“Tu es belle”, viaje por el género fantástico

05/09/2021

–Mira, apá, ¿cómo se le dice aquí a una mujer que tiene los ojos bonitos?

–Chamo, Richita, compórtate que tú no sabes cómo puede reaccionar la gente aquí.

–Pero dime, vale, a ver si tengo suerte. Uno pide a ver si le dan.

–Le dices: “Vous avez de beaux yeux”.

–No, estás loco, yo no voy a decir eso nunca. Imposible.

–Bueno, Richita, le puedes decir que es hermosa: “Tu es belle”.

–Ah, sí va: “Tú e bel”.

–Pero si te insultan o te meten un bofetón eso ya es responsabilidad tuya.

–Bueno, está bien, relajado, papá… “Tú e bel”, más nada.

Entonces salimos a caminar por Bruselas y Richita iba como un loro que se ha aprendido una única frase en su vida repartiendo a diestra y siniestra sus “Tu es belle”. A rubias, morenas, flacas, rollizas, altas, bajas, incluso a algún hombre con el pelo largo; no importaba, al quien le pasara por al lado. Y había gente que ante el “Tú é bel” se sonreía y otros que lo ignoraban o se quedaban simplemente sorprendidos de que alguien gratuitamente les disparara eso a mansalva en mitad de la calle. La verdad es que nadie se ofendió. Les habrá parecido simplemente curioso. Anecdótico. Corría el helado mes de marzo de 2001, comenzaba el festival de cine más delirante en el que hubiéramos estado jamás, pero nosotros eso aún ni lo sospechábamos. Lo íbamos a comenzar a averiguar esa misma noche en la inolvidable sesión cinematográfica que inauguraría el Festival Internacional de Cine Fantástico de Bruselas 2001.

Lo primero que nos llamó la atención, y ahí nos dimos cuenta de que lo fantástico en ese festival trascendía los límites del cine, era que la gente iba disfrazada a ver las películas. Metidos literalmente en personaje. Entonces te sentabas al lado de Freddy Krueger o de Jason (el de Martes 13); Darth Vader necesitaba dos asientos porque no le cabía la capa o te daba cabezazos con el casco. Si se te llegaba a sentar Alien enfrente te perdías la película porque no veías nada con semejante cabezota adelante. Había un pana que no se perdió una sola película y que aunque cambiaba de ropa llevaba siempre un gigantesco muñeco de Godzilla pero a manera de bufanda, enrollado alrededor del cuello. De manera que nosotros éramos unos tipos muy raros en ese contexto y tanto vampiros como hombres lobos nos miraban francamente extrañados: ¿y por qué esta gente tan rara se habrá venido vestida de gente?

Segunda sorpresa: cuando comenzaba cada película y había alguien con un vozarrón prodigioso que gritaba desde la última fila una cosa incomprensible que sonaba como “Oooluu laaaa laa lá”, a lo que todo el mundo –excepto nosotros, claro– respondía a coro “Lele lala la lalá”. Había entonces un aluvión de aplausos, silbidos, aullidos y gruñidos y así se daba inicio a la película. Y con ella comenzaba a subir de tono un teatro medieval donde la gente interactuaba con lo que ocurría en la pantalla. Le avisaban al protagonista que tenía al asesino atrás. Las escenas de sexo eran aplaudidas como la gesta de unos gladiadores romanos en el Coliseo. Si se le llegaba a perder el perro a algún personaje todo el cine silbaba y llamaba al perro: “¡Argos! ¡Argooooooos!”, hasta que por fin aparecía el perro, casi siempre asesinado por el villano, así que todo el cine lloraba masivamente a moco suelto y a punta de alaridos la muerte de la mascota durante varios minutos. A pesar de que la película seguía su curso y ya el asesino había despachado también al amo hacía rato. Pero es verdad, porque uno en el terror espera que el asesino en serie mate al dueño (al perro ya se trata de palabras mayores). Ese tipo se merece una muerte horrible. Así que el paroxismo llegaba exactamente en el momento cuando por fin se le daba muerte al malo; entonces la gente –en medio de la euforia– se sacaba los zapatos y los tiraba hacía la pantalla. Lo mismo pasaba si la película era muy mala: a manera de protesta se manifestaba el desagrado con una lluvia de zapatos. Aunque también ocurría lo mismo cuando les parecía francamente buena. La jauría se desataba con igual intensidad tanto para el gozo como para la indignación.

Lo del lanzamiento de zapatos era todo un arte. No era cualquier cosa. No todo el mundo era capaz de hacerlo correctamente. El zapato tenía que salir disparado desde el fondo del cine y dibujar un arco hermoso frente al haz del proyector, tapar la proyección por unos segundos, dejar la sala totalmente a oscuras o hacerle perder a la audiencia un momento crucial de la película para luego caer en ese espacio vacío que hay entre la pantalla y las primeras filas. Pasarse de rosca y atinarle a la pantalla podía significar que nos quedáramos todos sin festival. Y lanzar el zapato con menos fuerza de lo debido podía condenar a un chichón importante a alguien en las primeras filas. Quizás a unos puntos de sutura. Al final de la función, cuando se encendían las luces, la gente se abalanzaba hacia el frente, como cuando Boca mete un gol en la Bombonera, para rescatar sus zapatos: una auténtica rebatiña a ver si tenían la suerte de reconocerlos y calzárselos antes de que alguien se los llevara puestos, le sirvieran o no, le hicieran juego o no (mucho mejor si no).

Había otro ritual curioso que ocurría tres o cuatro veces a lo largo de cada función: alguien salía del cine y dejaba premeditadamente la puerta abierta. Y entonces entraba a raudales la luz exterior. Todo el mundo encandilado, no se veía ni la pantalla. Y todos en ese cine gritaban indignados desde su asiento, pero sin despegar jamás las nalgas de la butaca: “La porteeeee!”. Es decir, la película estaba incompleta si no la saboteaban. Atentar contra la función era un tributo al cine fantástico. Como una declaración de principios: son películas distintas para espectadores raros, así que seamos congruentes y actuemos en consecuencia.

En ese festival entrevistamos al director holandés Paul Verhoeven. Resultó todo un caballero. Verhoeven dio la entrevista junto a su esposa que se sentó en la silla de al lado mientras en la mesa de atrás merendaban sus dos hijas. Para los Verhoeven aquello era un viaje familiar. Parecía mentira que el cineasta detrás de películas tan peculiares como Delicias turcas, Starship Troopers, Bajos instintos, RoboCop y Total Recall (siempre con un toque incómodo, con un aura de extrañeza y con un matiz ligera o francamente perturbador) fuera un tipo tan familiar, conversador, amigable, agradable y elegante.

También, la última noche de festival entrevistamos a un miembro del jurado, el autor de novelas gráficas François Schuiten, un hombre que desde el cómic y la ilustración ha sido estudiado en muchas carreras de arquitectura y urbanismo del mundo. Con la esperanza de que nos concedieran la entrevista con este héroe personal, admirado desde la adolescencia, me había comprado un ejemplar de La torre (el tercer volumen de su maravillosa saga Las ciudades oscuras). La entrevista duró casi dos horas. Dos luminosas horas. Al final, convertido en un chico de trece años, le pedí con las manos sudadas que me firmara el libro. Schuiten escribió una dedicatoria que en ese momento me pareció extraña: «Para José, mi nuevo amigo de la lejana Caracas, con afecto, F. S.». Ese ejemplar de La torre se quedó embalado en una de las cajas que dejamos en casa de mi mamá junto con parte importante de nuestra biblioteca. Porque los libros y los discos suelen ser un pedazo significativo de la vida que uno deja atrás cuando migra, y se pasa el resto de la existencia soñando con reunificar su biblioteca, de recuperar sus discos, pero resulta que prácticamente nunca hay tiempo ni dinero para eso. Se van quedando ahí en sus cajas. Los recuerdas ahí metidos como quien recuerda la tumba de un amigo. Es como una deuda que no se acaba de pagar nunca, también como un recordatorio: la vida que te toca vivir será escindida, con parte una parte aquí y otro pedazo en donde partiste pero de donde nunca te fuiste del todo. Hoy día –cuánta razón tenía Schuiten– Caracas me queda a muchos kilómetros a mí también. Y pienso que ahora sí entiendo la dedicatoria, con cierto dolor.

François Schuiten retratado por Colin Delfosse

A la mañana siguiente, antes de subirnos al taxi que nos conduciría al aeropuerto, con esa nostalgia prematura que da intuir que nunca más regresarás a ese festival ni volverás a ver a esa gente, me devolví corriendo hacia la oficina del festival para preguntarle a Thibaut, el joven director del evento, qué era eso que gritaban siempre al principio de todas las proyecciones y a lo que todo el público respondía a coro. Entonces Thibaut me dijo:

Realmente nadie lo recuerda, probablemente nadie lo sepa, en la primera edición del festival en 1983 hubo una película terriblemente mala pero que cerraba con un parlamento memorable. Antes de morir el personaje, un vampiro, le decía a la persona amada: “Quiero un poco de sangre, aunque sea la última vez”. Y ella se la da. Quien inicia el ritual, grita: “Quiero un poco de sangre”, el resto respondemos: “aunque sea la última vez”.

Había tráfico y una densa niebla para salir de la ciudad. Llovía. Se nos hizo tarde. Llegamos con la lengua afuera al mostrador de Lufthansa. Nos atendió una dama rubia con los ojos ferozmente azules y de una frialdad demoledora. Nos dijo que lo lamentaba pero que llegábamos demasiado tarde, mucho más para chequear semejante cantidad de equipaje. Además de las maletas personales viajábamos con el equipo de luces, las cintas (en aquellos tiempos se grababa en Betacam digital), los trípodes, los micrófonos, las cámaras. La rubia no cedía, que no había manera, que no nos podíamos subir a ese avión y el próximo salía al día siguiente, así que adiós y hasta mañana. La mujer eran inconmovible: “Quien viaja tan lejos y con tantísimo equipaje debe ser más responsable y llegar con el debido tiempo”. Además, nos advirtió, teníamos que pagar una multa y una cantidad escandalosa por el sobrepeso. Le suplicamos, por favor, no teníamos medios para quedarnos un día más en Bélgica, teníamos que viajar en ese vuelo y con todo el equipaje, nos podíamos quedar sin trabajo y hasta sin casa. En eso se acercó Richita a ver qué ocurría.

–¿Qué pasó, papá? ¿Está brava la catira?

–Richita, pana, estamos tratando de resolver. Anda para allá. Pilas con los equipos que nosotros nos encargamos.

Entonces Richita, en un acto de absoluta desobediencia nos ha dado la vuelta pasándonos por las espaldas, encaró a la rubia de los ojazos azules, se le acercó y repitió en un susurro la frase que en ningún momento del viaje había dejado de decir:

–¡Tú e bel!

Y la rubia, mis estimados lectores, se ha sonrojado. Se quebró. Fue doblegada por el gran Richard Hernández, de Guarenas. Le brillaron los ojos, se le iluminó la cara, el rictus afilado con el que hasta ahora había mantenido cerrada la boca se le ha ablandado en una generosa sonrisa. Con sus hermosos y brillantes dientes.

–Déjenme ver qué puedo hacer por ustedes–, dijo finalmente. Y en diez minutos teníamos todo resuelto sin necesidad de pagar un céntimo.

A Richita casi nos lo llevamos cargado en hombros hasta el avión. “Qué grande eres, papá, de la que nos salvaste”. Es que no podía cerrar de otra manera, definitivamente en ese viaje todo había sido del género fantástico.


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