatro años más tarde le tocaría a Adrián acabar con su vida.

Desde que Camus publicara la famosa línea, “Il n’y a qu’un problème philosophique vraiment sérieux: c’est le suicide”, en octubre de 1942, ha sido lo más reiterado entenderla como la expresión de un nihilista desengañado, un indeciso en términos ideológicos, un reaccionario sin esperanzas, un intelectual que, ante la incapacidad de una propuesta original, consideraba el suicidio como una salida filosófica. “Si es así, por qué no se suicida él mismo”, era una ironía reiterada en los cafés de Saint-Germain, donde Jean-Paul Sartre, excolaborador del colaboracionista periódico Comoedia, comenzaba a afianzar su ominoso papado, con la incómoda sensación de que en el joven escritor recién llegado de Argelia, y ya conocido por el éxito de El extranjero, publicado en mayo del mismo año, iba a encontrar un crítico permanente de sus incontables falacias. El suicidio ficcional del personaje de Barnes se corresponde a los eventuales suicidios provocados por la lectura descaminada del pensador francés. La consecuencia de un trágico malentendido, como uno de esos a los cuales el mismo Camus dedicó uno de sus dramas más dolorosos.

De la misma manera que el XVII fue el Siglo de Hierro, el XVIII el de las Luces y el XIX el de la Máquina, el XX fue el Siglo de la Muerte. Genocidios, “guerra permanente”, campos de extermino, armas nucleares, delincuencia universal, hambrunas infinitas, suicidios endémicos, la droga como panacea, estimularon un detestable culto por la muerte. Uno de sus vates más esclarecidos insistía en la necesidad, no de una existencia propia, sino de una muerte propia. Mientras que uno de sus compositores más escuchados escribía canciones para la muerte de los niños. Los fallecidos compitieron con los vivos en el protagonismo de las más diversas expresiones. El invierno los mantenía cálidos y así, desde una piscina en Sunset Boulevard o en la polvorientas calles de una improbable aldea mexicana, nos contaban, desde el más allá, sus historias, sus amores y miserias. La enfermedad se entendió como una forma de heroísmo y se admiró más al enloquecido Áyax que al decoroso Héctor. La necrofilia convertida en categoría estética. Un contexto semejante no podía sino propiciar una lectura especular, al revés y no al derecho, de la obra de Camus. Se entendió la famosa afirmación de El mito de Sísifo como una declaración de principios, una superación de la “resignación” schopenhauerina, una llamada imperiosa al biathanatos, como diría John Donne. Camus se convirtió en un pensador oscuro, el “filósofo de las clases terminales”, en la infeliz expresión de un infeliz “normalista” parisino.

Tal vez uno de los aportes más permanentes de L’ordre libertaire: La vie philosophique d’Albert Camus, la apenas publicada biografía del Premio Nóbel de Literatura, escrita por Michel Onfray, es el de corregir, desmontar, enmendar, redireccionar una lectura de Camus, que, no por generalizada, deja de ser la más engañosa. Onfray es el primer biógrafo del XXI que se ha dedicado a releer las 5000 páginas del canon camusiano en la nueva edición Pléiade. El resultado es un dilatado y apasionante comentario que lo signa la voluntad de presentarnos otro Camus, uno más fiel a las raíces de un pensamiento, cuya claridad esencial nunca quiso, o casi nunca, ser entendido. Para Onfray, lo que ha podido ser tomado como desviación existencial por los seguidores de Sartre es lo mejor de Camus, un “pensamiento hedonista, cuya mejor expresión hay que buscarla en los escritos argelinos”. En especial, es esa la más iluminada interpretación moderna de “lo mediterráneo” que es Bodas escrito a los veintitrés años:

En primavera, Tipasa está habitada por los dioses y los dioses hablan bajo el sol y el aroma de los ajenjos. El mar con reflejos de plata, el cielo de un azul crudo, las ruinas cubiertas de flores y la luz borboteando sobre los montones de piedra…

Aquí he llegado a entender lo que llaman la gloria: el derecho a amar sin medida. Sólo existe un amor en este mundo. Estrechar un cuerpo de mujer significa apoderarse de esta extraña dicha que desciende del cielo hacia el mar. (Bodas en Tipasa)

Michel Onfray, claro está, no ha sido el único en reconocer el carácter “solar” de la escritura camusiana. Pierre de Boisdeffre, entre otros, ya lo había hecho en su reseña sobre L’été publicada en 1954: «Este libro forma parte de la vocación esencial de Camus, refleja un rostro dirigido de manera natural hacia la luz”. El aporte invalorable, por lo necesario, del estudio de Onfray es haber legitimado, en términos filosóficos, estas intuiciones previas. A lo largo de 600 páginas de  clara y estimulante prosa, Onfray considera a Camus, a pesar de la “tentativa de asesinato” (Onfray) de Sartre y los sartrianos, como lo que siempre fue: un filósofo, y uno de los más vigentes en estas primeras décadas el XXI. Al referirse a Nietzsche, uno de los modelos más reconocidos por Camus (“Albert Camus fue uno de los grandes filósofos nietzscheanos del siglo XX, tal vez el más grande”), lo hace en términos de alétheia, de develación:

“Camus quiere un Nietzsche solar para oponerlo a un Hegel nocturno. Sabe que Argelia es la patria de este Nietzsche. ‘Bodas en Tipasa’ constituye el manifiesto de este pensamiento hedonista, solar, nietzscheano”.

Y, en algunos de los mejores capítulos de su libro, se detiene en la consideración de este Camus hijo de Dioniso, mediterráneo y, en no pocas ocasiones, insospechado. Y lo hace ajustando cuentas con el pensamiento miope y necrófilo del novecientos:

“La filosofía alemana alimentó los campos de concentración nazis y soviéticos. Esta filosofía nocturna, sombría, negra, necesita ser criticada y superada en beneficio de un pensamiento solar, diurno y luminoso. Este es el sentido de un pensamiento del ‘mediodía’ opuesto al pensamiento de la medianoche” (p. 360).

Camus, gracias a la dedicación de Onfray, reaparece con su verdadero rostro: el del mejor exponente de un Nietzsche dionisíaco, opuesto al Nietzsche apolíneo de la ideología académica europea. Un Camus que nunca se entusiasmó con la orgía fúnebre del siglo XX, que se manifestó en contra de todas las formas de terrorismo y penas capitales, no importa la organización o sociedad que las propusiera. Que bebía del sol mediterráneo para mantener su fe en la dignidad del hombre y en sus infinitas posibilidades, como lo consignaron los griegos. Un hombre que, a pesar del absurdo de su existencia, es capaz de amar y cantar, de crear y vivir, de disfrutar los dones de la luz y el mediodía. Que refuta la tendencia malsana de considerar al hombre como un ser que, un día cualquiera, aparece metamorfoseado en cucaracha, y que su verdadera residencia son los pipotes de basura de una obra de teatro.

La invitación es a releer al autor de Los justos a la luz, ya no de la noche de miserias, sino “à plein soleil”, en medio de la luz curadora, a orillas de la mar insobornable y siempre renovada del meridiano. De haber leído el libro de Onfray, es muy probable que Adrián, el malhadado protagonista de Barnes, no se hubiese quitado la vida.

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Este artículo fue publicado en Prodavinci el 21 de enero de 2012.


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