Perspectivas

Al final, sí me gradué

Fotografía de Aleisa Mondolfi.

12/08/2022

Mi memoria es selectiva y limitada. Aunque manejo mucha información, en gran parte innecesaria, es poca la capacidad de retención que tengo. Es como si en mi cabeza tuviera almacenadas una serie de carpetas, una por cada evento importante que ha marcado mi vida, todas con archivos dañados, muchos sin nombres ni fechas. Mi cerebro es un desorden, no solo por la mala memoria, sino porque a veces me da por confundir nombres o alterar, a la hora de hablar o escribir, el orden lógico  de las palabras. Los recuerdos que logro  identificar, los buenos y los malos, forman una especie de fango, pesado y pegostoso, que generalmente me da fastidio pisar. Cuando me veo en la necesidad de rescatar algún recuerdo, necesito una foto, una canción, una referencia geográfica, un amigo o conocido que me dé alguna pista  para ver por dónde comienzo la búsqueda.

Dejé de vivir en Margarita en 1986, poco tiempo después que terminé los estudios de Oceanografía y Acuicultura en el Instituto Universitario de Investigaciones Marinas (IUTEMAR), perteneciente a la Fundación La Salle. Estoy bastante seguro de que sí terminé la carrera, que entregué una tesis sobre crustáceos decápodos, y que un día en Porlamar mi papá me acompañó a comprarme un traje de lino blanco para el día de la graduación. No recuerdo dónde alquilé la toga y el birrete, tampoco  de la ceremonia de graduación, confundo quiénes de los que estudiaron conmigo se terminaron graduando en mi promoción. No sé el nombre de la persona que me entregó el título y mucho menos su cargo dentro del tecnológico. Lo único que todavía  tengo claro  es que me había prometido que el  día del acto de graduación, al salir de La Salle, iba a montar el Jeep en la Plaza de Punta de Piedras. Esa tarde lo hice, pero ¿por qué ese 18 de julio de 1984 salí de las instalaciones de la Salle sin mi título en la mano y sin la medalla al cuello? 

Fotografía cedida por Andrés Kerese.

Punta de Piedras es uno de esos pueblos a los que uno no va, al menos que tenga algo que hacer en ellos. Es una estrecha franja de tierra adosada a una laguna de manglares que no sé si alguna vez fue limpia. Dudo que alguna persona, después de haber recorrido toda la isla, haya decidido quedarse a vivir en Punta de Piedras por lo atractivo del lugar. Al menos que haya nacido en esa trampa de mosquitos, todo el que llega  a Punta de Piedras solo tiene dos opciones: o se embarca en el mismo ferry del que desembarcó en Margarita,  o da vuelta en U y se devuelve  por la misma vieja carretera llena de huecos por donde llegó.

La Fundación La Salle está al final de Punta de Piedras.  Para llegar a ella hay que pasar frente al muelle donde atracan los ferrys, dejar a un lado la plaza del pueblo  y llegar hasta el cementerio. Lo que para cuando yo estudié en el IUTEMAR eran modernos salones de clase y laboratorios, son hoy dos edificios deteriorados que han caído en el abandono  y  sucumben al salitre. Donde yo recibía clases actualmente es la sede de un liceo tecnológico, también llevado por la Fundación La Salle. Y de la pequeña estación construida en 1985 para el cultivo de camarones de agua salada en cautiverio –algo que en esa época todavía no se había intentado hacer en Venezuela–, hoy en día lo único que queda son unos cuantos escombros. 

La planificada visita al lugar en el que estudié no estaba cumpliendo con las expectativas que me había creado.

Izquierda: Andrés Kerese comparte con Prodavinci su planilla de inscripción, entregada al IUTEMAR en 1980. Derecha: Personal del instituto en la actualidad. Fotografía de Aleisa Mondolfi.

La idea de regresar a la Salle, aparte de volver a donde durante más de cuatro años fui diariamente después o antes de ir a la playa, era ver si podía recuperar el título de graduado que certifica que en 1984 cumplí con todos los requisitos que me convertían en un técnico superior especializado en oceanografía y acuicultura. Después de ver el estado en el que están los edificios donde hace cuarenta años entraba recién salido de playa Parguito, todavía en shorts y en cholas, para ver a través de un microscopio cómo se reproducen los erizos, pensé que el regreso a Punta de Piedras había sido algo inútil,  guiado por la nostalgia que siente el que está perdiendo la competencia contra la juventud. 

Antes de subirme al carro e  irme por última vez de la Fundación la Salle, rumbo a lo que hoy es mi vida, me metí  en un salón de clases.  Después de explicarle a una profesora –sin alumnos en los pupitres– qué hacía yo allí, le pregunté si podía ayudarme a conseguir mi título de grado. Me indicó que en el  edificio de ladrillos que había dejado a mano derecha cuando entré al campus funcionaba ahora el IUTEMAR. 

A partir de ese momento todo se aceleró, todo pasó a ser menos racional y más emocional. Caminando y preguntando llegué hasta una oficina de atención al alumno. Le di mi nombre a una secretaria. Le conté  que había sido alumno, y que había regresado para averiguar si podía conseguir mi título. No pasó ni un minuto cuando de otra oficina salió una señora:

–¿Kerese Amaya Andrés? 

–¿Usted me conoce?

–Claro, tú eras uno de los greñudos que llegó de Caracas. Te escuché hablar y te reconocí.

Fotografía de Aleisa Mondolfi.

Comencé a reírme nerviosamente. No podía creer lo que estaba pasando. Mientras le hacía preguntas, comencé a sentir que pertenecía a ese lugar. Los recuerdos desordenados en mi cabeza comenzaron a tomar forma. El calor me dejó de incomodar. Quise estar otra vez a bordo de un tres puños  rumbo a una práctica de submarinismo en el ferry hundido de Cubagua con Mane, Cepillín y Rubén Jauregui. Sentí en los pies la arena de la playa de La Restinga mientras sacaba guacucos junto a Tarzán y al Flaco. Milena, la secretaria, después de revisar  en un archivador, apareció con una vieja carpeta de manila levantada como un trofeo. Dentro, aparte de mis notas de bachillerato y una carta de buena conducta expedida en 1980 en el liceo Gustavo Herrera, estaba mi planilla de ingreso al IUTEMAR. Luego, después de seguir buscando, en el fondo de una gaveta, junto con otros títulos que hoy parecen pergaminos, apareció lo que fui a buscar. Mi título de TSU que había tenido que dejar el mismo día que me lo entregaron para que fuera registrado en la Asunción y que, después que dejé la isla  en 1987, nunca me preocupé de recoger.

A la oficina comenzaron a llegar más personas. Una  señora que aseguraba haberme conocido en 1982, y  unas alumnas del liceo tecnológico a las que les pusieron como tarea levantar un informe de lo que estaba ocurriendo. De repente el ambiente se relajó, se acabaron las formalidades. Poco a poco, mientras recordábamos y nos reíamos, fueron bajándose las mascarillas. De algún lugar apareció un toga junto con su respectivo birrete y, de la manera más natural y a la vez la más sublime, en medio de una ceremonia improvisada, me hicieron entrega formal de mi medalla y título. Al salir de la Salle, aunque estuve tentado, esta vez no me atreví a montar el carro en la plaza del pueblo. Era alquilado.

Ahora sí, ya puedo decir que me gradué. 


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo