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Rafael Bolívar (1859-1900) –padre del sin par Rafael Bolívar Coronado (1884-1924), autor del joropo «Alma llanera»– fue un costumbrista venezolano de finales del siglo XIX. El texto que publicamos apareció en Cuentos chicos (Caracas, Tipografía «Cosmos», 1912).
Entre los hombres traviesos que había en Villa de Cura figuraba en primer término Carlos Zumosa, quien, dicho sea en justicia, tenía las de Mandinga.
Echaba pimienta o ají en los bailes de joropo; en los de gran tono echaba vinagre o aceite de tártago a los licores; esquilaba las bestias ajenas en las cocheras y rancherías; robaba las «vejigas» a los mascadores de tabaco y se las restituía después de echarles jabón de la tierra, dentro; falseaba un chinchorro o una hamaca en una espabilada; en las procesiones de Semana Santa o misas de Nochebuena, no le faltaba una aguja de coser aperos, ensartada en hilaza gruesa, para atraillar por las faldas a cuantas viejas encontraba al paso… en suma, que si fuese a enumerar sus habilidades, este cuento chico me resultaría más grande que la avaricia del Ministro Gutiérrez.
Diré, eso sí, que Carlos Zumosa era amado de las muchachas, odiado de las viejas, temido de los campesinos, a quienes por entonces llamábamos juaneros (acaso porque eran menos gachós que ahora) y el niño mimado de Juan Catorce, otro tipo de su misma madera aunque no de vitola igual, pues Catorce era aplastado como una nigua encajada en la planta del pie.
Por los tiempos en que ocurrió el suceso que refiero no se llamaba Garabatos San Francisco de Asís [1] sino Garabatos a secas y era tan pueblecillo como ahora; pero más rico, con más habitantes; en fin, la tierra de las indias de espesa cabellera, seno redondo y prominente; de las gallinas gordas, los huevos frescos y los cerdos como burros.
Por aquellos mismos tiempos usaban nuestros campesinos unos calzoncillos anchos como túnicas, sin botones en la portañuela ni en la pretina; y los cuales se ligaban a la cintura con una trenza blanca que salía a manera de jareta.
Un día estaba el héroe de este cuento parado en la esquina llamada de Bruzual (en honor del Soldado sin miedo) pensando sin duda en cometer alguna de las suyas, cuando apareció por la esquina de abajo y que tomaba hacia donde él estaba, un campesino de camisa por fuera, calzoncillos de trenza y un gran canasto colmado de huevos en la cabeza. Viendo este tipo, sonrió socarronamente Zumosa, se llevó la mano derecha a uno de los bolsillos del pantalón, tomó una navaja, la abrió y la metió en un bolsillo del saco. Cuando el vendedor de huevos estuvo cerca de él, se estableció este palique entre los dos:
―¿Qué vende, amigo?
―Ñemas, señó.
―¿A cómo las da?
―A seis por medio.
―Baje el canasto que le voy a comprar unas cuantas.
El campesino puso el cesto en el suelo y dijo a Zumosa:
―Yo iré cogiendo del canasto las ñemas, las iré contando y usted me las va teniendo por las faldas de la camisa: agarre las dos puntas.
El campesino comenzó a sacar huevos del canasto y a colocárselos en la falda de la camisa puesta a manera de delantal.
Cuando ya el campesino tenía un buen montón de huevos ante sí, que casi no se podía tener en equilibrio, le dijo Zumosa:
―Tenga usted ahora las puntas mientras me rasco la espalda, que como que me está picando una pulga.
Cuando el campesino agarró las puntas, Zumosa sacó la navaja y le cortó al campesino las trenzas con que tenía atados los calzoncillos. Luego echó a andar calle arriba a grandes trancos. El pobre campesino viéndose en el traje de nuestro padre Adán, tomó posiciones que nada tenían de académicas, tratando de cuidar el pudor y la mercancía al mismo tiempo. Luego se puso a gritar como un desaforado.
―Jáganme el favor de cojéme las ñemas… ¡Cójanme por caridá, las ñemas!
A tanto gritar, al fin pasó por ahí un buen hombre que le hizo lo que él quería, y juró no usar más calzoncillos de trenzas por todo el resto de su vida.
***
[1] Municipio San Francisco de Asís situado a cinco leguas de Villa de Cura y con quinientos habitantes. (Nota del autor).
Rafael Bolívar
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