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Los libros de Josu Landa (1953), aun aquellos brevísimos, son inmensos: escritura diáfana, hondos conocimientos culturales y filosóficos, ataduras con lo inmediato y aplicaciones sobre esto, seductor irrespeto al lector, pensamiento original, podrían caracterizarlos. Rasgos que también explicarán lo limitado de mis asomos a algunos de ellos, a fragmentos de ellos, como veremos en estas notas parciales, zigzagueantes.
Tal amplitud quizá guarde una triple (o múltiple) causa: la prolongada realización de su creatividad, su combinatoria en libros unitarios, antologías (“La antología personal son las diversas caras del escritor, cuando se ha presionado a sí mismo”: La balada de Cioran y otras exhalaciones), publicaciones en prensa, etc., y la pasión de sus ensayos.
De familia vasca, nació en Caracas, reside desde hace décadas en México donde labora como docente en la Universidad Autónoma de México, ha realizado estudios en Alemania y dictado conferencias en numerosos países de América y Europa. Es poeta, sociólogo, filósofo, novelista, fabulista, ensayista, autor de aforismos; recibió el Premio “Carlos Pellicer” de Poesía y la Orden “Andrés Bello”. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de México. Tradujo al euskara Piedra de sol de Octavio Paz y Muerte sin fin de José Gorostiza. Creó y dirigió la revista Íngrima. En la actualidad es Coordinador Honorario de la Fundación Éthos en Venezuela.
En su labor poética resulta memorable Treno a la mujer que se fue con el tiempo (1996), está construido por seis estancias que tienden al versículo y por cinco con frases de doce sílabas, cuartetas que se apoyan a la vez en un verso que varía y se enriquece como salmodia o letanía (“la poesía es uno de los asuntos sobre los que ha versado la filosofía”, dice Landa en Más allá de la palabra): es una elegía dedicada a la memoria de Bertha S. Zacatecas. Evoca la historia de una mujer y de su enfermedad, la fusión de ambas con el lenguaje; el cuerpo que se desgasta en las manos que lo reciben. Los versículos funden el dolor y el esplendor, la metamorfosis vital de la muerte; las cuartetas hacen eco a un algo que es ser y muerte. El poema cintila como ondas de oro sobre las “células espurias”, triunfando contra “la muerte que volaba más rápido”, mientras la mujer acude al falso fin de su historia, porque encuentra “tu nuevo tú en un verbo virgen”. Y quien la acompaña, la interpreta, la inventa o la rescata en el poema se dice: “te hallaré en el aroma de las ninfas por venir”.
David Huerta ha escrito sobre Treno de la mujer que se fue con el tiempo:
Nuestras vidas viajeras son, en cambio, una fuga constante, un irse continuo, y la muerte es la partida definitiva. “Irse con el tiempo” es una forma de decir algo de una profundidad enorme, de tocar un tema que abraza las grandes cuestiones. Es una frase que descubro en el extraordinario título del poema elegíaco de Josu Landa: Treno a la mujer que se fue con el tiempo. Canto fúnebre de amplias modulaciones reflexivas -no me atrevo a decir que sean filosóficas-, el Treno de Landa es un poema escrito con pasión: la pasión que desencadena el ver cómo un destino se cumple para siempre, cómo se extingue una presencia y se disuelve en el misterio total, cómo la propia vida espejea y tiembla ante la muerte. El poema de Josu Landa se rehúsa a todo patetismo. Se inclina en cambio sobre el hecho definitivo de la muerte y la interroga sin la menor complacencia; sin lágrimas, pero con un dolor altivo y estoico; con los ojos abiertos y con las manos también abiertas ante la vida insistente, jeroglífica, amplia y erizada y como esmaltada por el fuego del sufrimiento. Vaga siempre la muerte prematura, según reza el epígrafe lucreciano del poema de Josu Landa; amenaza y acecha la muerte desde todos los ángulos. Pero una vez que ha ocurrido, siembra en el espíritu un “paraíso errante”, según glosa del mismo poema. Josu Landa puede estar seguro de haber escrito un poema hondo y multidimensional; de haber creado con él obra grande y resistente por su nobleza y por su hermosura emocionada e inteligente.
En mi condición de lector, debo a la obra (poesía, narrativa, aforismos y ensayo) de Josu verdaderos estremecimientos del ánimo, revelaciones culturales, sobresaltos, desacuerdos, coincidencias éticas. No puedo seguirlo con distanciamiento. De allí la emoción con que conocí y sigo recibiendo el poema “La mesa servida” (en Estros, 2006). Conozco la apasionada sensibilidad política y social del autor y aunque él mismo ha destacado “el error radical que acompaña a todo panfletarismo, a toda aspiración de convertir en medio (generalmente político y moral) al poema, como ha sucedido con los movimientos literarios al estilo del realismo socialista, el futurismo, la ´literatura comprometida´ y otros” (Más allá de la palabra), encuentro en “La mesa servida” una terrible instantánea y una poderosa profecía de lo que comenzó a ocurrir entre nosotros, en Venezuela, desde hace veinte años y que se torna cada vez más cruel. El poema es un elogio a la mesa y al pan, a la santa inmensidad del mantel, donde están las manos limpias, el grano, la leche, el barro de los platos y el humus de los cuerpos:
Maldito el que nos prive de esta hostia mínima
(…)
Desgraciado el que nos niegue
este paréntesis.
En los recientes conjuntos poéticos (Extinciones, 2011; Neverí flash, 2018; Mundo Neverí, 2019) de Josu hay diversas tónicas expresivas. Y, como hemos mencionado el paso de una triple o múltiple corriente en su escritura, debemos recordar que aquellos libros, y casi todo el contenido de la antología Estros, surgen mientras el autor concibe ensayos literarios acerca la condición verbal de la poesía y su obra Más allá de la palabra. (Para la topología del poema).
Publicado en 1996, este volumen asedia a lo poético, que para él ocupa “un lugar específico en el orden del ser”; ya que la espacialidad del poema posee una topología sobre la cual es posible “una aproximación pertinente al sentido del texto”. Del seno de los lenguajes surge el poema, una de cuyas posibilidades es él, cuando ocurre como una realidad diferenciada, lo cual implica un acontecer translinguístico. De tal manera que “la realidad del poema se encuentra más allá de la palabra”. Y esto ocurre cuando hay una de-significación de la materia verbal. “Es imposible saber de lo que es capaz la palabra”, establece Landa; lo cual permite, en el poema, la transignificación: el surgimiento de “una criatura nueva que se sitúa más allá de toda significación y sentido normales”.
Estoy intentando bordear palabras de Landa en uno de los seis capítulos del libro (y así las debilito, sin duda), para matizar mi inquietud: porque quien lea la obra poética de Josu, anterior y actual, tal vez no sospeche que la misma mano que escribe esos versos, que son como lentos rayos, luminosos, irónicos, apasionados o interrogativos, conduce también un complejo tramado de teorías, juicios, posiciones, críticas y elogios del multimilenario acontecer poético.
Para mi placer, cuando he querido intuir lo que sostiene esa red elemental de palabras que es un poema (“Un halo de misterio rodea desde siempre a la poesía” dice Landa; y José Bergamín, citado por él: “el misterio tembloroso de la poesía”) vuelvo, para desacordar o celebrar, a páginas de Horacio, al Boileau de la poética, a Albert Béguin, al Curtius de Literatura europea y edad media latina, a páginas de Valéry, de Dámaso Alonso, Pound y Eliot, a El arco y la lira de Paz, a La máscara, la transparencia de Guillermo Sucre. Y ahora a este angular libro de Josu Landa.
La vida universitaria y su condición de activo conferencista arrojan un saldo admirable de complejos ensayos o de libros de ensayos, expuestos o publicados por Landa en las dos últimas décadas.
En las primeras décadas del siglo XXI, Landa publica ensayos de gran espesor intelectual (Canon City, El método en Marx, Ensayes, Platón y la poesía, etc.) junto a esos breves volúmenes que acabamos de citar. Este proceso culmina, en la actualidad, con los cuarenta y dos poemas de Neverí flash y la segunda edición del mismo, Mundo Neverí, que incluye trece nuevos textos.
Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland arriban a Cumaná, Venezuela, el 16 de julio de 1799; el sabio recorre y estudia grandes zonas del oriente; y el 19 de noviembre, en tránsito desde Cumaná a Caracas, anota: “fondeamos por algunas horas en la rada de Nueva Barcelona, donde queda la boca del Neverí, cuyo nombre indígena (cumanagoto) es Enipiricuar”: el límpido río Neverí. El genial poeta de Cumaná, José Antonio Ramos Sucre, comentando la “belleza equinoccial” del país, en su texto Sobre las huellas de Humboldt (1923) indica: “Filosofa acerca de los vegetales reparando que determinan la fisonomía del paisaje y enderezan de modo correspondiente el alma de los moradores.” Josu Landa dedica estos poemas a los inquietos viajeros de aquella época, “que pudieron captar tantas cifras del viejo Neverí cumanagoto, hoy vedadas” a nuestros ojos y oídos.
Aunque el tono de estos poemas es descriptivo, conciso y aparentemente impersonal (alguna vez se menciona a un testigo: “el pulso/niño de mi corazón”), una lectura lenta va descubriendo cómo la voz del poeta emerge desde dentro de los elementos (agua, lodo; hojas, putrefacción; espuma, burbujas, seres recónditos; luz, noche, sol, hedores, ahogados, ruinas; objetos, huellas de un erotismo urgente y sucio; presente derruido, esplendor antiguo de las tribus) y con precisión matemática toca el temblor de una realidad visible, subyacente, suprema. El agua sórdida, entonces, desdobla a cuanto la rodea en signos de resistente vitalidad, de búsqueda hacia un mar imprecisable. Y en ese ritmo casi secreto o en “la hora virgen de la oscuridad”, “la matriz del río” suscitará “un vuelo nunca visto”: desde la podredumbre, el agua y sus seres no solo reflejan “el oro inmortal de los astros” o la súbita perfección con que “deslumbra la garza íngrima/tan divina” sino que el río “con su sed de formas” debe verter “en el olvido/la traza exangüe de un dios equívoco”.
Son las criaturas que flotan o se hunden en la inmundicia del agua infecta las que tienen motivos “para odiarnos y temernos”; mientras los autos cruzan el puente hay “mierda y basura contra la secreta limpidez del río”. La culpa es tácita y compartida por todos y podría ser sanada por “una primavera incondicional”. Entretanto, concluye el libro:
habría que ver
lo que se fue con el agua
lo que quedó en el mar de la memoria
lo que vendrá con el agua
Neverí fash o Mundo Neverí recupera la precisión de algunos primeros poemas de Landa (Viaje a Cipango, 1990) y cumpliendo con la ambigüedad formal que suele proponer su maestría, puede ser leído, estancia por estancia, como brevísimos poemas japoneses; o visto como un poema largo in crescendo, de fragmentos traslaticios, alterables.
2
Dos novelas ha publicado Josu Landa: Zarandona (1999) y Y/O (2007).
Voy a dedicar algunas notas a la primera. En cuya contratapa se lee: “Esta es la primera novela moderna de la diáspora vasca, iniciada en 1937 a causa del franquismo”. Anterior a ella, Landa ha publicado su importante ensayo sobre la poesía Más allá de la palabra. (Para la topología del poema) y el largo poema Treno a la mujer que se fue con el tiempo, ambos de 1996. No creo aventurado indicar que tanto la inmersión en exigentes posiciones analíticas, que debió atravesar el autor en su trabajo con el primero, como la emotividad hiriente que recorre el segundo, pudieron suscitar el germen y la posterior escritura de Zarandona. Lo que hay de lucidez nítida y controlada en el ensayo asoma por instantes en la administración formal de quien narrará los hechos de un protagonista también próximo a “irse con el tiempo”. Si el poeta puede reconocer en aquella mujer que “ya eres el paraíso con su errancia”; el narrador de Zarandona deberá continuar sometido (aunque lo escriba) al haz de actos y pasiones cumplidos por éste.
Esta novela muestra los relieves y grados humanos de la diáspora vasca en Venezuela, pero al mismo tiempo es un fresco familiar de gran intensidad dramática, centrada en dos de sus personajes: Mikel, el hijo “tan listo y observador” y el padre, Zarandona, durante unas horas del domingo en que se celebra su cumpleaños 77. Ocurre en la gran casa, así designada irónicamente, de las mesetas orientales, con Zuriñe, la madre, como oficiante gastronómica, otros familiares, niños, fuertes episodios y un cuadro rembrandtino de vascos locales y remotos.
Al parecer, ese cumpleaños es el motivo por el cual el narrador, Mikel, quien puede haber llegado de lejos y tener años sin visitar el sitio (no deja de comparar los inicios de la construcción con el presente y con otras imágenes de lo allí vivido, como un reconocimiento: “nunca podré decir con seguridad plena ´esta es mi casa´”), aprovecha el suceso de una llamada telefónica desde el exterior hecha por Imanol, un hermano largamente ausente, para captar el efecto de la misma en su padre. Cuando este, buen aficionado al licor, decide beber unos whiskys con él, se inicia una rara pesquisa por parte de Mikel, para recorrer “el mundo más bien abrupto de su historia personal”. Desde el mediodía hasta medianoche, asistiremos al contrapunto entre el “alma llena de cicatrices” del patriarca y un alma “siempre ambigua, dual” respecto del padre en Mikel. Así, bajo la “leve llama del whisky” recorreremos la memoria de uno en la memoria del otro.
El motivo de la llamada, escamoteado a lo largo del libro, no está manejado como un elemento de tensión detectivesca para el lector (cosa que sin duda hubiese enriquecido la conducción argumental), pero cuando se revele en las últimas páginas adquiere notable matiz, sobre todo para definir la participación de Mikel en toda ella.
Diversas corrientes existenciales se materializan, cruzan, palidecen y adquieren duro espesor ante el lector. El destino político de este vasco opositor al tirano, su exilio y la difícil adaptación a un nuevo mundo; su condición de campesino ancestral y el aprendizaje de técnicas para el manejo de máquinas; la embriaguez del amor y el exceso sexual; la ambigua relación con otros vascos en un país distinto; el sello geográfico que impone Caracas, la partida, con su pequeño grupo familiar hacia los exigentes territorios del interior; la mejoría económica y el ascenso social provinciano; el ingreso a la compañía norteamericana, el robo hecho por ella a sus útiles invenciones: todo lo que en la realidad y la ficción puede perfilar a un personaje sólido.
Pero el talento narrativo de Josu Landa (o el eco de Dostoievski o de los trágicos griegos, en él) pronto eleva este material humano a las dimensiones que lo novelesco reclama para existir. Desde luego que Zarandona puede ser leído como un valioso documento social y político y considerado como el ángulo que faltaba (los vascos) en un panorama de la narrativa venezolana [elemento que asimismo asocio con el cuento “Ocoyta” (Málaga, España, 2019) de Miguel Ángel Ortega sobre la presencia de los holandeses en el Barlovento negro de nuestro siglo XIX], pero su fascinante cualidad mayor reside en las magníficas secuencias de libertad imaginativa —o mejor dicho: de exactitud fotográfica, onírica, espiritual.
Entre ellas, la fatal picadura de una víbora a la pierna de la madre de Zarandona cuando este tiene ocho años, en los campos natales. La mujer quedará inutilizada y durante toda su vida el hombre despertará como en una persecución delirante repitiendo ese momento de peligro. Zarandona, fuerte (ya maduro puede levantar cien kilos con una sola mano), emprendedor, valiente en política, solo logrará vencer ese terror mediante una terrible ceremonia de los kariña, cuando una serpiente similar lo muerda. Este motivo sonoro surge cada tantas páginas en el libro hasta su iluminación final.
En el contrapunto aludido, otra de las corrientes sensibles descansa en los niños que fueron Mikel y sus hermanitos: el viaje al país de origen familiar, la interrupción del vínculo inmediato con la madre (“Sí, viejo, allí fue donde empezamos a sentir un dolor odioso: la pérdida de la inocencia”), la soledad, la ausencia infinita; tan importante, como la terrible prohibición del padre, en Caracas: “Aquí, al que hable en castellano le corto la lengua y el pito”.
Otras escenas dramáticas son evocadas por Mikel y con ellas un aura dolorosa parece extenderse desde la escritura al narrador. Pero la fuerza de Zarandona, la arbitrariedad de su conducta en el hogar, siempre apoyada en el sentido de lo que para él es el bien, se nutre de un fulminante vínculo lanzado hacia él por algo que nunca esperó: la belleza y el poder de la sabana. Con estas páginas la novela alcanza su punto deslumbrante y la mano del poeta que es Josu Landa no elude traspasar los secretos de la prosa para filtrar poesía.
El capítulo “Seducciones” cuenta con catorce páginas (edición del Centro Vasco, México) aproximadamente. En él la explotación del obrero Zarandona por la empresa para la cual trabaja, en las vastas soledades de las mesetas, lo obliga a “horadar a pico y pala”, bajo un sol quemante o las lluvias sin fin, la dura tierra. Él cumple su oficio. Una tarde, agotado, sudoroso, cae en la hierba. Estamos exactamente en la mitad del capítulo. “Hablar de sabana es hablar de uno de los mil rostros de la tierra”. Y en ese instante, la prosa se transfigura, con asombrosa naturalidad. No olvidemos que Mikel está “editando” lo que pudo ser parte de una conversación; pero el descenso a las alturas del cielo que el atardecer alumbra con miríadas de estrellas y el ascenso al contacto secreto del cuerpo con la arena rocosa, embriagan al hombre. (“La sangre no puede con la Sabana/ El árbol no puede con la Sabana/ Los demonios no pueden con la Sabana/ Los dioses no pueden la Sabana/ El tiempo no puede con la Sabana”.) Y entonces Paulino Zarandona se rinde a la tierra “el tributo que en verdad esperaba de él: el flujo silencioso de aquel sudor como semen inocentemente ilusionado en fecundar su seno arenoso”.
Desde entonces, la carne de sirena, piel parda y caliente, de la sabana se convierte en “una adicción irresistible”, en hembra posesiva y absorbente. Y ella, con el mastranto, el cocuyo, la cascabel, el cigarrón y mucho más, suplantan los animales y paisajes que llenaron el alma de Zarandona hasta ese momento.
Como en los novelescos diálogos de Platón, esta narración no nos llega en la voz de Zarandona, su protagonista. Tampoco en la escritura de quien acaba de ofrecer a su padre escribirla: Imanol. La enigmática llamada telefónica con que se abre la historia (Imanol en la distancia llamando a Zarandona por su cumpleaños) es, en la última página, aclarada finalmente por Zarandona o por el narrador: Imanol, el amado y rebelde hijo, casi siempre ausente después de su ruptura con el padre, lo ha llamado para manifestarle que quiere escribir una novela sobre él.
Mikel, nuestro narrador, y nosotros con él comprendemos ahora la importancia de esa llamada (“Nadie puede escribir un libro sobre alguien tan poco interesante como yo”.) Pero al registrar equívocamente el flujo de las confesiones que acaba de hacerle Zarandona (“tengo que hacer un esfuerzo por editar sus palabras, cada vez que quiero reproducirlas en estas páginas”), el narrador nos coloca en la dimensión cervantina (literaria) o faulkneriana (dramáticas relaciones filiales) de su personalidad. Punto de partida para otro tipo de aproximación.
3
Debo haber tenido veinticuatro años cuando escribí una nota sobre Platón como novelista, de la cual extraigo las siguientes líneas. No conocía entonces estas palabras del filósofo en su diálogo República: “hay una especie de dicción y narrativa a que recurre el hombre verdaderamente valioso cuando necesita decir algo, y otra especie completamente distinta, de la que se servirá el hombre que, por naturaleza y educación, es lo contrario de aquél”. Dentro de estos últimos estaba/estoy yo.
Esto fue lo que anoté: “Los Diálogos implican el desenvolvimiento de coberturas lógicas, cada una de las cuales devora a la otra –de acuerdo con el procedimiento socrático de exposición– para permitir, finalmente, al lector, una segura aproximación al núcleo del problema, descartadas ya las impurezas o errores en las interpretaciones; evidencian los diálogos, en verdad, un genial método para mostrar filosofía. Pero Platón pudo decir lo mismo, con idéntica claridad, prescindiendo de toda elaboración narrativa. No obstante, los diálogos son un alarde de trabajo narrativo. Y son dos, esencialmente, los elementos que Platón el novelista emplea como instrumentos: la génesis y el desarrollo de puntos de vista que son cubiertos por uno, latente, que de pronto se hace definitivo; y el avance en espiral de lo narrado. Fedón, El banquete, Fedro, por ejemplo, anuncian de una vez en la primera página, la naturaleza de la historia: el lector va a entrar en la narración de una narración o en la narración de muchas narraciones. Se le da, asimismo, el tema. Sólo cuando aparecen los personajes comprenderá cómo, aunque parecía estar al borde mismo del asunto, comienza a alejarse de él y a advertir, en la medida del alejamiento, su complejidad. Por eso, la espiral se mueve, se balancea sobre su origen y envuelve una a una las versiones expuestas. De pronto –a través de la espiral, como a través de un gran tubo–, el lector cae directamente sobre el núcleo del diálogo y advierte, asombrado, que no se había movido. La serpiente vibrante, que es el cuerpo estructural del relato, lo ha mordido. Desde luego, ese efecto psicológico, deslumbrante, es el último ingrediente añadido por el novelista y con él logra lo previsto: su intromisión en la afectividad del lector”.
Estaba enamorado yo del Fedón y de El banquete, algunas de cuyas páginas aún guardo en la memoria. Pero, como es obvio, ni entonces ni hoy había poseído o poseo la capacidad analítica o la formación académica para comprender la obra de los filósofos. Y sin embargo, en varias ocasiones revisé República, tanto en la versión de J. D. García Bacca como en la edición de Gredos (1986) traducida y anotada por Conrado Eggers Lan.
Esas palabras ingenuas de mis notas precedentes pueden haber surgido por las noticias que tenía yo de la Historia de Sinuhé (hasta había visto una tonta película con el tema), narración egipcia del siglo XX a. C.; del dialógico Cuento del paisano elocuente, también egipcio y del s. XIX a. C., así como de Gilgamesh, tres o cuatro siglos más reciente que aquellos. Nada tiene que ver Platón, en apariencia, con esas creaciones, pero en ellas emigra la estructura narrante que asume lo novelesco y que, casi milimétricamente, cualquier persona lúcida practica en su mente al imaginar un hecho. Mucho en cambio debió influir en la sensibilidad de un hombre educado como Platón, la cualidad dramática de Esquilo, Sófocles y Eurípides, estos últimos casi contemporáneos suyos.
En varios de sus ensayos y en sus conversaciones, Josu Landa ha comentado con propiedad y erudición obras de Platón. Pero cuando a fines del 2015 conocí su Tesis de Doctorado República de Platón: política, filosofía y forma de vida, que presentó en la Universidad Autónoma de México, mi sorpresa (o desconcierto) ante las implicaciones, la agudeza y la personalidad de su tarea me llevaron a un grado de asombro que nunca superaré. Inútilmente he tratado de tranquilizarme con la cita de República hecha por Schopenhauer en su Parénesis: “tampoco hay asunto humano digno de gran atención”.
Si bien la calidad de su prosa y lo penetrante de su pensamiento en crítica, aforismos y ensayo se matizan y enriquecen al narrar o al surgir de esa libertad secreta que es la poesía, y todo ello es una constante en su escritura, el Josu Landa de este Platón –así como también el de Teoría del caníbal exquisito, aún inédito– afirmado formal y conceptualmente en aquel su pasado/presente, ese Landa da muestras (como en su vida cotidiana) de una actitud y una audacia creadoras extraordinarias.
El jurado examinador de Platón: política, filosofía y forma de vida, y así lo harán lectores especializados, debe haber evaluado y recomendado el contenido del estudio como una revelación. Desconozco la “breve” bibliografía platónica que se haya acumulado en los milenios y, casi por completo, la biografía del filósofo, pero puedo obedecer a las reacciones instintivas e intuitivas que me despiertan el estudio de Landa y la relectura (¿por última vez?) de República.
De algo estoy seguro: de que aquel pensador divino que encontré en Fedón, El banquete y otros diálogos lucha ahora en mi corazón con este creador de dolor. (¡Oh Marco Aurelio!). Como soy incapaz de realizar una lectura firme de la Tesis de Landa, acepto su interpretación y creo en la validez de su análisis. “La política es el corazón del pensamiento de Platón” afirma; y “lo que ofrece en República es un programa político presentado en forma de diálogo, no un tratado de ontología ni de epistemología ni de ética ni de estética ni de pedagogía”, aunque el desarrollo del libro parece oponerse en diversos momentos a esto.
Distingue Landa allí dos grandes componentes: el de carácter teórico –el alma tripartita (razón, ánimo, apetitos), el postulado de las ideas, la inmortalidad del alma, la polis con sus tres clases (gobernantes, guardianes, trabajadores), etc.– y “los planteos relativos a la edificación efectiva de un Estado comunitario”, sustentado en el paradigma de la Justicia. Por lo que el estudio de Landa se centra “en esa dimensión pragmática y estratégica del proyecto” de una república.
De familia aristocrática, Platón parece haberse aproximado a Sócrates hacia los veinte años y su admiración por él y su pensamiento perdura hasta la muerte del maestro y, en su obra, hasta hoy. Todo indica que trabajó más tarde de manera intermitente en República por lo menos durante otros veinte años; su vida estuvo llena graves incidentes políticos (prisión incluida) y su nivel social le permitió un conocimiento directo del medio ateniense y griego, así como de poderosas figuras políticas de su momento.
El diálogo ocurre en la casa de un hombre mayor en El Pireo; estarán allí los hermanos de Platón, el hijo de aquel y, desde luego, Sócrates. Josu indica que en el diálogo surge la opción “de respetar la discreta –aun cuando nunca desatendida– ausencia del propio Platón, [como ocurre] en cada uno de los escenarios en los que transcurren sus diálogos”. Por lo que, tanto él como nosotros podemos preguntarnos “¿Quién ha pensado todos esos contenidos? ¿Quién es su verdadero autor? ¿Es Sócrates, es Platón, son ambos?”. Si en un filósofo la exactitud debe ser excepcional, estas interrogantes me devuelven a la posibilidad, como hubiese creído yo hace muchas décadas, de concebir que escuchamos la voz de un artista: el poder de sus ondas cercan, extienden una red para que el diálogo sea un eco: llega a nosotros, nos sustituye, le prestamos nuestra existencia, porque en verdad él es una imitación verbal (poiesis) y al mismo tiempo nos hace reales con sus vocablos.
No en vano, en República, según Franco Volpi (Enciclopedia de obras de filosofía) “se fija de nuevo la idea que la filosofía tiene de sí misma”; y el corrosivo E. M. Cioran: “Toda idea fecunda se vuelve seudo-idea, degenera en creencia” (El aciago demiurgo). Entre ambos puntos vacila mi desconcierto.
La ágil y compleja conducción de Landa en su estudio nos depara, recorriendo a República, parajes de gran luminosidad: la importancia de la música para el alma, la honradez y probidad como exigencias inexorables en la formación humana, la alta capacidad de la mujer para ser gobernante, el equilibrado análisis de la poesía y su papel social y político, la aspiración al Bien. Josu destaca la base pitagórica que permite a los justos tener una vida setecientas veintinueve veces más feliz que la de los oprobiosos. Y en un giro a lo Harold Bloom sobre Shakespeare (“con clara hipérbole le atribuye el mérito de haber inventado lo humano”, Landa en Canon city) observa cómo debemos a Sócrates/Platón la “invención” del alma. Con sutileza de novelista, reconoce un momento depresivo en la siempre alerta especulación de Sócrates, al aceptar ante Glaucón: “cuantas cosas afirmabas tú de los injustos las digo yo de los justos”. En general, la Tesis está recorrida por una sólida (y deseable) figuración de una techné del buen obrar, de la frónesis.
Si doy un leve salto desde el lúcido acompañamiento de nuestro analista al Diálogo mismo, comienzo a imaginar que en él, a mi gusto, hay una zona que escapa de lo estrictamente racional y con ella pasamos a la penumbra de las imágenes: las comparaciones, en relación al conocimiento, con el sol, la línea y la caverna, así como el bellísimo mito de Er. En este mismo terreno adquiere relevancia un concepto que, bajo diversos matices, creo que atraviesa toda la escritura de Platón: el de verdad. “Pensar las cosas como son es alcanzar la verdad”, nos dice. Y añade Landa: “estamos ante una teoría experiencial de la verdad”, (…) “es una experiencia que se vive”, (…) “un estado de atención total, abnegada”: y en Platón: el gobernante debe afrontar, recibir “el espectáculo de la verdad”.
Este es el guardián, el filósofo, el filósofo rey, el rey, el hombre real, según sus denominaciones en República. Estudia Landa con minucia la superación de la propiedad, la situación idónea en el “socratismo platónico” de “un justo medio económico-social entre la pobreza y la riqueza”.
Como indiqué al comienzo, en mis líneas que han tratado de imaginar a Platón según Josu, los Diálogos del filósofo nunca dejan de estar para mí en el ambiguo e inmenso territorio de las artes escritas. Por eso, cometiendo de nuevo un gesto de “injusticia o de anacronismo”, intentaré ahora (es imposible hacerlo) separarme un tanto de la admirable Tesis aquí seguida, para retomar la inquietud que en ella se preguntaba: “¿Quién ha pensado todos esos contenidos? ¿Quién es su verdadero autor? ¿Es Sócrates, es Platón, son ambos?”. Preguntas dolorosas para mí porque envuelven una escalinata de voces: las de aquellas personas, la de Josu, alguna propia (“Mi conciencia tiene millares de lenguas y cada una repite su historia particular”, en el Ricardo III de W. S.; lectura de mis veintitrés años).
Debo adelantar que Landa comenta y posiblemente responda con brillantez en su texto a tales asombros míos; pero en una suerte de khátharsis menor, tengo que apuntarlos aquí. Platón sabía la trascendencia que iba a tener este Diálogo, al redactarlo, al permitir que se leyera, al vislumbrar (él, tan vidente) su futuro. No deja de ser curioso que la notable presencia de los esclavos en la vida griega pierda importancia en el desarrollo de la sociedad justa; que no se aluda al influjo terreno de las Leyes sobre los gobernantes (en este proyecto esencial de República); creo entender que allí la libertad individual y colectiva debe coincidir exactamente con lo que el Estado prescribe acerca de ella y que, desde luego, todo ello debe coincidir con el monismo del Uno-Bien.
Y ahora, un aspecto que puede funcionar perfectamente dentro de mi errónea apreciación sobre el Diálogo: su pertenencia al delirio, a los subsuelos de la fantasía literaria. Después del exigente recorrido por el pensamiento socrático-platónico para establecer un mundo justo, se indica allí: “buscamos la justicia misma y el hombre perfectamente justo, si pudiera existir”, “No con miras a demostrar que es posible que lleguen a existir”. La lucidez de Platón lo deja al borde del absurdo en relación al sentido último de tal Estado (Landa mismo lo vislumbra así: “esto ‘equivaldría a reconocer que la justicia no es posible en este mundo’”, por lo que la filosofía sería “impracticable e insostenible”).
Pero el campo de la abstracción platónica quizá no estremezca tanto como las incidencias de ese Estado en la cotidianidad de los seres humanos/animales: nosotros, los de siempre. Por ejemplo cuando en la coherencia con el Uno y la Justicia, cada quien deba ser el mismo y ocupar una única posición para siempre, según el “principio de especialización” en el trabajo; cuando se imponga “conducir los niños a la guerra” y “acercarlos y gustar la sangre como cachorros”; cuando resulta condenable tanto que la gente valiosa se ría como que “los guardianes sean gente pronta para reírse”; y que la mentira solo pueda ser ejercida por los jefes de gobierno: “si es adecuado que algunos hombres mientan, esos serán los que gobiernen el Estado”, claro que con finalidades justas, según el filósofo. Y no es necesario mencionar aquí sus ideas sobre la familia (perfección genética, eliminación de personas, miembros intercambiables, los niños bajo la égida política: mucho de lo que el siglo XX ya cumplió; programación y alteración genética, como en este siglo XXI).
Creo que con una brevedad no deseada por Platón, ya el proyecto de su República ha sido realizado en varias ocasiones durante los últimos siglos; y que, de manera parcial, hoy asistimos a su cumplimiento descarado en nuestra historia moderna. Muchos de sus preceptos se ejecutan en la Venezuela actual.
Escribo estas notas con un ánimo muy distinto del que me llevó a algunos Diálogos de Platón en otros momentos. Por un lado, advierto que, sin que lo dijeran o fueran conscientes de ello, muchos poderosos ya han dado cumplimiento al proyecto República, en diversos estadios y momentos de las sociedades, como acabo de indicar; por otro, ahora tengo menos dudas de que su propuesta narrativa, siempre de gran intensidad dramática, es una cumbre de la literatura. Hasta el punto de trasvasarla a lo real. Y en tal sentido, República sigue siendo la cumbre platónica: obra de un autor que filosofa brillantemente porque se cree la encarnación del Uno, para concebirse gobernante Rey, señor de los destinos, vidente superior desde todo lo que pueda ser pensado, hombre definitivo de la Verdad. Desde donde nos percibe con su obra no existe el Bien, excepto en grados débiles para los demás hombres/animales. Su presencia indirecta en la escritura es la mejor prueba de su poder: un dios oculto, supremo. La filosofía como red para pensarnos y obligarnos a pensar en su superioridad. No solo ha triunfado con la intermitente y eterna aplicación de sus ideas políticas en algunas sociedades sino que al mantenernos admirando su capacidad imaginativa, su tramado lógico al escribir, resultamos haber sido, ser y seguir siendo seres sometidos a él.
¿Quién ha pensado todos esos contenidos? ¿Quién es su verdadero autor y protagonista? ¿Ha tenido otra obra literaria poder político semejante? Tiendo a creer que las respuestas nos llevan al mejor personaje, real y ficticio, creado por Platón: él mismo.
José Balza
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