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Un carro negro se detiene del otro lado de la acera, baja el vidrio y el conductor empieza a gritar: “¡No pueden hacer eso! ¡Ya viene la policía! ¡Ya viene la policía!”. Hoy es domingo y me dirijo a la Cota Mil. En un edificio en construcción un grupo de personas llenan garrafones. El agua se ve cristalina, no como el color turbio que llega a muchas casas venezolanas, cuando llega. Pareciera que el vigilante de la construcción hubiera dejado entrar al grupo con sus recipientes vacíos. El mayor de todos le responde al del carro: “Chico, estamos solo agarrando un poquito de agua”. Se acercan dos motos de la policía y pasan de largo, no les dicen nada.
He visto en todos lados la crisis del agua dibujada en las filas, hasta en el Centro de Caracas. En una calle adyacente al lado del templo masónico vi una cisterna de agua y un guardia nacional que administraba el llenado de los garrafones, y llevaba el conteo de qué se yo en un celular. El Mundo del Pollo, en la Castellana, es también el mundo del agua. En el estacionamiento hay, a cada rato, una cola de personas con recipientes que llenan en un chorro.
Oigo alarmas. Veo distintos tipos de papeles llenos de desechos de perro cuando los sacan a pasear: documentos originales firmados por un abogado, hojas arrancadas de libros, hasta una propaganda que simula una papeleta de votación de la elección presidencial de 2006 con excrementos.
Me encuentro con dos letreros en una vivienda:
Casa de familia habitada no tire piedras o escombros a los mangos. El timbre ya no funciona.
Usted podría matar o herir gravemente a alguien.
Asciendo un poco más y el silencio es casi absoluto. Se oyen las notas de una canción criolla como un eco que hace contraste, un llanero extraviado y vengador, una letanía. Hay casas abandonadas, una tiene un muro bajito rodeada de alambres de púas, las ventanas con rejas y la puerta de entrada clausurada con una pared de cemento, como si hubieran sellado una tumba vertical para una futura resurrección en una sexta república, un regreso distante.
Cuando ya me acerco a la autopista leo una advertencia escrita sobre un muro: “Zona de robo de bicicletas: Bucaral”. Avanzo un poco más y de una calle aparece un séquito de personas, arrastran carretillas o cualquier forma de transporte que tenga ruedas con montones de garrafones vacíos. Entran a pie en dirección La Florida-Maripérez, que desemboca en un chorro de agua de manantial proveniente del Ávila. Bueno, cuando pude ver más de cerca se trataba de dos chorritos, separados unos metros el uno del otro, en los que la gente colocaba sus recipientes en cola, dos, tres, cuatro envases cada persona, a esperar pacientemente que los debilitados chorros cumplieran su función de llenado.
La Cota Mil se planta como un río de concreto al borde del Ávila. Hubo una época en que la comparaban con un collar de perlas, por el efecto visual nocturno con sus luces encendidas al cuello de la montaña. Los domingos se clausura el paso vehicular para que la gente camine, corra, monte bicicleta o se lance en patineta por sus ondulantes tramos. En estos trajines es común oír las conversaciones que a veces son gritos soeces, saludos tribales que derivan en creencias narcisistas de superioridad y que pintan parte de nuestra idiosincrasia. La Venezuela de la que nunca podremos escapar, porque todo tiene cosas buenas y cosas malas.
La Cota Mil está bastante sola pero ocasionalmente aparece, en una dirección u otra, un ciclista, una persona que camina, un carro, una moto, son casi la una de la tarde, la hora en que se vuelve a abrir al paso vehicular. Decido entonces que el próximo domingo regresaré más temprano y trataré de entrar por Sabas Nieves. A punto de salir veo en una pared la leyenda: “Tyron González Orama: que en paz descanse”. Pienso en un segundo que debe ser el nombre de un ciclista atropellado, pero luego me acuerdo de que se trata de un cantante rapero de la escena hip-hop venezolana conocido como “Canserbero”, el mismo que se suicidó al lanzarse desde un edificio luego de matar a puñaladas a un bajista que lo había invitado a su casa, en Maracay.
Nunca dar los buenos días, vivir en monotonía. ¿Y la felicidad qué?
Desciendo por el mismo sitio donde llegué y la gente de Bucaral sigue, como en una procesión religiosa, en la faena de buscar agua.
Se me ocurre una oración alterada: “Santa agua, hija del manantial, llena nuestros garrafones, nosotros nos los tomaremos, no nos abandones en la sed y en la escasez”. Me alejo por entre el sendero de árboles de la acera. Luego volteo y distingo, como una imagen borrosa, el largo peregrinaje de la gente con sus carretillas cargadas de garrafones vacíos.
***
El siguiente domingo subo por la avenida San Juan Bosco. Paso al lado de la estatua del poeta César Vallejo y llego a la desolada y pequeña plaza Miranda. Un hombre está montado en uno de los andamiajes para entrenar al aire libre, se mueve como si avanzara con esquíes sobre nieve. Me encuentro un mar de hojas secas amontonadas al costado de las aceras. También a veces veo restos de árboles a los que extrañamente han amputado todas sus extremidades, como si los jardineros fuesen traumatólogos enloquecidos que han cortado brazos, dedos y piernas a sus pacientes. El otro día quedé traumatizado. De un camión de carnes sacaban reses completas, como las escenas del Caracazo, y los que transportaban la carne tenían un tobo de plástico lleno de decenas de patas de cochino con las pezuñas, sin haberle quitado la piel y los pelos, apuntando al cielo desde los recipientes. Se me revolvió el estómago y luché contra esa imagen durante días. Así me parece que también se ven los troncos amputados y amontonados de los jardineros traumatólogos.
La plaza San Juan Bosco, del otro lado de la acera, tiene algo más de gente. De frente veo la clínica El Ávila y me pregunto cuántos pacientes contagiados de coronavirus estarán hospitalizados. Veo al lado de la entrada de la iglesia el Complejo Social Don Bosco, un pequeño aviso de las damas salesianas en tinta colgado sobre una reja: “Se informa a todos los pacientes que la Ecografía se realizará solo los días jueves”. Al emprender la subida suenan las campanas de la iglesia y pienso que, cuando abran las puertas los templos católicos, la gente no podrá darse la paz, será un saludito de lejos con la mano, un rito de desconfianza.
Avanzo un poco y veo en un pipote gris de basura una caja vacía de Moet & Chandon. La diferencia de clases sociales o los símbolos de las nuevas riquezas se nota marcadamente en la basura. En la basura se puede calibrar el nivel socioeconómico del lugar por donde se anda. Y no se trata solo de llegar a la finura de la champaña, sino que en muchas esquinas la basura está abarrotada de marcas de productos hechos en Estados Unidos, los que la gente adquiere en dólares en los bodegones.
La avenida San Juan Bosco está tan sola que parece una pintura; inmóvil, avanzo dentro de un cuadro. Paso al lado del restaurante Tarzilandia, tierra de Tarzán, como la vida en Venezuela, donde domina el más fuerte, es decir, el que está armado, un país que da la bienvenida como la canción de Guns & Roses, a lo Welcome to the jungle.
Pelear en una cola, comprarte una pistola, vivir a solas. ¿Y la felicidad qué?
Un par de policías espera en la entrada del restaurante a que les traigan un pedido o la cuota por mantener la vigilancia en contra de tigres, cunaguaros y panteras de la fauna delincuencial. Desde una edificación moderna, al lado de la antigua parada de taxis en la que reposan dos vagabundos, hay una música muy alta y luego una voz, como de locutor de radio, que se oye desde la calle: suena parecido a una transmisión amplificada de un imitador de Porfirio Torres. Dentro de esa extraña casa de varios pisos un hombre baja con una toalla de baño puesta y mira hacia afuera con toda normalidad y sin pudor; en sus manos lleva un cepillo de dientes. Los espacios modernos interiores están vacíos. Parece un lugar tomado por seres de otra dimensión.
Avanzo hasta el acceso del Ávila que lleva hasta Sabas Nieves. Sobre el muro de la entrada hay varios CDs y películas abandonadas. Algún vendedor informal habrá tenido una pelea. Me imagino a dos personas dándose puños, uno saca una navaja y dibuja un arco cortante en el aire, el otro sale corriendo y deja su mercancía desparramada. Una de las películas se titula Culto siniestro. Me doy cuenta de que, colgado de un poste, está un afiche con la foto de una mujer sonreída. Se trata de Los santos inocentes de Caucagua. En estas danzas los llamados boleros se disfrazan con ropas viejas rotas, se colocan pelucas y cachos. Con una lanza en la mano hacen sonidos tenebrosos en la víspera del “Día de los inocentes”. Los que cantan boleros meten miedo para que les den aguinaldos.
Atravieso el estrecho túnel con el mural “Danza de las tradiciones”. Las paredes decoradas de mosaicos con motivos folclóricos que me recuerdan la música de Vytas Brenner, como si oyera en vivo la canción “San Agustín” en ese momento, las notas cristalinas e inspiradoras del piano, los ojos seguros que brillan mientras siento un calor en el pecho y la mente cautivada por una ilusión: ¡Qué linda es Venezuela! Una noche, divagando en las redes, descubro que Vytas Brenner, que mezcló la música criolla con el rock, tuvo un grupo en Barcelona en los años sesenta. Se llamó Brenner’s Folk y cantaban en catalán. Nacido en Alemania, de paso por Cataluña, vivió casi toda su vida en Venezuela y murió en Austria. La errancia del genio.
Al salir del breve éxtasis criollo roquero dentro del túnel avanzo un poco. Luego de subir los escalones la entrada a Sabas Nieves está obstaculizada por varios conos anaranjados. Oigo una alarma de aviso que suena muy fuerte y un guardia nacional corre con su fusil de asalto que se jamaquea de un lado al otro. Arriba en la escalera está un guardaparques que escupe hacia el piso como si tuviera complejo de pitcher. Me imagino miles de gotitas flotantes contenidas en su gesto. Espero a que las gotitas se disipen. Luego le pregunto, por no dejar, si se puede subir a Sabas Nieves, y me responde que no sabe cuándo abrirán el parque.
Entonces le consulto si puedo entrar hacia el lado derecho donde hay una pequeña explanada con baño y unas casitas, desde la cual se puede acceder en menos en un minuto y con comodidad hacia la Cota Mil. Me responde que el paso también está cerrado pero que un poco más abajo, justo antes del túnel, hay un trecho de tierra por el que puedo subir para llegar a la autopista, me sugiere que me encarame.
Me monto en un muro de piedras de poco más de un metro de alto, camino haciendo equilibrio y cuando llego al punto para subir el corto pero empinado y selvático trecho, una mujer con su hija se devuelve. Me dice que hay muchas matas arriba. Y yo le digo a ella, y a otra muchacha que llega, que esperen, que voy a ver, ahora me siento como un conquistador que se hace paso por el atajo selvático. Miro al suelo no vaya a ser que se aparezca una serpiente. Me trepo hacia arriba como un jaguar y les digo que suban que al final no hay casi nada de matas. Me dieron ganas de pegar un grito a lo Johnny Weissmüller al poner pie sobre el asfalto de la también llamada avenida Boyacá.
La avenida Boyacá fue inaugurada, luego de años de trabajos realizados por tramos, el 18 de agosto de 1973, por el entonces presidente Rafael Caldera. La Cota Mil, llamada así por su elevación a mil metros sobre el nivel del mar, tiene una longitud de unos trece kilómetros, cuyo inicio se ancla en el Distribuidor Metropolitano hasta el Distribuidor Baralt. De ida y regreso son 26 kilómetros a disposición de los que acuden los domingos.
Lo primero que me impactó fue la cantidad de patineteros que monopolizaban el espacio. Con sus maniobras erráticas, sus movimientos en zigzag que casi te rozan el cuerpo o te pisan al pasar al lado y sus lanzamientos suicidas en clavado acostados sobre la tabla. De inmediato me percaté de que no solo tenía que estar pendiente de las personas que caminaban o corrían sin tapabocas, exhalando miles de gotitas de saliva, o de algunos ciclistas que andaban lento pero conversando a grito pelado, sino que también tenía que estar muy atento al desplazamiento anárquico-adolescente-hormonal alborotado de los patineteros. La Cota Mil tenía más el ambiente de una catarsis tribal, un toque a lo Californication, que el de un lugar de esparcimiento sin tensiones. Solo faltaba oír la música de Red Hot Chilli Peppers por unos parlantes.
Más de un patinetero pone a otro a que lo filme en acción, algunos pocos no están en forma, solo les interesa el show y no son tan hábiles. Hay otros más jóvenes y delgados que se lanzan como kamikazes a toda velocidad con el cuerpo, boca arriba o boca abajo sobre la patineta, dependiendo de cómo quieran estrellarse, joderse el cráneo o las patas. Parecen misiles teledirigidos sobre la superficie asfáltica. Algunos baby boomers con síndrome de Dorian Gray también se lanzan, aunque no tan rápido, controladitos.
Avanzo entre obstáculos humanos y observo sobre la autopista una improvisada área de balneario en los alrededores de la entrada a Quebrada de Chacaíto. Hay un par de chorros más potentes, no como los dos raquíticos que vi el domingo pasado de los que recoge agua la gente del barrio Bucaral. Este caudal más fuerte se convierte en el epicentro de la felicidad juguetona colectiva, lo que va unido al descuido en el uso del tapabocas. Hay gente de todas las edades, no solo algunos se bañan en los chorros sino que también llevan a sus mascotas a enjuagarlas y lavarlas, perritos erizados por el jabón y el frío del agua. Esto parece un acampado turístico al lado de un río en el interior del país. Recuerdo, no sé por qué, los letreros que había en el camino a los llanos y que advertían que en algunos ríos uno no se podía bañar porque tenían Bilharzia. Se me ocurre que puede ser un buen nombre para una canción de Canserbero, si todavía viviera: “La bilharzia de tu mente (afecta a tanta gente, y yo indiferente, ¿y la felicidad qué?)”.
Dejo el tramo balneario Cota Mil, la gente alborotada, gritando, sin tapabocas, haciendo juegos, conversando en familia, echados sobre el asfalto, pegando carreritas, qué alegría es tener agua. Sigo hacia el oeste. Empiezan a circular vehículos policiales. Un buen trecho más adelante me topo con la sede de la Dirección de Tránsito de la Policía Nacional Bolivariana, que tiene a su cargo la custodia de la Cota Mil. En la entrada hay varias advertencias sobre la necesidad de usar el casco protector y hay una figura de un hombre cuyo cuerpo es un andamiaje de hierro y que tiene encima un casco policial y un tapabocas blanco.
Las motos y vehículos de la Policía Nacional Bolivariana van y vienen por la Cota Mil. Son parte del escenario que no deja de enviarle el mensaje a uno, sobre todo por su uniforme camuflado grisáceo, que se asemeja al de los militares, que vivimos en un Estado policial, que casi ningún aspecto de nuestras vidas podrá separarse de su ojo vigilante.
En eso comienza a llover. Lo que faltaba. Los patineteros siguen apareciendo a pesar de que se mojan y de que el pavimento se vuelve más resbaladizo, se les debe subir la adrenalina ante la amenaza de las superficies húmedas. Tengo que estar pendiente de la lluvia, del desplazamiento de los patineteros, de los ciclistas hablantes, así como de las personas que pasan cerca sin tapabocas y respirando fuerte. Yo llevo unos lentes transparentes protectores tipo Bono, una gorra y un tapabocas N95. Aun en los planos inclinados puedo respirar perfectamente con el tapabocas tipo Pato Donald.
Me encuentro en el tope de una ondulación vial donde está un grupo de rebeldes jóvenes y audaces. Están allí, parecen dispuestos para una foto de rudos y atrevidos.
A medida que me cuelo entre los grupos veo una chica con la cara ensangrentada. Una franja roja ancha y con varios raudales le atraviesa el rostro, parece sacada de una película de terror, pero sonríe. Uno de los chicos le dice que habría que llamar a emergencia y ella le responde: “No, marico, ¿qué te pasa, pajúo? ¡Yo estoy bien, chamo!”. Entonces se le nota que el hecho de tener la cara ensangrentada, producto de un abollamiento contra el asfalto, según oigo, la hace parecer más arrecha y más cool. En eso pasa una moto con un chaleco de “Emergencia” y observo que no le dicen nada, ella prefiere seguir con su cara teñida de rojo, así es más chévere.
Gritar a tu pareja, ignorar a tu vieja cuando te aconseja. ¿Y la felicidad qué?
De vez en cuando se cuela uno que otro carro de civiles, quién sabe cómo se las ingenian para transgredir la norma, que le quiten los conos y trozos de árboles que colocan los policías en las distintas rampas de acceso. La lluvia se hace intermitente. No es que sea fuerte pero molesta, como cuando le cae a uno una horda de mosquitos; avanzo más o menos hasta San Bernardino y decido regresar, no le encuentro la gracia al paseo entre la tensión con las patinetas, la lluvia, la plaga, los corredores y los ciclistas sin tapabocas.
Un poco más adelante oigo el comentario de que por poco un patinetero se lleva por el medio a un ciclista y que casi se arma una “coñaza” entre los bandos: bicicleta contra patinetas. Y descubro que los ciclistas se desplazan en dirección este y los patineteros en dirección oeste de la Cota Mil, cada uno en una vía, hecho que reclama airadamente un ciclista: “Esta vaina no era antes así. Ya no se puede rodar por ese lado de la autopista. Se creen que son muy arrechos. ¡Qué bolas! Esos güevones son una amenaza pública”.
Robar a tu familia, mirar con envidia, todo te fastidia. ¿Y la felicidad qué?
En eso veo un autobús detenido con las siglas de Universidad Nacional Experimental de los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora. De allí se baja un grupo de jóvenes que hablan en lenguaje revirado pero con acento de los llanos, como un sketch híbrido de Emilio Lovera, aquel en el que Bolívar se lleva a los llaneros en alpargatas a conquistar América, mezclado con el sketch del malandro asustado al aproximarse el carro de Drácula a medianoche en la carretera. Me pregunto cómo llegaron desde los llanos en medio de la cuarentena. ¿Serán familia de militares?
Ya de vuelta al punto desde donde entré a la Cota Mil veo a un guardia nacional con un fusil que acompaña al guardia forestal. Entonces me lanzo de nuevo por el atajo selvático y pienso, ¿qué les costaba dejarnos pasar dando la vuelta de un minuto, como mucho, por la pequeña explanada? “Métase por ese atajo”, me retumba como un eco de desprecio.
Estoy de regreso por la San Juan Bosco, paso al lado de una agencia de carros extinta, las letras se notan todavía por el rastro del relieve que dejaron: Ferrari-Maserati. Más adelante me encuentro una caja llena de santos e imágenes religiosas desechadas, un nacimiento de figuras plateadas, de tamaño mediano que han echado en una caja y están a la espera de que venga el aseo. Hay una virgen sentada con las manos puestas sobre sus rodillas y entrelazadas, la cabeza un poco inclinada, tiene una mirada de resignación y humildad, al borde de la tristeza profunda. Al lado la figura de Cristo con un brazo un poco partido y con el rostro muy serio. También hay una vaquita y, debajo de ella, uno de los Reyes Magos. ¿Qué hace esto aquí en esta época? ¿Por qué los botaron justo ahora en medio de la pandemia? ¿Tiene acaso esto un significado simbólico? ¿Alguien abandonó la fe? Avanzo y cruzo en una calle con varios pájaros de gran tamaño pintados sobre una pared, pájaros típicos venezolanos. Hay una representación grande del pecho amarillo, el cristofué. Me acuerdo del Cristo en la caja, apenas unos cuantos metros atrás.
***
Una semana más tarde, en estos días de aniversario de los cuarenta y siete años de la inauguración de la Cota Mil, el estrecho sendero donde me indicaron que podía subir desde la entrada de Sabas Nieves, al pasar el pequeño túnel, estaba lleno de bambúes, matas con espina, troncos y ramas. Parecía una trampa para la guerrilla en una zona de selva en la era democrática. Aun así, pude sobrepasar los obstáculos con un par de raspones en la pierna y la inquietud por la mala intención al agregar más obstáculos al atajo. No podía comprender el empeño en hacerle difícil la vida a uno, no se puede subir a Sabas Nieves, no se puede pasar por donde normalmente se pasa para llegar desde allí a la Cota Mil, te mandan una semana por un atajo, luego a la siguiente te lo ponen más difícil cargándolo de más obstáculos. Vivir en Venezuela es como participar en un episodio diario de Survivor.
Veo un vehículo de Rescate de Emergencias, una organización privada y, por el tono en que hablan y lo que dicen, me parecen alarmistas, hablan muy alto por celulares reportando situaciones catastróficas producto de las lluvias. Me enfilo hacia el este. Ya sé que por el canal de arriba, el que va hacia el oeste, están los patineteros, así que prefiero hoy quedarme de este lado. Varias trombas de ciclistas pasan hablando fuerte entre ellos. Recuerdo cuando venía con mi bicicleta, que ahora no tengo conmigo porque me he quedado varado en Caracas por la pandemia desde el 10 de marzo. Los duros del ciclismo hacen aparición mucho más temprano para eludir las incomodidades causadas por los peatones, perros, caminantes indecisos y los distraídos al andar.
En fin, como muchos ciclistas hablan a grito pelado, se trata de una manera de contagiarse entre ellos mismos, como dijo en una transmisión live Julio Castro, médico infectólogo. En caso de que alguno tenga el virus y sea asintomático podría ser un súper contaminador. Entonces yo pongo atención, cuando oigo el zumbido de las bicis detrás de mí, de voltear para que no me pasen cerca, aunque a esa velocidad veo con dificultad que una gotita contaminada me alcance, pero uno nunca sabe. Me rebasan algunas personas que corren con respiración agitada. Lo que hago es caminar rápido y muchas veces me cambio de lado dentro de un mismo sentido de la autopista.
A veces pasan algunas motos conducidas por civiles. Un carro negro y pequeño viene en sentido contrario de los ciclistas, que se lo encuentran de frente y, de una, solo por el hecho de estar en la Cota Mil, le gritan un vigoroso: “¡ASESINO!” La acusación inmediata, notitia criminis, aunque no haya pasado nada, a ese punto está el nivel de crispación de la gente, me digo a mí mismo. Claro que es un irresponsable completo, esa manía de algunos compatriotas de no aceptar nunca un “no”, ¿qué hacia ese carro indecente allí?; convencer a la policía para que le quite los conos de las rampas de ingreso a la autopista. En el canal de arriba, confundida entre los patineteros, pasa una mujer, pedalea a toda velocidad y canta altísimo, como si estuviera por encima de cualquier adversidad, parece una guerrera vikinga desatada. La mujer no lleva casco, canta a capella mientras avanza a contracorriente.
En una esquina que hace curva en la Cota Mil está el lugar elegido para los que hacen rapel, justo a la altura que corresponde a la rampa que sube desde Altamira frente al Club Catalán, que descubrí por los colores y franjas de la bandera en la puerta del estacionamiento (no la independentista, que es igual a la cubana pero con colores diferentes, sino la de Cataluña). Los que participan son personas decididas y resueltas, guiados por un instructor con su ayudante desde tierra, a una altura considerable; de solo mirarlo le entra a uno un frío en el estómago o un poco más abajo.
En ese momento se aproxima una patrulla con los vidrios oscuros, lleva las luces sobre el techo pero no logro identificar a qué cuerpo pertenece. Alguien dentro del vehículo dice por un parlante:
Pónganse el tapabocas. Ciclista, tú, ponte el tapabocas. El que está corriendo, ponte el tapabocas. No sean tan irresponsables. Pónganse la camisa, el que está trotando, ponte la camisa, aquí hay niños y niñas. Pónganse el tapabocas, pónganse la camisa. No sean indecentes. No sean irresponsables.
La voz del policía se hace eco a lo largo de la autopista. Hasta que el carro se aleja entre las maldiciones e insultos de la gente. Me pregunto con qué autoridad se pasa de la reprimenda pandémica a la reprimenda moral, tomarse atribuciones de guardián de las buenas costumbres. Queda al desnudo, una vez más, el Estado policial-militar que define la vida en estos tiempos.
Me pego del costado de la división entre los sentidos de la autopista y, si no fuese por la advertencia de las decenas de moscas que revoloteaban encima del cuerpo, por poco piso un gran rabipelado muerto. Además de que olía a podrido, sus dientes me impresionaron porque parecía una dentadura abierta y feroz exhibida en un museo de historia natural, como lo que sería la boca de Steve Tyler abierta a tope y congelada en esa posición. Un antropólogo tal vez se hubiera puesto a contar los dientes. Entre las moscas y el olor, decidí seguir de largo, dirección oeste. Esa imagen, la tiesura de las mandíbulas con los dientes, me perseguiría en los días venideros, al igual que la de las patas de los cochinos.
A la altura entre Sebucán y Los Chorros pasa una pick up con las siglas del CICPC, hace sonar advertencias, ta, ta, ta, y luego se oye desde el parlante, a medida que avanza: “Se agradece a las personas hacer uso del tapabocas. El uso del tapabocas es obligatorio”. Me pregunto qué hace el cuerpo de investigaciones criminalísticas patrullando el cumplimiento del uso de tapabocas. Crimen sin boca, crimen sin tapa, crimen sin tapabocas. Se supone que al aire libre es más seguro andar sin el tapabocas, pero claro, si uno anda en solitario.
Hoy, en definitiva, las fuerzas del orden andan exaltadas. Observo un camión de la Policía Nacional Bolivariana que induce a un carro para que se salga de la vía. Una mujer anda en bicicleta seguida de una moto que la escolta. ¿Cómo pasó la barrera de los conos? ¿No le da vergüenza a esa mujer pasearse de esa manera? Para mí atrae mucho más el peligro, sin mencionar lo absurdo. Tal vez ella se sienta superior de esa manera. Bicicleta y moto a la misma velocidad.
Un poco más adelante el Parque Los Chorros se planta como un pulmón de la ciudad; no me había dado cuenta de su magnitud sino hasta que lo veo ahora como un oasis selvático enorme dentro del concreto.
Eso de un lado, del otro, la silueta del Ávila a esta altura es de mucho menor tamaño y se me hace más amigable. Veo una reja de hierro alta con alambres de púas arriba y, con una separación de por medio, una segunda reja electrificada. Meto la vista hacia abajo, pienso en vecinos paranoicos, pero se trata de la valla que protege las instalaciones del Club Hebraica.
Llego hasta la entrada de La Urbina. Al menos este tramo final ha sido casi solitario y creo que es lo único que he disfrutado de los paseos dominicales en la Cota Mil. He podido dejar el estado de alarma con el virus y otros elementos. Al fin me he relajado un rato. Entonces el corazón se estremece con la vista de mi tomentosa pero amada ciudad. Regreso en piloto automático, mismo número de latidos por minuto, mismo número de pasos por minuto, misma frecuencia respiratoria por minuto, y no es una alegoría poética.
La lluvia hace su indeseable aparición. La ropa se moja y me mentalizo a que no contraeré ninguna gripecita. Cuando llego a la altura del acceso de Sabas Nieves, un guardia forestal no me quiere dejar pasar por la entrada selvática por donde ingresé. Le digo que yo entré por ahí y que la semana pasada un colega de él me dijo que podíamos pasar por esa mini trocha. Además le digo que no hay ningún cartel de advertencia. Me dice que si yo no veo el poco de escombros que echaron. Le digo que sí pero que ingresé hace poco más de dos horas por ahí mismo. Me dice que me vio pero que ahora no puedo pasar, que me vaya hasta Quebrada de Chacaíto. No sé por qué me dice eso. Insisto en que la semana pasada estaban dejando pasar por ahí: “Métase por ese atajo”.
Entonces cede y me advierte: “Si a usted le llega a pasar algo no lo voy a ayudar. Se mete por ahí a su cuenta y riesgo. Si usted cae ahí tirado y se lastima no voy a hacer nada”. Le digo que entendido, que voy por cuenta propia. Entonces salto las matas, bambúes, troncos, ramas espinosas, los palos y otras matas. Me siento como un gato algo rasguñado. Salgo por el túnel con una sensación de victoria, pero consciente de que la opresión del sistema de vida de un Estado policial y militar no deja de sentirse hasta en los simples paseos dominicales al aire libre.
Nunca dar los buenos días, vivir en la monotonía. ¿Y la felicidad qué?
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Este cuarto domingo, el último del mes que me propuse andar por la Cota Mil para escribir esta crónica y, al mismo tiempo, tratar de aliviarme de la presión de la cuarentena, me olvido de Sabas Nieves por el incidente de la semana pasada. Busco la entrada subiendo por la avenida Luis Roche que luego conecta con la avenida José Istúriz. En el camino me acuerdo de la crónica de David Foster Wallace, en la que cuenta su experiencia a bordo de un crucero y que llamó «Algo divertido que nunca volveré a hacer». Me viene a la mente el episodio que narra cuando intenta hacer práctica de tiro al plato:
El retroceso de una escopeta tiene un nombre apropiado: es como si te dieran una patada, duele y te hace retroceder varios pasos y agitar los brazos para recuperar el equilibrio, lo cual, cuando tienes un arma en las manos, provoca que todos los presentes chillen y se agachen y que para el siguiente disparo el público de la galería de la cubierta 9 de popa se haya reducido considerablemente.
Entonces pienso que el retroceso del arma al disparar se parece al retroceso que ha vivido el país en las últimas dos décadas, como si en efecto le dieran a uno una patada. Pienso, no sé por qué, que hoy podría ser la última vez que venga a la Cota Mil a hacer algo supuestamente divertido, o tal vez deba cambiar el medio de transporte, olvidarme de las caminatas, venir de nuevo en bicicleta, como hacía unos años atrás, una bicicleta que no tengo por los momentos, mejor si es temprano y con poco público, si llegara a hacerlo de nuevo. Vendría solo porque no quiero conversar con nadie en voz alta y que me acechen miles de gotitas de saliva.
Debajo del último tramo para subir a la Cota Mil, en un área despejada en medio del verdor de las plantas, marcado por las muchas vigas prefabricadas y postensadas de 45 metros de largo y 80 toneladas de peso con las que se construyó la autopista y vías aéreas de circulación, vive un grupo de indigentes. Tienen una vista maravillosa sobre la ciudad, me imagino que la darán por sentado, claro, ¿cómo pensar en vistas sin casa y con hambre? Me dirijo en dirección oeste por el canal que, de facto, ocupan los patineteros.
Empiezo a caminar y veo a un hombre solitario que lleva un palo de bambú larguísimo del otro lado de la autopista. ¿Será un alucinado palmero de Chacao de una ya distante Semana Santa? Supongo que utilizará ese largo bambú para tumbar mangos, aunque el mismo se ve un poco flexible y parece la punta de la cola de un reptil prehistórico, ya sin reflejos.
Hoy se congregan muchos patineteros y hacen todo tipo de maniobras. La creatividad se les ha potenciado, hay días en que son más temerarios. Tengo que estar pendiente cuando hacen los giros en zigzag o cuando se lanzan a toda velocidad. Tres chicos suben sus patinetas a la altura del pecho para marcar a sus colegas un área de desplazamiento, las mismas que colocan en reposo en un tronco al lado de un árbol en el que tallaron huecos equidistantes, como si estuvieran exhibidas en una tienda.
Veo a un muchacho sentado en un muro con la pierna llena de hilos de sangre, conversa relajado con un amigo. Oigo que comentan que hoy han ocurrido varios accidentes, en bicicleta y en patineta. El que sangra se ve tranquilo y relajado. Todo el mundo lo mira al pasar. No hace amago de limpiarse las manchas rojas que le cubren el muslo de la pierna y se desborda hasta los tobillos. Una señora angustiada se acerca a darle consejos, él le lleva la corriente.
Yo, quejas, quejas. ¿Y la felicidad qué?
Me acerco a la altura de La Castellana, donde la gente del barrio Bucaral viene a recoger agua como en una procesión. Veo de nuevo los dos escuálidos chorros y los muchos garrafones de todos los tamaños que cada quien coloca a esperar que se llenen. Como tarda tanto, el que está en un chorro conversa con el que está en el otro chorro, sobre cualquier cosa, se socializa para matar el tiempo ante la lentitud del llenado.
Justo allí, sobre ese sitio, una rampa aérea de ingreso a la Cota Mil regala algo de sombra y sobre un muro, en el medio, está una chica sostenida de forma aérea, tiene las dos manos apoyadas en la parte superior del muro. Mantiene una posición de yoga: su cuerpo horizontal, algo inclinado, como si ya casi se fuera a caer de bruces, pero no se cae, se mantiene en equilibrio. Un grupo de muchachos ha guindado una tela que cae hacia el suelo desde la baranda de esa rampa. Son las telas que están de moda para hacer ejercicio en gimnasios y parques. Hacen malabarismos sin ninguna colchoneta colocada en el suelo. Una joven se desplaza como si estuviera ejecutando un acto del Circo del Sol.
Avanzo hasta el balneario Cota Mil que se arma cada domingo, según he podido constatar. La gente está congregada en tono de alegría, la alegría de tener agua. Un par de muchachos practica boxeo en medio de la calle con unos llamativos guantes rojos. Hay niños que están sentados en el medio de la vía, pareciera que pintaran el pavimento con tizas de colores. En eso pasa una moto con las luces encendidas de la Policía Nacional Bolivariana que escolta a dos camionetas de vidrios oscuros que se cuelan en el medio del día deportivo.
Paso al lado de varios patineteros que hablan de una coronaparty en la que estuvieron hasta las dos de la mañana, se besan y saludan, chicos y chicas, sin tapabocas, hablan como si el mundo fuese una normalidad, orgía de salivas intercambiadas, inmunes a la desgracia de la pandemia. El miedo es un accesorio que no va con esta práctica, así que mejor no temerle a nada en la vida. Como me diría el otro día una persona a la que le recomendé que se cuidara: “Pedro, yo soy inmortal”. Justo en ese momento pasa una patrulla con altoparlantes: “Se les agradece colocarse el tapabocas. Señores, estamos en medio de una epidemia que mata a la gente. Pónganse el tapabocas, pónganse el tapabocas”.
Entonces los oigo decir que están a monte con la policía que a cada rato, cada domingo, manda a poner los tapabocas, y yo veo que, a medida que se acerca el vehículo policial, ellos se lo colocan, ponen cara de seriecitos, y luego se los quitan de inmediato, pero sin complicaciones ni insultos, como he oído en otros momentos a personas de una edad superior a la de ellos –cuando se alejan los policías– dejar caer un aluvión de maldiciones. Ellos son pragmáticos e inmortales, ninguno se romperá un hueso en su práctica y si llegara a ocurrir sería un hecho que les daría jerarquía, medallas de combate.
Me gustaría, como primate evolucionado que soy, tener el hueso que lanza un mono hacia el cielo en 2001: odisea del espacio, luego de una escena de lucha antropológica de dominación e imposiciones tribales. En la escena, en cámara lenta, el primate espera a que caiga el hueso que gira en el aire y cuya forma pasa a ser la de una nave espacial rectangular que asemeja a la del hueso. Esa escena de la película de Kubrick nos regala un guiño contundente sobre la tesis de la evolución de las especies.
En otro momento de la película se desata una algarabía cuando los monos descubren en el desierto un monolito moderno de formas simétricas, como si se tratase de la maqueta de un rascacielos.
Los monos están exaltados porque no comprenden esa rara aparición. La música de fondo dramatiza la sensación de extrañeza. Hasta que se acercan y empiezan a tocarlo, lo rodean y el narrador, la cámara, muestra al monolito vertical y rectangular desde el suelo hacia arriba, con un cielo de nubes rojizas, una parte del sol y la luna, lo que da la sensación visual de ser un altísimo edificio: una proyección del tiempo miles de años más tarde, simbolizando así el salto en la evolución primate hasta la modernidad.
Fantaseo, pienso que el monolito es una de las torres de Parque Central, que el pasado alcanzó el futuro de los caraqueños y que en estos tiempos en los que el progreso es un bien escaso –¿y la felicidad qué?– hemos atestiguado más bien la involución de las especies en la vida cotidiana y que este lugar, la Cota Mil los domingos, es solo un medio de catarsis para una vida que no nos merecíamos. Quisiera tomar el hueso con mis manos, lanzarlo al aire y que se convirtiera en nave espacial, que el futuro se haga presente y, por sobre todo, que seamos libres de nuevo.
Pedro Plaza Salvati
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