El tedio se filtra
a través del plafón gris del otoño.
Las primeras horas de la mañana
caminan el adoquinado de una calle
hasta la parada del tranvía,
junto al odoroso riachuelo.
Sigo una lógica que me dictan
ciertas obviedades
y me digo
que si el tranvía de la línea Nº 2
cruza frente a mi casa
para luego perderse
por veredas incógnitas
y después regresar,
esto significa que ese trayecto
me pertenece
y es posible conocer un segmento
circular
del mundo.
Así ocurrió hoy miércoles
de septiembre con niebla
al apartarme de mi garzonier
en Bucarest:
la pequeña París,
la arruinada Trieste.
Y salí a pasear tras un portazo de tranvía,
sentado en un asiento
color mostaza.
Rodé y rodé con el traquetear
de los engranajes
y chispazos de alta tensión,
y contemplé los dioramas
que fue dejando la Segunda Guerra Mundial
con la retirada del ejército rojo de los sóviets:
ellos son el pasado que todavía acobarda al presente
arrancándole ojos y boca.
¿Pero los fantasmas de los transeúntes
tendrán alguna responsabilidad?:
esos, los que hacen la cola del pan
o caminaban con una bolsa
de menguados encurtidos.
Eran secuencias en blanco y negro:
el verde era gris,
el abrigo marrón era gris,
la calle, y las casas…
Me bajé en una esquina donde una mujer
estaba al acecho de lo inexistente
se me acercó tanto:
el placer apagado sin rubor
y el modesto élan
de un perfume
que el viento disolvía
en la vaguedad de aquel purgatorio.
Luego regresé a la grasa
frotando su congelamiento contra los rieles,
también al color mostaza de otra banca
y al achispado relámpago eléctrico
de los engranajes del tranvía
al tomar una curva.
Por fin dormí con resaca
sobre mi almohada
que no me dejó soñar cuando se hizo de noche.
¡Otra vez la noche!
Igor Barreto
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